Por el tiempo que residí en el exterior, ciertas pertenencias pasaron a un almacén en casa de mi suegra doña Eva Ramírez. Contamos veintidós pesadas cajas con artículos y documentos que no quería arriesgar en un almacén de alquiler.

Un par de años antes, al empacarlas luego de arrendamiento de nuestra apartamento cerrado en Santo Domingo para pasar a casa de su mamá, mi esposo me contó que tuvo que echar a la basura una caja alcanzada por la carcoma.

La mayoría de las cajas contenían documentos del archivo muerto de mi antigua oficina. Abrirlas y separar lo rescatable de lo descartable me tomó semanas. Mientras aparecían intactas opiniones legales, fotografías, actas de nacimiento, recursos administrativos, títulos de bachiller y hasta un uniforme mío del colegio cuando tenía diez años, firmado por mis amiguitas, leía el Encierro que arde de Elena Poniatowska.

La obra es una novela corta con la historia de Álvaro Mutis, mientras estuvo recluido en la cárcel de Lecumberri de Ciudad México en 1959. El libro se compone de misivas enviadas por el colombiano a Elena durante su reclusión.

Hace pocos días, una amiga del colegio me invitó a una reunión con otras del viejo grupo que dejó su caligrafía infantil en mi uniforme de quinto de primaria. Planifican un encuentro en febrero. No creo que pueda asistir. En casa acordamos espaciar las salidas para evitar contagios contra la nueva variable y justo después tenemos un viaje familiar.

En una de aquellas cajas recuperadas, estaba un mantel de navidad bordado a mano por mi mamá cuando era solo Amanda Pagán, una joven soltera con ilusión de casarse con mi papá. Me apenó reencontrar tan delicado y colorido trabajo estrujado y con olor a guardado. Me mortifica una vieja mancha que, por descuido, no removí oportunamente.

Doña Eva me ayudó. Farmacéutica de profesión, mi suegra tiene precisos conocimientos de química para entender qué clase de removedor devolvería integridad al delicado trabajo bordado en los años cincuenta del pasado siglo a su inmaculado estado. En las manos de mi suegra, el mantel encuentra a una historiadora.

En la novela corta, Mutis enfrenta la depresión del prisionero organizando una obra de teatro con los demás reclusos y escribiendo a su amiga Hélène, nombre original de Poniatowska, para entonces con veintisiete años. Le dice a la fiel amiga que lo visita de tiempo en tiempo, sin inquirirlo sobre los motivos de su apresamiento:

“En estos días meses de encierrro —y los aún me faltan— los considero como una terrible pero fecunda experiencia humana que me ha acercado a mi corazón y a mis asuntos … No es que yo me sienta como Walt Whitman … pero se han abierto una cantidad de puertas a la sensibilidad y creo que por primera vez sé lo que es el contacto verdadero.”

Cuando abrí la vigésimo segunda de las pesadas cajas murió la esperanza. El resto de las pertenencias reaparecieron excepto los seis cuadernos que escribí a modo de diario en la secundaria, uno por cada año escolar desde 1976-77 a 1981-82. Al igual que mi mamá, y varios de mis tíos y tías, entre 2015 y 2021, tiempo en que residí en México, las memorias en los diarios sucumbieron. Esa era la caja perdida.

En esos diarios conté mis primeros enamoramientos, impresiones de mis primeros viajes al exterior, anécdotas con amigas en fiestas y conciertos de música, paseos a las playas de Samaná con mi familia, cuando éstas eran vírgenes y no había hoteles ni turismo exterior, comentarios de eventos históricos nacionales e internacionales de la época, con recortes de periódico incluidos y hasta cuentos que sin ningún talento quise escribir.

El miércoles, luego de declinar la invitación de mi amiga de infancia, pedí un Uber para trasladarme a comprar varios artículos, entre ellos, el producto químico recomendado por doña Eva. En una situación infrecuente, el chófer no escuchaba música urbana. El conductor venía escuchando la salsa Taboga (1974) de La Dimensión Latina.

Sobre el guía del auto el joven chófer, con su cubrebocas puesto, percusionaba calladito junto a las congas del tema con increíble talento. —Tu papá es músico, afirmé sin titubear. —¿Cómo usted lo sabe?, me respondió el avanzado conguero.

Desafiando al ómicron el chofer de Uber y yo cantamos juntos hasta Galerías 360 a coro con Vladimir Lozano y Óscar de León: Taboga, Taboga mía ya no te puedo olvidar. Ya no te puedo olvidar no, ya no te puedo olvidar, no, Taaboogaa.  Me confirmó que su papá pertenecía a una orquesta y que se crió entre músicos que frecuentaban su casa.

En sus años de viudez, a mi mamá le interesaba poco el mantel y en general, cualquier objeto decorativo. Lo tenía olvidado en su aparador. Hasta diciembre de 2001, no supe lo que le había costado confeccionarlo. Lo recordó con lujos de detalles conversando con mi suegra. Está armado por varios parches porque venía el diseño en una revista que le indicaba a los suscriptores el patrón por etapa, cada mes un cuadro.

Tan diestra resultó mi mamá para el bordado que llegó a hacerlos por encargo para una tienda de la calle El Conde. Así ayudaba a la economía de la familia uniparental, formada por mi abuela y sus cuatro hermanos.

Una hilada borda nuestros cuentos de cosas chiquitas. Los días no se pierden con los diarios. Un tejido de parientes y amigos organizan un patrón. El presidiario Mutis reabría sus espacios afectivos haciendo teatro con presos políticos y otros reclusos en Lecumberi. Hasta ese momento, solo había compartido esas emociones con una élite de amigos, tales como, Juan Rulfo, Luis Buñuel, Octavio Paz y la inquieta Elenita. En el aire apretado de la prisión aprendió a respirar nuevamente. A descubrir belleza donde antes hubo indiferencia.

Mi amiga Wanda Perdomo, sobrina reflexiva de doña Eva, a propósito de los históricos contagios me dijo el otro día: la vida busca vida. Pensé en Mutis, así como en los relatos, canciones y en las sonrisas que nos esperan detrás de las mascarillas.