– ¡Jamás podrás decir de mí que no lo intenté! –me espetó con rapidez, como si yo le hubiera inyectado veneno. Su voz sonó igual que un disparo, airada y ronca, mientras me miraba de esa forma que no acepta turno de réplica. No había en sus ojos inflexión amable ni atisbo de duda que me hiciera pensar que allí se admitiera mi defensa. Mis palabras le habían ofendido profundamente. Lo supe en el mismo instante en el que las pronuncié, pero lo cierto es que ya no había vuelta atrás. Solo existe camino de regreso para las palabras nunca dichas, esas cuyo retorno a la nada ordenamos en el momento exacto. Sucede en esos casos una especie de epifanía. Una breve tregua. Unos pocos segundos de lucidez en los que vislumbramos que el silencio es prudente y necesario, pues sabes que de lo contrario estás irremediablemente perdida.  O tal vez no.

Creo recordar, si no me falla la memoria, que ni un solo momento de nuestra vida en común me permití aventurar la posibilidad de que yo pudiera dañarle de algún modo. Entre nosotros imaginarlo siquiera resultaba a todas luces impensable. Tal pronóstico nos hubiera hecho reír a carcajadas, no solo a él y a mí sino a todos cuantos nos conocían. Hubiera resultado tan ajeno a ambos, tan extraño a nuestro modo de vivir la relación que carecía de sentido incluso contemplarlo. -Que iluso en su certeza es siempre el ser humano, me dije interiormente. Salí por un momento de mi abstracción para buscar su mirada, pero no la encontré. Alfredo había girado sus pasos y tan solo llegué a ver su espalda, cuando se perdía en el rellano después de dar un rotundo y contundente portazo. Aquella brusquedad en él, , sinceramente,  tampoco hubiera podido imaginarla.

Me sentí de repente perdida, noqueada y sin saber qué hacer. Nunca había sucedido algo así entre nosotros. Dejé caer mi cuerpo ausente en el sofá mientras sentía cómo se esfumaba aquella aplastante seguridad atesorada por años. Hoy, precisamente hoy, hace tan solo unos minutos acababa de derribar el edificio, mostrando este en su estructura una evidencia distinta a la esperada. O más bien, para ser honesta con mi conciencia, ese tipo de evidencia que una alberga desde siempre oculta a todos y hasta a sí misma y a la que jamás se digna a conceder el más pequeño respiro.

-¡Lo has hecho, al fin lo has hecho! exclamé sorprendida en voz muy alta, tan alta que casi llegué a desconocer mi propio tono. Sonaba más aguda de lo habitual y con un punto de histeria. Me noté tensa y agitada, con la necesidad urgente de descargar una ira contenida y mucho tiempo acallada. Quería gritar, quería reír y llorar al mismo tiempo. Se me escaparon unas lágrimas y las ahuyente con un manotazo en el aire. -Ni se te ocurra, me grité. Respiré profundo buscando sosiego.  -Debo ser muy rigurosa en todo esto, me dije y no volver a engañarme como hago siempre. Lo hice casi desde que nos conocimos y lo seguí haciendo para no desairar públicamente mi estúpida vanidad y esa pomposa idea que vendíamos al mundo de ser la pareja perfecta. Al fin y al cabo, esta tarde ha venido a confirmar que, pese a todo, yo habría de terminar por abrir la espita tanto tiempo cerrada para dejar escapar mi dolor. Y ha sucedido ¡ya ves! así sin más. Contra toda lógica y sin que mediara intención ninguna por mi parte, acabo de hurgar viejas cicatrices y me pregunto si nada es lo que parece, ni siquiera para uno mismo.

El móvil sonó inoportuno en ese instante cortando mi línea de pensamiento. Miré de reojo la pantalla, no sé si deseando o no que fuera él, pero no lo era. No recordaba -después de todo cuanto había sucedido- que el día anterior había quedado con Lidia para ir al cine. Fingí una jaqueca incipiente, charlé unos minutos de naderías y colgué. Mi mente se quedó en blanco. Miré a mi alrededor. Contemplé con cariño nuestro hermoso salón, nuestros libros que se desparramaban por doquier a falta de espacio que lograra contener su avance. Fijé mi atención en un cuadro que habíamos adquirido, hacía mucho tiempo, en una galería pequeña que auspiciaba por aquel entonces a jóvenes artistas. Ahora ya está cerrada, recordé sin venir a cuento. Había muchos más cuadros por todas las paredes de la casa. Los dos adorábamos la pintura pero aquel, un cuadro modesto y sin ninguna pretensión, me gustaba más que ningún otro. No era nada especial ni siquiera cuando lo compramos, pero lo había elegido yo. Fue un amor a primera vista y siempre me gustó perderme en él. Mis pensamientos, volaron en ese momento hacia aquellos primeros años en común.

Nuestra historia no difiere en sus inicios de otras tantas. Coincidimos en la universidad. Él estudiaba Filosofía, yo Filología inglesa. Él cursaba tercero cuando yo comenzaba mi primer año. Nos unió una atracción incontrolable y una pasión idéntica por devorar libros y saborear el buen cine. Pasamos esos primeros años en común desmenuzando cada obra de nuestros autores favoritos o bien en la oscuridad de cuantas salas proyectaran películas de calidad. Éramos exigentes. Siempre lo fuimos. Ni uno ni otro, ávidos lectores e insaciables buscadores de buenas historias, nos unimos jamás a ningún grupo de estudiantes. Amábamos ser la nota discordante en el Campus, ir por libre, ser artífices de nuestro propio pensamiento sin que nada ni nadie nos impusiera criterio. Y así seguimos siempre. O al menos así siguió él, porque yo -para qué mentir- acabé siendo engullida por aquel enorme ego que acabaría por opacar todo mi firmamento. Culpa mía el no saber poner freno a su afán por controlar cuanto se interpusiera en su radio de acción.

Roberto ya era, en aquellos tiempos, una arrolladora máquina alimentada por un egoísmo tan feroz como infantil. Lo supe, podría asegurar, casi desde los primeros meses juntos, pero elegí disimular y consentir, dulcificar su impacto de cara a los demás. Muchas veces me he preguntado a lo largo de estos años como sucedió y sencillamente sé que no tengo excusa. Me joden las personas que no reconocen su propia culpa. Yo solita me metí en terreno cenagoso creyendo que haría de él tierra firme. Es raro que ocurra y en algunos casos imposible. Así que seguí a su lado, sin ni siquiera tener que fingir felicidad, a decir verdad he sido feliz. Replegada a un lugar de segunda, ignorados siempre mis deseos cuando de imponer los suyos se trataba y pese a ello hemos tenido una relación sólida y bien cimentada.

La felicidad tiene muchas caras y el rostro de la mía fue casi siempre tranquilo y apacible. Siempre le gustó mostrar su mejor perfil y sonreír abiertamente a cámara, aun con ese regusto amargo que acabó por crecerle dentro y hacerse océano de tormentoso oleaje. Mi felicidad a veces se ha dejado engañar, no la culpo por ello, pero lo de hoy no es fruto de un momento. Esta tarde mi iceberg flota airoso en agitadas aguas y sé que no hay retorno. Sinceramente ahora, en este mismo instante, a las nueve menos diez de esta noche de junio, me importa un carajo si Alfredo viene o va, si camina o no colérico por la calle decidiendo hasta dónde castigar mi ofensa y hacerme sentir culpable. Y no Alfredo, definitivamente no – le grite a la nada. Tu no hiciste lo que debías hacer, ni siquiera te molestaste en intentarlo.

Miré de nuevo la pared que tenía frente a mí. Me levanté decidida de este sofá que guarda mis formas después de tantos años y sin titubear un instante he descolgado mi cuadro. Caminé con él hasta la habitación, lo apoyé en una esquina para que no se volcara y abriendo de par en par las puertas del armario, he ido depositando sobre la cama un montón de prendas sin orden ninguno. Tomé la maleta más grande de todas las que tenemos y con calma las fui doblando una a una poblando su interior. He recogido todo lo necesario hasta llenarla y al fin, he colocado con cuidado la pintura en la parte superior antes de cerrarla. Me he dado unos minutos de respiro antes de echar un último y rápido vistazo a mi alrededor. Avancé por el pasillo sin volver la vista atrás. Dejé mi manojo de llaves y el llavero del cerdito sobre la mesa del recibidor. Di un golpe seco a la puerta cerrándola tras de mí y dirigiéndome al ascensor me he dicho a mí misma sin mostrar ningún temor – después de todo, mañana será otro día.