Málaga

Uno de los poemas más memorables de Vicente Aleixandre se titula Ciudad del Paraíso y es dedicado a Málaga. El premio nobel vivió algunos años de su juventud en Málaga.

 

Pero tú duras, nunca desciendes, y el mar suspira

o brama por ti, ciudad de mis días alegres,

ciudad madre y blanquísima donde viví y recuerdo,

angélica ciudad que, más alta que el mar, presides sus espumas.

 

Si uno se lleva de estrofas como la anterior intuye que para el poeta fueron años provechosos e inspiradores. Hace poco, los malagueños les solicitaron a las autoridades que se colocara el poema de 39 versos en una placa donde los peatones pudieran leerlo. Ciudad del Paraíso fue serigrafiado sobre unos paneles de madera y colocado estratégicamente en la travesía Pintor Nogales, detrás del Palacio de la Aduana, una zona frecuentada por turistas. Al principio se exhibió con unas faltas ortográficas que fueron denunciadas por la Asociación Amigos de Vicente Aleixandre. Habían puesto “suspendida del tiempo” en vez de “suspendida en el tiempo” y debía decir “bajo la luna eterna” no “bajo la lucha eterna”. Las autoridades retiraron la obra y la volvieron a colocar luego de corregir los errores.

Una tarde que paseábamos por el puerto de Málaga, bajo la ola de calor que seguía haciendo estragos en España, Jorge Villalobos, –poeta oriundo de esta ciudad andaluza– me contó toda la polémica y me llevó a ver el poema. Lo leí varias veces en busca de erratas. Al notar la atención que yo le prestaba al poema se acercó un canoso que golpeó varias veces con su bastón la instalación y que aseguró que el texto no había sido escrito para Málaga.

—Pero lo dice en la dedicatoria —le dijo Jorge.

—No sabes de qué hablas, chaval.

—En todas las antologías de Vicente Aleixandre —insistió Jorge— aparece Ciudad del Paraíso con la dedicatoria “a mi ciudad Málaga”. Créame, yo sé de eso, soy poeta.

El canoso lo miró con suspicacia y luego reanudó sus ataques. Al vernos marchar nos espetó que los poetas son una plaga. Unos metros más allá, a pies de la Alcazaba, en la calle Alcazabilla, están las ruinas del teatro romano. Comparé este con el teatro romano de Cartagena. En esas estaba cuando el canoso se aproximó de nuevo a despotricar. Ya había superado lo de Vicente de Aleixandre y su nuevo objeto de odio eran las ruinas.

—Esos arqueólogos no son más que unos frangollones.

No queríamos otra tanda del canoso. Así que echamos a andar, cruzamos un par de calles y llegamos a la plaza de la Merced. Frente a la plaza está situada la casa donde en 1881 nació Pablo Picasso y que hoy aloja la Fundación Picasso Museo Casa Natal. De hecho, en la plaza hay una estatua de tamaño natural del pintor, sentado en un banco de mármol, con un cuaderno de bocetos y un lápiz en una mano. Cuando niño el futuro genio se sentaba ahí a pintar las palomas. Nos sentamos un buen rato a mirar las tataranietas de esas palomas pintadas por Picasso. De vez en cuando, yo chequeaba a la izquierda y a la derecha, no fuera a ser que se apareciera el canoso cascarrabias y empezara a decir que el autor de Guernica no nació en Málaga.

Estatua Picasso, Plaza Merced

A la mañana siguiente, fuimos al museo Picasso Málaga, ubicado en el Palacio de Buena Vista. El museo exhibe 285 obras suyas. La cifra me hizo recordar algo que anota Andy Warhol en sus diarios. En una ocasión a este le cuentan que el catálogo de Picasso incluye unas veinte mil piezas de arte. A Warhol se le metió en la cabeza la idea de batir el récord de Picasso en un fin de semana. Claro está, no lo logra. Ante su derrota, escribe en la próxima entrada de su diario que Picasso era realmente un genio.

El museo resulta atractivo tanto para los neófitos de Picasso como para quienes se especializan en su obra. La exposición permanente propone un recorrido cronológico que hace hincapié en sus etapas más famosas –la azul, la rosa, la cubista, la surrealista, la expresionista, la neoclasicista–, pero también resalta el periodo Vallauris, en que se dedicó a diseñar platos y cerámicas durante su retiro en la Costa Azul.  El retrato de Lola es una de sus primeras pinturas. Picasso la empezó en Málaga en su niñez y terminó en la Coruña donde se mudó junto a su familia. Es un cuadro prematuro, firmado por Pablo Ruiz, quien aún no se atrevía a firmar como Picasso.

En la primera planta del museo tenían la exposición del fotógrafo argentino Roberto Otero que fue muy amigo del genio malagueño. De ahí caminamos a la tienda, donde compré algunas postales: Jacqueline sentada, Bodegón con Minotauro y paleta, Desnudo acostado con gato, Mujer con sombrero y Busto de hombre. Tuve que hacer una larga fila ya que por el museo corría un río de turistas. No fue algo exclusivo de los museos dedicados a Picasso. Los otros museos –el Carmen Thyssen, el Centre Pompidou, el Centro de Arte Contemporáneo, la Colección del Museo Ruso, San Petersburgo Málaga– eran afluentes del mismo río de turistas que corría en la calle Larios hasta desembocar en el puerto.

En El Pimpi, donde durante varias años la poeta Gloria Fuertes organizó una tertulia, había un lago de turistas que intimidaba a cualquiera a poner un pie dentro. Sin embargo, en las librerías apenas había uno que otro charquito de turistas que a medida que pasaba el día se secaban. Me gustó la librería Ancora situada en la Plaza Uncibay y que fue fundada en 1973. El librero es un apasionado de los cuentos y recomienda los libros con tanto rigor y respeto como si les hubiese escrito las contratapas. A mí me recomendó uno que cuenta la historia de la desaparición de una escultura de 38 toneladas perteneciente al artista Richard Serra y que estuvo expuesta en el Museo Reina Sofía. Jorge le comentó que yo había estado en Cartagena a propósito de La Mar de las Músicas y el librero me contó que solía ir mucho de niño, ya que sus padres eran naturistas y vacacionaban en El Portús.

—Con esta calor lo ideal sería estar allá y pasarse el día en bolas.

Un tarde salimos en moto. Noté que hay muchas en Málaga, no tanto como en Santo Domingo, pero vi muchos jóvenes en ellas, sobre todo mujeres. Jorge y su pareja Raquel Conejo tienen una. Recientemente celebraron su aniversario y Jorge le regaló a Raquel un casco motomami y las boletas del concierto de Rosalía.

—Yo no suelo seguir a los artistas —me dijo Raquel—, pero con ella es otra cosa. Es una fuerza de la naturaleza, un fenómeno que como el cometa Halley suele aparecer cada cien años.

Le conté lo que les sucedió a unas amigas dominicanas que residen en Madrid y quienes viajaron a Valencia para asistir al concierto de Rosalía. De hecho, hasta llegaron tarde al concierto y no les tocaron buenos puestos. Sin embargo, al día siguiente fueron a comer paella a un restaurante pijo de Valencia y se toparon en la entrada con Rosalía, quien compartió con ellas y hasta accedió a que le tomaran fotos y grabaran un video. Le mostré a Raquel el video y esta quedó impresionada.

—No sé cómo reaccionaría si me pasa algo así.

Pero bueno, volviendo a la moto. A Jorge se le ocurrió el paseo porque quería llevarme a comer espeto, uno de los típicos platos malagueños. Así que enfilamos hacia una playa y nos sentamos en uno de los chiringuitos. No hubiera pensado que, sentado ahí, en una silla de plástico, acosado por las moscas y rodeado de malagueños con las manos sucias de comida, disfrutaría de uno de los banquetes más memorables de este viaje.

Ya le había cogido cariño a la comida malagueña. Fui, por ejemplo, al Cortijo de Pepe, una taberna típica malagueña, que fue fundada en 1972 por el abuelo de mi amigo Jorge. Ahí comimos un surtido de tapas –chorizo a la brasa, porras, gambas, keftas, pipirranas–, acompañadas de unos vinitos moscatel y unas cervecitas. Sin embargo, lo del chiringuito en el paseo marítimo no tiene parangón. Ordenamos boquerones al limón, almejas, calamares y espeto.

—¿Pedimos más espeto?  —le pregunté a Jorge.

—No ni ná.

—¿Cómo?

—Que sí, hermano.

Jorge señaló una brasa en forma de embarcación que había en la arena. Me explicó que ahí se clavan las sardinas en cañas y se cocinan en las brasas.

Esa forma de cocinarlas aparentemente viene de los fenicios, que fundaron la ciudad alrededor del año 800 a. C. De hecho, el nombre original fenicio “Malaka” significa lonja de pescado salado. Tras los fenicios, vendrían los griegos, luego la ciudad formaría parte del imperio romano y de ahí pasaría a los germanos, a los bizantinos y a los árabes. Estos últimos dominaron la ciudad desde el 743 al 1487, y su presencia se siente en cada rincón de la urbe, sobre todo en la Alcazaba, una fortaleza árabe situada en el Monte Gibralfaro que ofrece una panorámica impresionante del puerto, de la plaza de toros y de la catedral a la que los malagueños se refieren como La Manquita, ya que solo una de sus torres está completamente finalizada y la otra a medio construir.

Ahora bien, a pesar de toda esta belleza que cautivó en su tiempo a Vicente Aleixandre, debo señalar que lo mejor de Málaga es su gente. Bueno, quizá no deba generalizar, que ya vieron cómo nos trató el canoso de bastón. Pero los malagueños que más traté, el librero de Áncora, Raquel y Jorge, son realmente generosos. El librero me hizo un buen descuento y se interesó en adquirir mis libros para venderlos. A pesar de que era la primera vez que compartíamos, Raquel fue muy amable y me hizo sentir en casa. A Jorge lo conocí en Madrid hace ya cuatro años y desde entonces nos hemos hecho grandes amigos. Cuando le comenté que iba a Cartagena me pidió que pasase por Málaga. Así que inmediatamente terminó mi estadía en Cartagena entré a internet para adquirir un boleto de tren o, en última instancia, de bus. Ahí me percaté de que esos medios tradicionales de transporte no hacían el trayecto Cartagena-Málaga. Para llegar en tren o en bus tendría que subir a Madrid y de ahí bajar de nuevo hasta Málaga. Cuando pregunté en Cartagena varias personas me sugirieron la aplicación Blablablacar a través de la cual se pueden localizar personas que realizan viajes a distintos puntos de España, que te llevan de pasajero y que comparten contigo los costos de gasolina y de peaje. Sin embargo, un amigo dominicano residente en España me dijo que no lo hiciera, que había sufrido una mala experiencia con el servicio.

—¿Qué te pasó?

—Prefiero no contarte.

—¿Por qué?

—Para que no lo incluyas en una de tus crónicas.

Al hablar con Jorge al respecto, este me respondió con el entusiasmo que lo caracteriza, que iría a buscarme en su carro a Cartagena.

—Ah no, eso es un abuso.

A pesar de mis negativas, Jorge se impuso con su buena onda, viajó las cuatro horas que separan a Málaga de Cartagena, me recogió y juntos emprendimos el largo viaje a través de una Andalucía de montes pelados y de campos de olivos que parecía sacada de un poema de Machado.

Mi última noche en Málaga, Jorge sugirió que fuésemos a ver a una cantante a La Polivalente, un espacio cultural multidisciplinario ubicado en el barrio Lagunillas. Me entusiasmaba mucho la idea, ya que quería conocer un poco de la musical local contemporánea, pero cuando pusimos un pie en el sitio nos llevamos la sorpresa de que no se trataba de una artista malagueña sino de una rubia estadounidense que acompañada de un guitarrista y de un percusionista que tocaba el cajón, interpretó un repertorio de desabridas canciones norteamericanas. Tal vez lo más interesante fue una malagueña sesentona que supusimos era la agente de la cantante, que aplaudía a todo dar, que voceaba “toma que toma” y que en medio de una canción inició un Facebook Live y se desplazó por todo el bar en busca del mejor ángulo, tapándonos la vista, acercándose a los músicos y pegándole el celular tan cerca de las caras que los desconcentraba.

A la sexta canción nos marchamos. En el trayecto les pregunté a mis anfitriones que a dónde querían ir. Deseaba invitarles a cenar en cualquier restaurante tradicional, pero ellos no estaban interesados en la gastronomía española, preferían comida tailandesa o japonesa. Nos decantamos por la última y fuimos a un japonés muy bonito donde pedimos unos ramen.

Para bajar la comida paseamos un ratito por el centro que a esa hora estaba desierto. Leí un escrito en la pared que decía “Málaga, martini del mar”. Me detuve para comprobar que lo había leído bien. Debajo de la frase estaba el nombre de su autor, el poeta malagueño Rafael Pérez Estrada. Me paré ahí unos segundos con la intención de captar mejor el texto y tuve la ligera sensación de que se me acercaba alguien, tal vez el canoso con bastón que venía a censurar la ingeniosa frase, pero al darme la vuelta no había nadie. Así que reanudé la marcha y aceleré el paso para alcanzar a mis amigos malagueños.