El mundo pasa por un proceso que los filósofos denominan un cambio epocal, y que cualquier sociólogo lo podría ver decididamente marcado por sus símbolos culturales.
Grandes manifestaciones irrumpen en los entramados de los grupos que pertenecen a distintas organizaciones y estructuras sociales.
La sociedad avanza hacia una nueva definición de sí misma y ya no se la ve como una realidad conceptualmente delimitada o clara, sino que muy por el contrario está abrazada por una dynamis que la traslada a otras re-comprensiones desde la cual se entiende.
Así presenciamos el fenómeno de los avances tecnológicos, y su impacto en las ciencias de la vida y su dominio comunicacional; las migraciones, la multiculturalidad, el sincretismo religioso, nuevas espiritualidades, la preocupación ecológica, las nuevas tipologías de familias, la agenda gender, la mediación monetaria como articulación entre las naciones, la decadencia política, los integrismos religiosos e ideológicos, junto con nuevas visiones y definiciones de los estados-nación, además de unas constelaciones de subculturas que avivan la vida desde distintas expresiones de lo humano que van desde la música y las preocupaciones estéticas, pasando por las ciencias, la industria del entretenimiento, las posturas seculares, la sensibilidad por la justicia, hasta el amor por los animales y los nuevos patrones de alimentación.
Un panorama ciertamente electrizante, conmovedor, retador y sobre todo muy promisorio.
En Aparecida el Papa Benedicto XVI, quince años atrás, vislumbraba esta realidad como un tiempo desafiante del ser de la Iglesia en el mundo. Los obispos de Latinoamérica y El Caribe entendieron perfectamente todo esto como una clave cultural sobre la que descansa y se moviliza la humanidad.
Ícono cultural
Es imposible separar al maestro de la enseñanza, y hoy esta realidad encuentra en el Papa Francisco un interlocutor sabio y prudente, que como decía Jesús todo escriba docto en el Reino de los cielos, es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas (Mt 13,52). La enseñanza del Vicario de Cristo, sentado en la Silla de Pedro, es una luz provechosa y sabia que ilumina el caminar cristiano de hoy desde la sencillez desconcertante del Evangelio.
No hay complejos ni miedos en sus enseñanzas, hay intrepidez, una vivacidad apasionante y sagaz, una astucia evangélica que permite hablar con todos y con todas acerca de todo, sin dejar por fuera nada que se estime valioso o relevante. La propuesta de una Iglesia en salida en camino sinodal es meridianamente un signo incontrovertible del impulso pneumatológico que recibe hoy la Iglesia, desafiada a salir de sus seguridades para ganar a todos (1Co 9,22).
El arrojo y la entereza de su humilde presencia, que no persigue mayor grandeza que la ganar amigos y construir la fraternidad universal de todos los hombres, y a cuenta de tejer redes solidarias de corresponsabilidad que ayuden a cuidar la casa común y tomar partido en favor de los descartados de este mundo y de los débiles, los niños por nacer, los infantes y los ancianos, lo ponen como una de las figuras más trascendentales de este momento histórico.
Me atrevo a decir que es Francisco un ícono cultural, acreditado por sus enseñanzas y testimonio personal.