La hilera de muertos que la brutalidad policial ha dejado a su paso en los últimos días no parece preocupar al gobierno. Imperturbable, continúa insistiendo en enfrentar la creciente inseguridad con mano dura. Es decir, responder a la violencia con más violencia.
Ha elegido el camino más fácil de enfrentar el mal: desatar toda la brutalidad policial contra jóvenes que también “han elegido” el camino fácil de la delincuencia para procurarse los bienes deseados. Pongo este último “han elegido” entre comillas, no el primero, porque elegir implica estar frente a varias posibilidades y, si bien son muchas las posibilidades que puede explorar el gobierno para hacer frente a este problema, son muy pocas las que tiene para salir a adelante un joven de nuestros barrios sin escuela y sin trabajo.
Sus posibilidades, yendo de lo más inmediato y fácil a lo más lejano y difícil, podríamos resumirlas a esto: delinquir, arriesgar la vida en el mar y, excepcionalmente, sobreponerse a todas las dificultades (ser pobre, residente de un barrio estigmatizado como problemático) y batallar y batallar para hacerse de una profesión u oficio o desarrollar alguna actividad empresarial. Sin apoyo familiar ni estatal, esto último requiere de una fuerza de carácter poco común, sobre todo entre jóvenes provenientes de familias desintegradas o hijos de una niña o adolescente que un macho abusador le dio la gana de preñar, consciente de que en este país eso no tiene consecuencias.
Las estadísticas refuerzan la veracidad de esta afirmación. De cada 100 embarazadas, 21 son niñas o adolescente. Es decir, niñas y adolescente que se ocuparán de “mantener”, “cuidar” y “educar” a otros niños. No me tomo la molestia de explicar por qué pongo estas palabras entre comillas.
Es obvio que no se puede reducir la delincuencia a una sola causa, pero si se prestara un poco de atención a lo antes señalado, y guardáramos a nuestros niños y adolescente por más tiempo en la escuela, siquiera para ensañarles la importancia de usar un condón, nos ahorraríamos una buena cantidad de delincuentes en nuestras calles.
Candela para los de abajo, impunidad para los de arriba
La agresividad con que actúa la policía contra el eslabón más débil de la delincuencia contrasta con la ausencia de golpes contundentes a los jerarcas del crimen organizado.
No estoy pidiendo, Dios me libre, que se actúe contra ellos con la misma brutalidad que se actúa contra los jóvenes de los barrios. Ningún ser humano merece eso. Por demás, mientras en este país no exista la pena de muerte, nadie debería tener el poder de decretar la muerte de otro. Y aún en el caso de que existiera, esa decisión debería reservarse a los tribunales, no a la policía.
Lo que sí me gustaría es que se pusieran en marcha acciones dirigidas a reunir las pruebas para traducir a estos sujetos a la justicia, y también comenzar a ver algunos de ellos entre rejas, previa confiscación de sus bienes malhabidos. Así soy de soñador…
No es justo que mientras los jóvenes de nuestros barrios caen abatidos en supuestos o reales enfrentamientos con la policía, y el simple ciudadano corra a diario el riesgo de encontrarse en el mal sitio y en el mal momento y ser acribillado a balazos, los cabecillas del tráfico de drogas, armas y personas que han hecho de este país un infirmo continúen paseándose impunemente por nuestras calles.
La mala elección del enemigo principal entierra el intento de reforma policial
La brutalidad policial aniquila toda posibilidad de reformar esa institución, al menos de llevar a cabo una reforma inspirada en el modelo de community policing (policía de proximidad), porque esto requiere una sustancial mejoría de las relaciones entre policía y ciudadanos, cosa imposible de lograr en medio de una cacería de supuestos o reales delincuentes, que tiene casi siempre como terreno de caza a los barrios populares.
En medio de esta batalla campal ¿a quién podría ocurrírsele organizar reuniones entre policía y vecinos de los barrios para establecer canales de comunicación y cooperación, atenuar temores, fortalecer relaciones…?
Un fuerte golpe a la democracia
Dar a la policía licencia para matar es renunciar a nuestra aspiración de ser un Estado de derecho, donde la fuerza pública debe estar sometida a las reglas del derecho.
Un Estado de derecho supone que los poderes públicos deben ejercer sus funciones apegados a un conjunto de normas jurídicas, lo que puede resumirse a la fórmula: nadie está por encima de la ley.
También supone que las reglas jurídicas están jerarquizadas de manera explícita. En la cima de esta jerarquía está la Constitución de la República, siguen las convenciones internacionales firmadas por el Estado, después las leyes y los reglamentos. Las decisiones administrativas que diariamente toman los órganos de la administración pública (la policía es uno de ellos) se sitúan en el último escalón de ese orden.
Si pensamos que en aras de enfrentar la delincuencia con mano dura debemos invertir ese orden, seamos claros, renunciamos a la pretensión de ser una democracia, fundada sobre un Estado de derecho y admitamos que pasamos a ser un Estado autoritario, donde la policía tiene licencia para matar. Pero eso sí, conformémonos con los turistas que tal vez nos lleguen de la Rusia de Putin, para solo citar una de las incontables catastróficas consecuencias.