Hay pocas cosas que yo envidio en este mundo. Me declaro un esencialista consumado, es decir, me conformo con las cosas básicas para vivir de una manera normal, cómoda, sin excesos. Por eso no me produce el cuarto pecado capital llamado envidia el reloj de casi un millón de euros que lucía Rafael Nadal en el último torneo de Roland Garros. Con un modelo marca japonesa de solo treinta o cuarenta dólares que me dé la hora más o menos en punto me conformo, total unos segundos de más o de menos no me van a cambiar la vida ni me van a despedir del trabajo por llegarlos tardes.

Tampoco deseo esos yates de enormes esloras y calados que lucen los magnates exhibiendo bellas estrellas de cine en puertos sofisticados, con un cálido baño junto a mi mujer en una linda y cálida playa como las dominicanas me es más que suficiente pues lo disfruto a plenitud.

Pero tengo que confesar para mi vergüenza externa e interna que una de esas pocas cosas que envidio y mucho, mucho, mucho, son los señores poetas ¡esos malditos poetas! Sí, los maldigo, lo confieso, no por maldecir sus personas sino por pura envidia, porque yo no puedo ser como ellos. Y cuanto mejores son, más mi piel se torna verde, amarilla o transparente por la falta o el exceso de sangre y oxígeno al leer sus versos, sus odas, sus textos.

Cómo pueden tener esos bandidos del arte tanta sensibilidad en sus interiores o a flor de piel, cómo pueden estremecer almas y cuerpos hasta el éxtasis con unas cuantas letras pegadas unas a otras, cómo pueden decir tantas cosas mezclando sentimientos, literatura y filosofía en apenas en un par de líneas y que a los no poetas nos podría llevar toda la existencia tratándolas de explicar y aun así no lo lograríamos.

No hay derecho a que unos tengan tanto y otros tan poco o nada, la naturaleza es una vez más injusta. Ahí están esos monstruos del verso, Neruda con sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada, César Vallejo con sus Heraldos Negros, Federico García Lorca y su Romancero Gitano, Rubén Darío y sus 12 poemas emblemáticos, Antonio Machado y su Caminante no hay camino, Mario Benedetti y su Te quiero, Gabriela Mistral y su Yo canto lo que tú amabas y tantos otros situados con todas justicias en las galaxias de las bellezas siderales.

Pero también hay otros más cercanos, más nuestros, Manuel del Cabral, Fabio Fiallo, Salomé Ureña, Pedro Mir, Julia Álvarez, y muchos más que amasan y hornean versos con harinas de sentimientos y deseos quisqueyanos y caribeños.

O los que tenemos en las órbitas de la amistad cercana, ahí está un Efraím Castillo que te siembra a cada rato unas poesías que tanto te quitan el hipo como encienden la libido, o las de Ramón Saba que te entusiasman e inspiran, o las de Juan Freddy Armando que traspasan hígados páncreas y corazones, las de Raúl Bartolomé que te sorprenden y empequeñecen, y las de otros muchos que no caben en estas cortas líneas.

Bueno, ya está bien de revelar mis sentimientos y frustraciones artísticas. Cada uno debe arroparse con la sabana que le han asignado, dicen, pero en este pedazo de ella no me resigno. En esta vida no me ha tocado ser poeta, pero en la próxima, si la hay, la naturaleza y yo nos vamos a ver las caras ¡ya saben a qué me refiero! Poetas, poetas ¡Malditos poetas!