“Las amistades blancas se alejan por miedo a que les etiqueten como ‘pro-japoneses’. No hay sentimiento más solitario que el de ser desterrado por mi propio país. No hay a dónde ir” Kiyo Sato.

 

El sábado 27 de abril del 2019 me subí al autobús que me llevaría a Manzanar, el lugar donde estuvo el primero de los campos de detención de la comunidad japonesa en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque en ese momento no lo sabíamos, ese grupo de profesoras, profesores y estudiantes convocado por mi colega Lynne K. Miyake, ha sido el último hasta la fecha en hacer el viaje anual desde mi universidad, Pomona College, para conocer la infame historia de esos lugares. Y ese año la conmemoración en la que participamos fue particularmente especial. En el 2019 se realizó la peregrinación número 50 a Manzanar por parte de la comunidad japonesa en EEUU y los grupos aliados de diferentes comunidades que viajan hacia allá todos los años desde distintas partes del país.

Estos viajes o peregrinaciones, como se les llama desde que iniciaron en el 1969, rescatan la historia de las más de 120,000 personas japonesas o de origen japonés que el gobierno de Roosevelt encerró en campos de detención. Roosevelt tomó esta decisión nefasta en 1942 como reacción al ataque japonés a Pearl Harbor y, como ocurre con frecuencia en estos casos, contó con el apoyo de una parte importante de la población a pesar de que la gran mayoría de las personas encerradas y despojadas de la vida que habían construido por generaciones eran ciudadanas estadounidenses. Otro de mis colegas, Marc Los Huertos, a quien también conocí ese día, me comentaba la semana pasada que su mamá recordó toda la vida la forma misteriosa en que desaparecieron los obreros de origen japonés que trabajaban frente a su casa cuando era niña. Un día podían escuchar el ruido sin parar que hacían trabajando y a la mañana siguiente desaparecieron sin dejar rastro y casi se podía oír caer un alfiler.

Fui a Manzanar después de haber asistido a los eventos sobre el tema organizados por el departamento de estudios asiáticos y de la biblioteca del consorcio universitario del que Pomona College forma parte. Desconocía totalmente la historia de la comunidad japonesa y, sin embargo, mientras más escuchaba y leía más me resultaba familiar. Encerrar, maltratar y desconocer los derechos de quienes vemos como “el otro” o “la otra” son de las tácticas que utilizan los gobiernos cuando quieren resolver los problemas del corto plazo designando a grupos completos como chivos expiatorios. Aunque no lo queramos reconocer, lo hicimos también en República Dominicana con la matanza de 1937 y la sentencia del 2013 y lo repetimos con las deportaciones cada vez que vienen las elecciones o hay algún otro tema del que queremos distraer la atención. No podía dejar de pensar en esos paralelos mientras veía las fotos de las familias de origen japonés encarceladas por el decreto de Roosevelt en los eventos a los que fui. Ni mucho menos cuando leía el lenguaje utilizado en contra de esa comunidad. Los insultos son los mismos (son “animales”, son “salvajes”), los mitos también (nos “invaden”, nos “ultrajan”).

Por eso me tomó de sorpresa la belleza del lugar cuando llegamos después de las 5 horas en guagua que nos llevarían a nuestro destino. Manzanar nos recibió con su cielo azul de postal, con sus montañas de fondo todavía con nieve y con un aire limpio y seco. También nos recibieron los cientos de personas que habían llegado ya y el equipo organizador que repartía mapas, botellas de agua y la lista de consejos para no deshidratarse ni caer víctima de una insolación. Yo no me atrevía a decírselo a nadie pero Manzanar me parecía demasiado hermoso para haber sido una prisión. No fue hasta mucho después que supe, caminando por las reproducciones de las barracas en las que habían vivido las 10 mil personas que estuvieron en Manzanar, que casi nadie se molestaba en intentar escapar porque con la distancia, las montañas y el sol no había cómo llegar con vida al pueblo más cercano.

Esa combinación de belleza y tragedia me persiguió todo el día. Pero la belleza que vi no fue solo la de Manzanar sino la de la sabiduría y la solidaridad que desarrolló la comunidad japonesa en EEUU. Ahí aprendimos que las peregrinaciones las iniciaron las y los descendientes de quienes habían perdido años de su vida en los campos de detención porque las personas sobrevivientes no querían hablar sobre lo que vivieron por vergüenza y por miedo a más represalias. Fueron las personas jóvenes de la comunidad quienes crearon el espacio para que sus padres y madres, sus abuelos y abuelas pudieran compartir sus historias: el tener que dejar sus vidas y propiedades en cuestión de días (solo podían quedarse con lo que pudieran cargar), el ser llevados a establos y otras instalaciones no aptas para seres humanos, la comida insuficiente, las amenazas y maltrato físico, los asesinatos de las pocas personas que se atrevieron a rebelarse (o incluso solo por acercarse a las cercas de alambres que les rodeaban), el frío en las noches, el miedo constante a lo que vendrá…

Y aún con esa historia terrible, las y los activistas y descendientes de las personas encarceladas en estas prisiones a cielo abierto se enfocaron no solo en el pasado sino en el presente y el futuro. Por ejemplo, una estudiante cuyo abuelo estuvo preso en Manzanar habló de que la comunidad japonesa no tuvo aliados que la defendieran pero que no podían dejar que ese error se repitiera con otros grupos. Confieso que se me salieron las lágrimas escuchando cómo esta chica de tan solo 22 años conectaba lo que le había pasado a su abuelo con lo que le estaba ocurriendo en ese momento a las niñas y niños latinoamericanos puestos en jaulas por ser indocumentados. Y me pasó lo mismo cuando puse las flores que llevé en homenaje a las víctimas, como hicieron decenas de otras personas, en el altar japonés en Manzanar.

Las y los activistas de otras comunidades aliadas (la latina, la musulmana, la afroamericana) también destacaron la solidaridad de la comunidad japonesa como resultado de las amargas lecciones que aprendió en lugares como Manzanar. El discurso que más me impresionó fue el del representante de la comunidad musulmana que recordó cómo la primera llamada que recibió después del 11 de septiembre había sido de un activista de origen japonés. Incluso antes de iniciar los ataques racistas contra las y los estadounidenses de origen musulmán, ya este colega le había advertido del peligro al que se iban a enfrentar. Otras personas hablaron de cómo los ejemplos de resistencia de la comunidad japonesa les habían servido de inspiración incluso aunque sus protagonistas fracasaran inicialmente como fue el caso de Fred Korematsu, el estadounidense de origen japonés que demandó al gobierno por su encarcelamiento y logró una sentencia favorable 40 años más tarde. También el panel habló de cómo la comunidad japonesa en Estados Unidos es la única hasta la fecha que ha recibido una disculpa oficial e indemnizaciones por parte del gobierno.

Ese espíritu de solidaridad entre diferentes comunidades fue aún más visible en la hermosa ceremonia ecuménica que encabezaron sacerdotes, monjes y monjas de diferentes religiones y en la que participamos los cientos de personas presentes. Creyentes budistas, taoístas, sintoístas, junto con personas católicas, protestantes, no creyentes y de otras religiones de todas las razas y de todas las edades recordamos a las víctimas de Manzanar y de los demás centros de detención de la comunidad de origen japonés en uno de los momentos de unión más hermosos que he tenido en la vida.

Y recordando ese momento no puedo dejar de pensar en Georg Simmel, el popular catedrático alemán de origen judío (y uno de los fundadores menos conocidos de la sociología) que en 1908 creó el concepto de “El Extraño”. El fenómeno del “extraño” o la “extraña” es el grupo o persona que “no ha pertenecido a la comunidad desde el inicio y que importa cualidades en ella que no se originan en el grupo como tal”. Ese grupo o persona es capaz de ver los problemas que el resto no ve y de aportar lo que más nadie en la comunidad puede hacer. Manzanar nos recuerda, como nos lo recuerdan nuestra frontera, la frontera entre EEUU y México, Gaza y tantos lugares alrededor del mundo, que todavía no asumimos esa sabiduría como nuestra, que todavía no hemos aprendido sus lecciones.

En homenaje a Raúl Pérez Peña (El Bacho), defensor por décadas de la democracia dominicana y de los derechos de todas las personas, amigo siempre cariñoso y querido y padre de tres amigos queridos más.