[Versión española de Alex Ferreras: fragmento]

Jean Moreas.

Como sucede con todas las artes, la literatura evoluciona: una evolución cíclica con retornos estrictamente determinados y que se complican por los diversos cambios que el paso del tiempo y la confusión de círculos traen consigo. Estaría demás subrayar que toda nueva etapa progresiva del arte corresponde exactamente a la decadencia senil, y al final, ineludible, de la escuela inmediatamente anterior. Dos ejemplos bastarán: Ronsard triunfa sobre la impotencia de los últimos impresionistas de Marot, en tanto que el romanticismo despliega su bandera real sobre los clásicos escombros mal conservados por Cassimir Delavigne y Steven de Jouy. Esto se debe a que cualquier demostración de arte logra inevitablemente empobrecerse, agotándose; luego, de copia en copia, de imitación en imitación, lo que estaba lleno de savia y frescura se seca y se arruga; lo nuevo y lo improvisado se convierten en algo banal y vulgar.

Se esperaban unas pocas manifestaciones de arte, por tanto, necesarias, inevitables. La manifestación, por largo tiempo meditada, acaba de eclosionar. Y cada broma insignificante de la prensa de ojos joviales, todas las ansiedades de los críticos serios, cada mal humor del público sorprendido en su vergonzoso descuido, solo están provocando esta evolución real en las letras francesas cada vez más cada día, esta evolución que jueces impacientes han señalado que es, según una increíble antinomia, decadente. Sin embargo, la literatura decadente es principalmente dura, fibrosa, tímida y servil: todas las tragedias de Voltaire, por ejemplo, están marcadas por estos signos de decadencia. Y si algo hay que reprocharle, ¿qué podemos reprocharle a esta nueva escuela? El abuso de la pompa, la extrañeza de la metáfora, un nuevo vocabulario o la armonía van de la mano de los colores y las líneas: características de cualquier renacimiento.

De modo que el romanticismo, después de haber sonado todos los tumultuosos toques de la insurrección, después de haber tenido sus días de gloria y batalla, perdió su fuerza y ​​su gracia, abdicó de su heroico atrevimiento, se volvió pulcro, escéptico y lleno de sentido común. En el honorable y mezquino intento de los parnasianos, esperaba avivamientos falaces; luego, como un monarca caído en la infancia, se dejó finalmente destituir por el naturalismo al que solo podemos dar seriamente un valor de protesta, legítimo pero maligno, desacertado contra la suavidad de algunos novelistas de moda en ese momento.

Ya hemos propuesto el nombre de simbolismo como el único que sea capaz de indicar razonablemente las tendencias reales de la mente creativa del arte. Este nombre puede mantenerse.

Se decía al principio de este artículo que las novedades del arte ofrecen diferencias cíclicas extremadamente complicadas; por ejemplo, para rastrear el origen exacto de esta nueva escuela, deberíamos remontarnos a ciertos poemas de Alfred de Vigny, como también a algunos de Shakespeare, incluso a la poesía mística y hasta más allá de ella. Estos temas requerirían un volumen de reseñas, en el que se diga por lo tanto que Charles Baudelaire debe ser considerado el verdadero precursor del movimiento actual; el Sr. Stéphane Mallarmé subdivide el sentido del misterio y de lo inefable, y el Sr. Paul Verlaine rompió en su honor los crueles grilletes del verso que los prestigiosos dedos de M. Théodore de Banville habían relajado previamente. Sin embargo, el encanto Supremo no se ha consumido, una labor persistente y celosa convoca a los recién llegados.

Enemiga de la enseñanza, de la declamación, de la falsa sensibilidad, de la descripción objetiva, la poesía simbolista intenta vestir la Idea de una forma sensible que, sin embargo, no sería su único objetivo, sino que, además, aunque serviría para expresar la Idea en sí misma, seguiría siendo subjetiva. La Idea, a su vez, no debe verse privada de los suntuosos mantos de salón de extensas analogías; porque el carácter esencial del arte simbólico consiste en no acercarse nunca al núcleo concentrado de la Idea en sí. Entonces, en este arte, las imágenes de la naturaleza, las acciones de los seres humanos, todos los fenómenos concretos, no sabrían manifestarse; estos se presentan como la apariencia sensible destinada a representar su afinidad esotérica con las Ideas primordiales.

No debería sorprender la acusación de oscuridad que se ha hecho en lo que respecta a esta estética por parte de lectores intrascendentes. Pero, ¿qué se hace con esto? Las odas píticas de Píndaro, el Hamlet de Shakespeare, la Vita Nuova de Dante, el Segundo Fausto de Goethe, la Tentación de San Antonio de Flaubert, ¿no se les tildó también de ambigüedad?

Para la traducción precisa de su síntesis, es necesario que el simbolismo adopte un estilo arquetípico y complejo; de términos no contaminados, períodos que se preparan alternando con períodos de lapsos ondulantes, pleonasmos significativos, elipses misteriosos, anacoluto sobresaliente, cualquier excedente audaz y multiforme; finalmente, la buena lengua –instituida y actualizada–, la buena y exuberante y enérgica lengua francesa de antes de Vaugelas y Boileau-Despréaux, la lengua de François Rabelais y Philippe de Commines, Villon, Ruteboeuf y tantos otros escritores libres que lanzan su aguda lengua de la misma manera que los Toxotes de Tracia lanzaban sus flechas serpenteantes.

El ritmo: la métrica antigua animada; un caos sabiamente ordenado; la rima resplandeciente y batida como un escudo de oro y bronce, junto a la fluidez abstrusa; el alejandrino con cambios de marcha numerosos y móviles; el uso de ciertos números primos –siete, nueve, once, trece– audaces en las diversas combinaciones rítmicas de las que son el total.

Aquí les solicito permiso para que puedan asistir a mi pequeño INTERMEDIO extraído de un precioso libro: El Tratado de Poesía Francesa, donde Théodore de Banville, como el dado de Claros, hace crecer sin piedad, como el dios de Claros, monstruosas orejas de asno en la cabeza de muchos Midas.

(Versión original:

Comme tous les arts, la littérature évolue: évolution cyclique avec des retours strictement déterminés et qui se compliquent des diverses modifications apportées par la marche du temps et les bouleversements des milieux. Il serait superflu de faire observer que chaque nouvelle phase évolutive de l’art correspond exactement à la décrépitude sénile, à l’inéluctable fin de l’école immédiatement antérieure. Deux exemples suffiront: Ronsard triomphe de l’impuissance des derniers imitateurs de Marot, le romantisme éploie ses oriflammes sur les décombres classiques mal gardés par Casimir Delavigne et Étienne de Jouy. C’est que toute manifestation d’art arrive fatalement à s’appauvrir, à s’épuiser; alors, de copie en copie, d’imitation en imitation, ce qui fut plein de sève et de fraîcheur se dessèche et se recroqueville; ce qui fut le neuf et le spontané devient le poncif et le lieu commun.

Ainsi le romantisme, après avoir sonné tous les tumultueux tocsins de la révolte, après avoir eu ses jours de gloire et de bataille, perdit de sa force et de sa grâce, abdiqua ses audaces héroïques, se fit rangé, sceptique et plein de bon sens; dans l’honorable et mesquine tentative des Parnassiens, il espéra de fallacieux renouveaux, puis finalement, tel un monarque tombé en enfance, il se laissa déposer par le naturalisme auquel on ne peut accorder sérieusement qu’une valeur de protestation, légitime mais mal avisée, contre les fadeurs de quelques romanciers alors à la mode.

Une nouvelle manifestation d’art était donc attendue, nécessaire, inévitable. Cette manifestation, couvée depuis longtemps, vient d’éclore. Et toutes les anodines facéties des joyeux de la presse, toutes les inquiétudes des critiques graves, toute la mauvaise humeur du public surpris dans ses nonchalances moutonnières ne font qu’affirmer chaque jour davantage la vitalité de l’évolution actuelle dans les lettres françaises, cette évolution que des juges pressés notèrent, par une inexplicable antinomie, de décadence. Remarquez pourtant que les littératures décadentes se révèlent essentiellement coriaces, filandreuses, timorées et serviles: toutes les tragédies de Voltaire, par exemple, sont marquées de ces tavelures de décadence. Et que peut-on reprocher, que reproche-t-on à la nouvelle école? L’abus de la pompe, l’étrangeté de la métaphore, un vocabulaire neuf où les harmonies se combinent avec les couleurs et les lignes: caractéristiques de toute renaissance.

Nous avons déjà proposé la dénomination de symbolisme comme la seule capable de désigner raisonnablement la tendance actuelle de l’esprit créateur en art. Cette dénomination peut être maintenue.

Il a été dit au commencement de cet article que les évolutions d’art offrent un caractère cyclique extrêmement compliqué de divergences ainsi, pour suivre l’exacte filiation de la nouvelle école, il faudrait remonter jusqu’à certains poèmes d’Alfred de Vigny, jusques à Shakespeare, jusques aux mystiques, plus loin encore. Ces questions demanderaient un volume de commentaires; disons donc que Charles Baudelaire doit être considéré comme le véritable précurseur du mouvement actuel; M. Stéphane Mallarmé le lotit du sens du mystère et de l’ineffable; M. Paul Verlaine brisa en son honneur les cruelles entraves du vers que les doigts prestigieux de M. Théodore de Banville avaient assoupli auparavant. Cependant le Suprême enchantement n’est pas encore consommé un labeur opiniâtre et jaloux sollicite les nouveaux venus.

Ennemie de l’enseignement, la déclamation, la fausse sensibilité, la description objective, la poésie symbolique cherche à vêtir l’Idée d’une forme sensible qui, néanmoins, ne serait pas son but à elle-même, mais qui, tout en servant à exprimer l’Idée, demeurerait sujette. L’Idée, à son tour, ne doit point se laisser voir privée des somptueuses simarres des analogies extérieures; car le caractère essentiel de l’art symbolique consiste à ne jamais aller jusqu’à la conception de l’Idée en soi. Ainsi, dans cet art, les tableaux de la nature, les actions des humains, tous les phénomènes concrets ne sauraient se manifester eux-mêmes; ce sont là des apparences sensibles destinées à représenter leurs affinités ésotériques avec des Idées primordiales.

L’accusation d’obscurité lancée contre une telle esthétique par des lecteurs à bâtons rompus n’a rien qui puisse surprendre. Mais qu’y faire? Les Pythiques de Pindare, l'Hamlet de Shakespeare, la Vîta Nuova de Dante, le Second Faust de Goethe, la Tentation de Saint Antoine de Flaubert ne furent-ils pas aussi taxés d’ambiguïté?

Pour la traduction exacte de sa synthèse, il faut au Symbolisme un style archétype et complexe: d’impollués vocables, la période qui s’arcboute alternant avec la période aux défaillances ondulées, les pléonasmes significatifs, les mystérieuses ellipses, l’anacoluthe en suspens, tout trope hardi et multiforme; enfin la bonne langue -instaurée et modernisée-, la bonne et luxuriante et fringante langue française d’avant les Vaugelas et les Boileau-Despréaux, la langue de François Rabelais et de Philippe de Commines, de Villon, de Rutebeuf et de tant d’autres écrivains libres et dardant le terme du langage, tels des Toxotes de Thrace leurs flèches sinueuses.

Le rythme: l’ancienne métrique avivée; un désordre savamment ordonné; la rime illucescente et martelée comme un bouclier d’or et d’airain, auprès de la rime aux fluidités absconses; l’alexandrin à arrête multiples et mobiles; l’emploi de certains nombres premiers -sept, neuf, onze, treize-, résolus en les diverses combinaisons rythmiques dont ils sont les sommes.

Ici je demande la permission de vous faire assister à mon petit INTERMEDE tiré d’un précieux livre: Le Traité de Poésie Française, où M. Théodore de Banville fait pousser impitoyablement, tel le dieu de Claros, de monstrueuses oreilles d’âne sur la tête de maint Midas).