Don Enrique Berstein Carabantes, un notable diplomático chileno, maestro de diplomáticos, expresó con singular acierto que “un diplomático no vive para sí; vive para su patria”.

De ahí la importancia de cuidar sus gestos y actuaciones; de administrar con prudencia suma tanto sus palabras como sus silencios al tiempo de  mostrarse digno y firme cuando las circunstancias demandan tan conducta, especialmente en aquellos momentos supremos en que está el juego el crédito y el honor de la patria que se representa.

Hace ya un siglo, un notable diplomático dominicano levantó la dignidad de la República, en momentos en que las botas interventoras norteamericanas hollaron arrogantes nuestro suelo patrio. Su nombre puede resultar desconocido para las nuevas generaciones: nos referimos a Manuel María Morillo, quien merece figurar con letras de oro en los anales de nuestra historia diplomática.

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Manuel María Morillo.

Dos episodios en concreto, sirven para retratar de cuerpo entero a tan  notable diplomático.

1.- Su protesta ante la primera intervención americana

Era Manuel María un joven diplomático, Encargado de Negocios en nuestra misión diplomática en Cuba, entonces Legación, cuando se produjo la Primera Intervención militar norteamericana. El gobierno de ocupación le enviaba regularmente la dotación que ascendía a la suma de $ 200.00 (Doscientos pesos).

Morillo se rebelaba en lo más profundo de su ser contra el hecho cumplido de que éramos un país militarmente intervenido. Y con la misma regularidad con que recibía la dotación, así la devolvía a las autoridades interventoras sin tocar un centavo, manifestando que “no era un asalariado de un gobierno que no era el suyo”.

Para salvar la dignidad de la representación, y ya menguados los pocos recursos de su propio peculio con que contaba, y que generaba como fotógrafo improvisado,  se vio precisado a trasladarse a una modesta pensión, en la cual custodiaba con celo inigualable nuestra enseña tricolor y los archivos de la misión.

Tras advertir las autoridades norteamericanas ocupantes que el referido diplomático, amén de retornar al país, sin tocar un centavo, la dotación que recibía y su altivez al no aceptar las disposiciones que de ellas emanaban, tomaron la determinación de ordenar su cancelación, designando para sustituirle a un señor apellido Madrigal, el cual se trasladó desde Nueva York a La Habana, reclamándole a Morillo la entrega de los archivos de la Legación. Morillo se rehusó de inmediato a dicho pedimento.

Presionada por el gobierno de Washington, la Cancillería cubana comunicó verbalmente a Morillo que se vería precisada a retirarle su reconocimiento, no obstante sentir simpatías por la causa dominicana en aquellos dolorosos momentos.

Morillo solicitó, a tal efecto, que, para fines de Archivo, se le cursara una Nota diplomática, la cual procedió a hacer pública, generando no poca estupefacción en las autoridades de la cancillería cubana.

En el criterio de Morillo sus funciones no habían sido resignadas por las autoridades que legítimamente podían hacerlo, por lo que el gobierno cubano estaba en el deber de mantenerle el reconocimiento como representante auténtico del Estado Acreditante. Él, con legítimo orgullo, se decía representar al  gobierno que en el exilio había constituído el Dr. Federico Henríquez y Carvajal, presidente “De Jure”, pues era quien ocupaba la presidencia al momento de producirse la intervención.

Y afirmaba, al efecto, no sin un dejo cinismo: “qué cómodo y fácil sería que yo, o cualquier otro, desde un barco de guerra surto en las aguas de cualquier país, quitara y pusiera funcionarios a discreción, como pretenden hacer en mi país los interventores americanos”.

La prensa continental se hizo eco del gesto audaz y valiente del joven diplomático dominicano. Pero era previsible que la digna actitud de Morillo le traería enojosas consecuencias.

Y a poco, un buen día se aparecieron a su humilde pensión, que fungía como Sede de la Misión y residencia del Encargado de Negocios, dos gendarmes norteamericanos, quienes presentaron sendas placas como agentes del servicio secreto norteamericano. Desenfundando sendas pistolas, requirieron compulsivamente de Morillo, en torno arrogante y desairado,  la entrega de los archivos y demás pertenencias de la Legación que estuvieran  en su poder.

En gesto altivo y con la rapidez de un relámpago, Morillo tomó en sus manos la bandera dominicana y la interpuso entre él y los dos agentes y sacando la pistola que portaba les significó que ese espacio que pisaban era territorio dominicano y que si osaban violarlo no respondía por sus vidas.

Ante un gesto tan inesperado como quijotesco, los dos agentes decidieron aguardar, momentos en que la asustada propietaria de la pensión se comunicó con el Dr. Posalba, representante de la República del Uruguay ante la República de Cuba y Decano del Cuerpo Diplomático, quien además, profesaba a Morillo singular aprecio.

Prevalecido de su inmunidad diplomática, el Dr. Posalba se trasladó en su vehículo hasta la pensión que fungía como Sede de la misión diplomática dominicana y Residencia del Encargado de Negocios. Tras persuadir a Morillo, le condujo hasta la Sede diplomática de la República del Uruguay, facilitando posteriormente su salida de Cuba.

En gesto de protesta por el inconcebible atropello inferido a Morillo, poco después, el gobierno uruguayo llamó a su capital al Dr. Posalba.

Años después, a un sobrino de Manuel María Morillo, el Dr. Morillo Soto, le correspondió la honrosa encomienda de servir funciones diplomáticas en Uruguay, ocasión en la que el Dr. Posalba, en carta dirigida a uno de sus familiares le expresaría: “…al Dr. Morillo Soto le sobran méritos para que yo lo quiera, ser dominicano y sobrino de Morillo”.

2.- Manuel María Morillo en la 5ta. Conferencia Internacional Americana

Entre el 25 de marzo y el 3 de mayo de 1923, se llevó a efecto en Santiago de Chile, convoca por La Unión Panamericana, precedente de lo que sería después la actual Organización de Estados Americanos (OEA), la Quinta Conferencia Internacional Americana.

La misma había sido votada en fecha 11 de noviembre de 1910, en el marco de la 4ta. Conferencia Internacional Americana, en la cual tuvo tan resonante participación Don Américo Lugo, una de las más elevadas cumbres de la dignidad nacional de todos los tiempos. Debió celebrarse en Santiago de Chile, en Noviembre de 1914, pero la eclosión de la primera guerra mundial motivó su aplazamiento hasta nuevo año después.

Cuando fue celebrada la referida Conferencia, la República Dominicana estaba aún intervenida por los Estados Unidos de América, asumiendo nuestra representación otro gran exponente de nuestras letras y nuestra diplomacia, como lo fue Don Tulio Manuel Cestero.

En aquellas pesarosas  circunstancias, resultaba paradójico que entre los 19 temas de dicha conferencia, figurara como no. XII la reducción de gastos militares y navales y el XIV planteara la consideración de “las cuestiones que pudieran producirse por agravios inferidos a una nación americana, por un poder no americano”.

A decir verdad, una auténtica farsa, pues nada se decía, con calculada ambigüedad, respecto al abordaje que debía darse a “los agravios inferidos a una nación americana por los Estados Unidos”, cuando tal era el caso de la República Dominicana, de Haití y de otros países de la región.

Disonantes para el caso dominicano, resultaban, pues, las palabras con que culminó su discurso inaugural en tan elevado cónclave internacional americano, el entonces presidente de Chile, Arturo Alessandri, cuando afirmaba: “En el orden internacional, la cooperación y la solidaridad de las Naciones culminarán en las más altas de las cumbres: la fraternidad humana”.

Fue en aquellas circunstancias del acto inaugural que se produjo un hecho inesperado que provocó alarma y estupefacción entre las delegaciones e invitados presentes. Desde las altas galerías del recinto donde el mismo se celebraba, brotó una voz tronante, indignada y elocuente: “¡Todo eso del respeto a las soberanías es mentira! ¡La República Dominicana soporta todavía la ocupación de su territorio por soldados extranjeros!”.

Aquella voz estruendosa y vibrante no era otra que la de Manuel María Morillo, quien afirmaba representar al gobierno “De Jure”, que encabeza en el extranjero el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal.

A poco, conforme lo relatara don Max Henríquez Ureña, acudió diligente la policía chilena llevándose a Morillo en condición de detenido. Allí, le fue realizada una entrevista por un funcionario chileno, expresándole “comprendemos su situación y deploramos lo ocurrido, pero más aún deploraríamos el vernos obligados a deportarlo si se repiten escenas como las de hoy”.

Morillo contestó sonriendo: “si de mí depende, no habrá repetición. Vine a alertar la conciencia de América, aún a costa de un escándalo. Ya lo he dado, y ya sé que no debo abusar de la hospitalidad de Chile”.

Manuel María Morillo nació en 1891 y  murió un 16 de diciembre de 1945, mientras servía funciones como Cónsul General de la República Dominicana en   San Juan,  Puerto Rico, cargo que ocupaba desde 1937. Además de diplomático, destacó como periodista e intelectual.

Foto del sepelio de Don Manuel María Morillo.

Tras su deceso, se consignó en abono de sus méritos: “dotado de clara inteligencia, de buena cultura y de un temperamento luchador, supo desempeñar con eficiencia las funciones consulares confiadas a su capacidad, granjeándose la simpatía y el afecto de que gozaba en el seno de la sociedad borincana”.

Además de Cuba, sirvió  funciones  como secretario de primera clase en nuestra misión diplomática en Haití. Además, llegó a ocupar las funciones de Oficial Mayor de las Secretarías de Estado de Fomento y Obras Públicas y de agricultura, respectivamente.

Fue su esposa Doña Mariana Álvarez Desangles de Morillo con quien procreó a su hija Ofelia Morillo Álvarez. Era su hermano Miguel A. Morillo.