Cuando era pequeño vivía en Madrid en una urbanización del cercano pueblo de Chamartín de las que entonces se llamaban con un cierto sabor imperial ¨colonias¨ y que agrupaba un centenar y medio de casas de uno o dos niveles, todas con patios y algunos frutales plantados, y como es lógico suponer los muchachos de once, doce o trece años nos juntábamos en pandillas a cada rato para jugar a los indios y vaqueros, moros y cristianos, piratas y almirantes, y mil temas de aventuras más según fuera la época y las películas que veíamos.
Entonces no existían, ni soñando, los softwares, las computadoras, los celulares y todos los maravillosos instrumentos virtuales de hoy día, pero los pequeños de entonces teníamos que inventar aventuras y disparates para divertirnos. Atrapábamos saltamontes, lagartos, alacranes, tarántulas, hasta pájaros, íbamos en grupos al cine, a comprar regaliz y caramelos, aquí, allá y acullá, siempre juntos. Pero había un muchacho tres o cuatro años mayor y que si bien lo conocíamos todos ya no jugaba con nosotros porque a esa edad, ese tiempo de tres o cuatro años más es mucha diferencia, crecer de púber a adolescente es un poco como pasar de joven a adulto, además era alto, fuerte y sobre todo muy ágil.
Bien, este muchacho que se llamaba Manolín, no era un travieso, ni un inquieto, ni un bullicioso, sino que era más tremendo que toda la tremenda corte de Tres Patines y Nananina junta, es más, era terrible… tanto que superaba al terrible Rasputín el de la corte del zar Nicolás II. Y no exagero. Si te veía por la calle solo, suerte tenías que no te saludara o despidiera con uno o dos tabanazos gratuitos de propina. Y si estábamos en grupos de cinco o seis, entonces nos hacía alguna treta o maldad de que siempre salíamos malparados.
Por ejemplo, una de sus bromas con los animales era atar un mechón de paja en la cola de un gato, la prendía con un fósforo y ya pueden imaginarse al pobre animal hecho un lanzallamas en su parte trasera, corriendo y maullando por los patios con el rabo abrasado. En otra ocasión cogió otro gato y lo tiró bajo las ruedas de una camioneta que pasaba en ese momento, por suerte para el minino pudo salir a tiempo y solo tuvo unas rozaduras salvando la vida de puro chepazo.
En aquellos tiempos, Chamartín, el barrio donde estaba ubicado el estadio del equipo del Real Madrid, estaba rodeado de campos y con frecuencia pasaban rebaños de ovejas pastando, a Manolín le encantaba subirse a lomos de los carneros por ser fuertes y resistentes, los cogía por los cuernos como si fueran el manillar de un motor, y al sentir su carga los asustados animales salían corriendo a todo galope durante un buen trecho hasta que tiraban al intruso jinete o este se apeaba en plena marcha, siempre perseguido por un enfurecido pastor maldiciéndolo que si lo alcanzaba le rompería una vara en las costillas, pero como hemos apuntado, la extraordinaria agilidad de Manolín siempre lo salvaba. Ser veterinario no era su futura vocación profesional.
Manolín era el hijo de don Manolo como la tradición nominal mandaba, un aragonés bajito, delgado, venido a Madrid hacía unos años, puro nervio y muy trabajador que tenía un pequeña droguería en la que vendía jabones, detergentes, pinturas, aguarrás, papel higiénico, clavos y otros productos del ramo, así como diversos utensilios del hogar.
Cuando le hacían pedidos por teléfono, su hijo Manolín era el encargado de llevarlos a domicilio en una bicicleta, su caballo decía, que era ¨de chica¨ porque no tenía la barra recta del cuadro, sino la curva hacia abajo para facilitar el montaje de las mujeres y debido a ello era mucho más maniobrable. El delivery ya hacía tiempo que se había inventado si bien en lugar de ser en ruidosos motores kamikazes de la actualidad eran de pedal silencioso y timbre ring-ring de mano y ocasional.
Muchas veces si el reparto de Manolín debía durar un cuarto de hora, volvía dos o tres horas después, algunas veces se jugaba a las cartas con otros Manolines parte o todo el importe cobrado, ganando o perdiéndolo, o se peleaba con algún matón de un barrio vecino de bajo nivel social, cosa frecuente, o trataba de enamorar alguna muchacha que viera por ahí. Cuando volvía a la tienda comenzaban los pleitos, la mayoría de ellos memorables.
Don Manolo quería darle una paliza a su hijo pero raramente lo conseguía, era todo un espectáculo ver como uno y otro estaban en lados opuestos del mostrador que tenía forma de herradura cuadrada, el padre saltaba a un lado pero el hijo muchísimo más ágil saltaba al otro así una y otra vez hasta que don Manolo al no poder alcanzarle comenzaba a lanzarle jabones, pinceles, latas, todo lo que estuviera a mano y que Manolín esquivaba con mucho arte la mayoría de las veces. Recuerdo que la frase típica de este era: ¨papá, que me puedes hacer daño¨, y así hasta que el hijo se escapaba y el padre mucho después llegaba a calmarse. Si uno veía este show no hacía falta ir al cine esa semana para ver películas de acción.
Veamos ahora las ¨bromas¨ que se gastaba con nuestro grupo de amigos que éramos casi siempre cinco, seis o siete. Una vez estábamos juntos y llegó Manolín con su bicicleta, al vernos aceleró su pedaleo, la levantó sobre una rueda haciendo el ¨willie¨ o el ¨calibrando¨, como se dice ahora, se apeó en plena marcha y nos tiró el vehículo encima, suerte que pudimos esquivarlo a tiempo de lo contrario hubiera sido un serio y sangrante problema.
En ocasiones nos reunía y nos mandaba saltar a los patios de las casas a robar peras, ciruelas, uvas, con el peligro de que si nos descubrían tendríamos dos pelas bien aseguradas, la de los propietarios de los frutales y la de nuestros padres, además de la vergüenza del momento, luego Manolín nos daba una pieza a cada uno y se quedaba con el resto del sabroso y abundante botín y cuidado con quejarse porque los cocotazos que repartía eran bien duros.
Una vez, en época de Navidad y más en concreto el día de Nochebuena, nos reunió y propuso que fuéramos a cantar unos villancicos por las casas para que nos dieran el aguinaldo -una propina en dinero o dulces- y después nos la repartiríamos a partes iguales, ante nuestra reticencia que mostramos conociendo el pelaje del sujeto proponente nos prometió que esta vez se cumpliría lo dicho. Al fin accedimos y con un frío que pelaba las orejas pues por aquel entonces los aires que provenían de la sierra madrileña de Navacerrada siempre nevada por esas fechas, entraban a la ciudad por los predios desiertos de Chamartín congelando todo lo que tocaban.
Llegábamos a las casas y toc-toc, las puertas se abrían y el mal coro de seis muchachos -Manolín no participaba pero nos vigilaba de lejos- comenzaba a cantar a capela con pésimas voces y desafinados tonos las tradicionales canciones de ¨Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María, que me voy a emborrachar¨ o ¨En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna, la Virgen y San José, y el Niño que está en la cuna¨ o algunas un poco picarescas como ¨En el portal de Belén han entrado los ratones y al pobre de San José le han roído los calzones¨, el caso es que nos daban rápido una, dos o tres pesetas no por nuestra virtuosismo cantor sino para que acabáramos y nos largáramos lo antes posible. El coro, la verdad, era insufrible.
Así estuvimos varias horas torturando oídos y acabando como paletas de helado recién sacadas del congelador pero recolectamos ¡cerca de cien pesetas! Un buen capital que daba para varias veces ir al cine o comprar una buena cantidad de dulces. Nos reunimos casi al comenzar la noche y con más frio que el de la tarde en un campo de atrás de la colonia. Manolín contó el dinero peseta a peseta y sin esperar y por sorpresa salió corriendo ante nuestras narices y protestas quedándose con toda esa fortuna infantil tan duramente trabajada. Adiós al cine, adiós a los dulces. Ahí comenzó a gestarse la idea de que debíamos acabar con los abusos, la explotación a la que estábamos sometidos no podía continuar más.
Otro día a falta de tabletas, Ipod, o celulares, se nos ocurrió atarnos por los tobillos con las correas que llevábamos, un tobillo con el de un amigo y el otro con el de siguiente amigo, formando así un sexteto unido que caminaría al mismo paso. Al principio nos caíamos y lo pasábamos muy divertido, después de varios intentos ya dominábamos la técnica y avanzando de esta rara manera se nos apareció de súbito el Diablo a Caballo, es decir Manolín y su Bicicleta, se apeó en un instante y nos empujó tirándonos por al suelo y quedando amontonados y revueltos unos encima de otros sin apenas poder movernos y se marchó riéndose de su nueva fechoría. Después de ¨desamomontonarnos¨ y liberarnos de los cinturones con los tobillos adoloridos decidimos que era la hora de la venganza. El la gota final del vaso del abuso se había derramado. Como dice la canción de Carlos Puebla ¨llegó el comandante y mandó a parar¨. Sí, había que parar.
Y se nos ocurrió un curioso plan. Dos o tres días más tardes sabiendo la ruta por donde pasaría Manolín volvimos a atarnos los cinturones a los tobillos pero esta vez no unos con otros, es decir simulando que caminábamos unidos pero lo hacíamos sueltos e individualmente. Al vernos así, rápido Manolín picó en el anzuelo, bajó de su bicicleta e intentó tumbarnos como la anterior ocasión pero esta vez el tumbado fue él, lo cogimos por sorpresa, nos echamos los seis encima, lo pusimos de espaldas, boca abajo, sujetándole la cabeza y las piernas para que no se pudiera levantar, estando así le propinamos tremenda paliza a puñetazos y patadas. Recuerdo que Lusito, el hijo del carnicero, que era el más pequeño y débil y el más abusado, le pegaba con saña una piedra en las costillas. Cuando dejamos a Manolín se levantó como pudo todo magullado, y llorando se subió a su caballo diablo y desapareció.
Ningún otro ¨amansaguapos¨ como decimos por aquí a los remedios de violencia pudo tener mejor efecto, aunque al principio temíamos alguna retaliación por su parte nunca más volvió a molestarnos, y si nos veía ya fuera juntos o separados nos saludaba afectuosamente. La rebelión de los esclavos al estilo Espartaco surgió su efecto.
Este Manolín es el mismo personaje que relaté en un escrito denominado ¨La letra con la sangre entra¨ quién, para evitar un cruel castigo por parte de la directora del colegio, doña Rosa, una pura bestia disfrazada de maestra, se lanzó desde el segundo piso hasta el suelo del patio con un paraguas abierto a modo de paracaídas. El paraguas se desbarató en tan corto vuelo espacial y Manolín por suerte solo quedó con unos buenos moretones y sin ningún hueso roto.
Tengo que añadir para hacer justicia y reivindicar a Manolín que de adulto fue un exitoso comerciante con varias perfumerías de lujo en Madrid, excelente esposo y padre de familia, alguna vez cuando yo volvía de Santo Domingo lo visitaba y siempre era recibido de la manera más cariñosa y cordial, me presentaba a sus empleados, me preguntaba por mi familia, cómo me iban las cosas por América, nos tomábamos un aperitivo juntos, pero nunca tocamos el tema de la paliza, eso quedó borrado para siempre. Hay cosas vergonzosas que no se deben desenterrar.
Ahora no creo que pueda darse un caso como el de Manolín o el Diablo a Caballo, los muchachos solo se juntan conectándose virtualmente, tal vez tengan más aplicaciones y posibilidades de armar historias parecidas, pero no tienen el placer de saborear un plato frío de venganza como el descrito. Ese gusto fue tan especial que ha durado toda una vida.