Aunque estemos (como estamos) sumergidos en las aguas negras de la violencia doméstica, los problemas económicos y la inseguridad ciudadana, no deberíamos soterrar en el subsuelo de nuestros intereses la formación y observación constante en los usos de la lengua, a riesgo de caer en el oscurantismo –más denso que la oscuridad característica de un apagón eléctrico–, y empezar a maldecir y lanzar imprecaciones apocalípticas contra el gobierno de turno. Ahora se me ocurre escribir sobre lo bueno que es decir malas palabras y blasfemar con fe, maldecir con elegancia.

Me apoyo para esto en las preguntas que se formula el escritor argentino Roberto Fontanarrosa: ¿por qué son malas las malas palabras?, ¿quién las define como tales?, ¿quién y por qué?, ¿quién dice qué tienen de malo algunas palabras?, ¿será que acaso las malas palabras abusan de las buenas, las patean, las empujan?, ¿son malas porque son de mala calidad, es decir, que cuando uno las pronuncia se deterioran?  ¿o son malas palabras aquellas que, cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral? Espero que mis “hipócritas lectores” y yo podamos responder a tanto cuestionamiento, si no por intermedio de este artículo, al menos mínimamente después de abandonarlo seguir reflexionando cómo es eso de que cosas tan abstractas como las palabras –cosas compuestas de sonidos y caracteres, no de puños para golpear–, puedan ser buenas o malas.

Para mí que las palabras no son buenas. Para mí, las palabras tampoco pueden ser malas. Malas o buenas podrían ser las personas que las utilizan, frecuentemente para ofender, maltratar, denigrar, destruir o difamar. ¡Tantas veces es un otro quien se abroga el derecho de calificar de “malas” nuestras palabras, con el avieso propósito de silenciarnos! Lo hacen las dictaduras, lo hacen los otros poetas, igual de fácticos al competir contigo. Lo cierto es que decir malas palabras (y deseo hoy lucir intencionalmente didáctico) es algo muy distinto a ser soez, “pronunciar palabras obscenas”, gruesas groserías.

Wittgenstein solía repetir que el significado de las palabras está determinado por el uso que les demos. Las cosas y los hechos que refieren las palabras casi siempre son múltiples, producen más de un sentido. Por ejemplo, una “mesa redonda” no es únicamente una superficie material plana de forma circular, sino además una reunión en la que se tratan o negocian determinados asuntos (lo cual tiene muy poco de material y sí mucho de concepto y abstracción).

Por otro lado, es evidente ya para cualquiera que calificativos como “terrorista” o “delincuente” aplican a personas muy distintas, vistas desde ciertos ángulos. Dependerá de quién haga el señalamiento y la calificación (o descalificación, porque se trata también de eso). Hace pocos años vimos cómo un condenado por tráfico ilícito de drogas llamaba ladrón a quien siendo presidente lo atrapó “con las manos en la pasta”, así como si tal cosa, como si pudiera haber niveles y grados en los actos delictivos. “Si Julian Assange es un terrorista, entonces Biden es un dictador”, según un titular de El País el pasado diciembre. De modo que son el contexto, el instante y el sujeto los que otorgan el verdadero sentido a lo expresado.

Lo cierto es que si uno intenta conocer todo lo posible a fondo su lengua materna llegará a entender que la maldad o la bondad de las palabras son relativas y, en consecuencia, podría uno reconocer cuándo está siendo manipulado, así como podrá entenderse con el otro que es distinto a uno, pero que sin dudas hace que uno sea lo que es.

Stephane Mallarmé invitaba a “purificar las palabras de la tribu [lo cual] consiste en ‘mirar’ más allá de lo que ellas directamente dicen; no detenerse en la realidad a la que, de entrada, nos remiten”. El dominio de la lengua es esencial para entender nuestro entorno, para entendernos nosotros, para entendernos entre todos. No se trata sólo de comunicación y expresión: ello implica  comprensión. Y comprender arrastra a su vez la posibilidad de cambiar las cosas, o transformarlas y reconducirlas.

Antes de la muerte del Mesías, ser crucificado era una de las torturas más bajas y denigrantes que se pudieran aplicar como castigo. A Jesús de Nazareth lo flanqueaban dos ladrones en el monte Calvario, hecho más que revelador del peso de su infracción. Lo que ha pasado empero desde entonces, y más de dos mil años después, es que la cruz de la Cristiandad se convirtió en uno de los símbolos más puros para millones de seres humanos. Como se ve, es posible transformar una mala palabra (crucifixión) en un ícono de bondad divina (la cruz). Y también lo contrario, como el objeto romano llamado fascio, el cual significaba la fuerza que da la unión, y acabó por darle nombre a la ideología del fascismo.

En su libro autobiográfico La heredad y las palabras (Hiperión, Madrid, 1998) el poeta galo Claude Esteban –hijo de español y francesa–, narra las dificultades que padeció durante su formación escolar en París, por ser un niño bilingüe. Sus condiscípulos consideraban una anomalía la peculiaridad de que él pudiera hablar en dos idiomas, y hasta mezclarlos sin querer en ocasiones. Aquello lo singularizaba, lo hacía distinto. He ahí una prueba de cómo “diferente” podría resultar una mala palabra. El niño que él era sabía que “al hablar español uno experimenta, casi materialmente, la sensación de tener como un pedazo de realidad en la boca” frente a la elasticidad abstracta del francés, por eso no abandonaba ninguno de los dos, y apelaba a ambos, aunque pareciera “freak”.  Y eso hizo de Claude Esteban un gran poeta. Nuestra sociedad (iba a escribir zoociedad, pero se me desarmaría el muñeco teórico) demanda que perdamos el miedo a ser distintos. “Diferencia” puede y debe dejar de ser una mala palabra, empezando por el acoso verbal en las escuelas. Ese “nerd” de la clase bien puede acabar siendo un individuo relevante.

Aparte de esto, hay palabras que otros son quienes dicen que son malas. Verbigracia –gracia del verbo–, el adjetivo “negro”. Una de las experiencias más asombrosas durante mi extenso exilio norteamericano ha sido atestiguar la carga contradictoria de la palabra nigger, variación de “negro” en inglés. En el ámbito afroamericano un nigger es el nigger de otro nigger, es su hermano, pues, su pana. Pero que alguien de otra raza ose llamar nigger a un negro podría desencadenar una conflagración de consecuencias inauditas, ya que dicho vocablo tiene un sentido altamente peyorativo y ofensivo. Entre nosotros también llamar “mi negro, mi negra” a alguien querido implica afecto profundo, opuesto a cuando lo aplicamos a nuestro otro por antonomasia, el ciudadano del país vecino. Nuevamente, la calidad de mala o buena en una palabra depende de algo más.

“Hambre” es una palabra bastante buena para el agiotista, para el que vende los alimentos a sobreprecio, para el productor que los elabora sin la cantidad proteínica adecuada, puesto que los enriquece. “Hambre” es una buena palabra para el político que busca nuestro voto prometiendo acabar con ella, aunque haya sido su generador. ¿Y por qué razón habría que acabarla? Porque, por el otro extremo, la palabra “hambre” es tan mala palabra que designa una de las mayores desgracias de la humanidad. Hay que pronunciar lo más alto que uno pueda la mala palabra “hambre”: el mundo la padece, y le deber ser saciada.

Otra mala palabra bastante buena es “atrevimiento”. El atrevido deja de ser el que falta el respeto a sus mayores, para pasar a ser “el que se atreve”. Hay que atreverse siempre a cambiar la realidad de nuestras circunstancias, oficios, profesiones, hábitos. Hay que atreverse a escapar de las relaciones tóxicas y del macho abusador. Hay que atreverse a apoderarse del habla y la plaza públicas, protestar, exigir, demandar, vociferar por altavoces, hasta que reduzcan la tarifa de la luz y condenen a los corruptos o hasta hacer de los discursos dominantes las palabras de la tribu. Atreverse a decir malapalabras al estilo del poeta Román Luján:

Sánafabich

se dice tamal, no t’mali

se dice Colombia, no Columbia

se dice cañón, no canon

se dice Salma, no Selma

se dice Román, no Ramán, no Ramoun, no Romiu

se dice Sacramento, no Sacrmeno

se dice chipotle, no chipote, no chipole

se dice guacamole, no guac, chingada madre

se dice Chile, no chili

se dice Tijuana, no Tiawana

se dice quesadillas, no cuesadiles

se dice dulce de leche, no dolchi di letchi

se dice mole, no mouli

se dice Juárez, no Warés

se dice chorizo, no churitzou

se dice mojito, no mojirou

se dice peyote, no peiori, pendejou

se dice empanada, no impañara

se dice Bolaño, no B’lano

se dice jalapeño, no halapino

se dice García Márquez, no Marqués

se dice enchilada, no onchilara

se dice Juan, no Wan

se dice habanero, no habañerou

se dice Estados Unidos.

De manera que, si malas palabras son aquellas cargadas de significados que irritan y descabezan al poder codicioso y al capital caníbal; que desnudan a xenófobos, homófobos, misóginos y pederastas; que transforman el lenguaje cotidiano en poesía… entonces me comprometo a decir malas palabras constantemente, en voz alta y por escrito.