1. ONOMATURGIA. Propongo aquí llamar onomaturgia (del gr. onoma: nombre, y ergon: acción, trabajo) a esa variedad de la magia que consiste en asociarles algún tipo de poder a los nombres (a todos los nombres y no solamente a los de las personas). A partir de este neologismo, propongo asumir por un momento (con mucha prudencia, eso sí, a fin de evitar que los fantasmas de Barthes y de Todorov comiencen a dar tumbos en sus respectivas tumbas) una saramágica (de Saramago) y franca relación de identidad entre los términos de persona y personaje a partir de la observación de algunos aspectos del funcionamiento sociocultural de las marcas de la designación tanto en algunos textos narrativos como en ciertos discursos identitarios posmodernos.
En efecto, como no tarda en descubrirlo cualquier troll contemporáneo desde que comienza a retozar en las redes sociales, los nombres poseen un enorme poder destructivo, sobre todo cuando quienes los emplean son capaces de conectar con los puntos neurálgicos del deseo ajeno. Y la capacidad de realizar ese tipo de conexiones constituye precisamente uno de los aspectos principales de eso que desde la antigüedad se conoce como magia: el poder de manipular, distorsionándola, la percepción de lo real que tenemos las personas.
Sólo de ese modo, es decir, desprovistos, aunque sea de manera momentánea, de esa especie de “protección” que nos brinda la metafísica hermenéutica de tipo fenomenológico subyacente tanto detrás de los procedimientos analíticos de tipo semiótico (Greimas, Barthes, Bremond, etc.) como de muchos de los abordajes de los textos narrativos practicados por algunos analistas del discurso como Dominique Maingueneau, Patrick Charaudeau, etc., nos será posible ejercitarnos en esa especie de caída ascendente que es la lectura de los relatos, poemas, canciones, etc. como si aquello que se cuenta en ese tipo de textos comúnmente catalogados como ficciones tuviese algún tipo de conexión en el plano de la vida corriente, esto es, como si se tratara de textos verdaderamente históricos, de manera inversamente parecida a la propuesta de algunos autores como E.H. Carr y Hyden White de leer el discurso de la historia como si se tratara de una ficción.
Y ya que he empleado el término ficción, no está de más recordar la deuda que el mismo tiene con el pensamiento mágico, lo cual, como se sabe, bastó durante siglos para justificar el rechazo de la poesía y de todas aquellas formas discursivas que se apartaran demasiado del modelo de la mimesis, considerado canónico entre los griegos del período helénico. ¿Cómo podría ser de otro modo si culturalmente tanto la idea de la imaginación como el sentido de lo imaginario permanecen asociados a la magia?
Por la vía de esta asociación, la imaginación ha quedado estigmatizada desde Platón como la más baja facultad del ser humano, puesto que, como quedó dicho en La República, nuestras imágenes mentales no son más que simples “copias de copias”, ya que se trata de vulgares imitaciones del mundo sensible, el cual es, a su vez, una copia del eidos, o mundo de las ideas. Fue de ese modo como quedó configurado el dualismo que opone lo real a lo imaginario como un calco de esa otra oposición que enfrenta el ser al no-ser, respecto a la cual, el desprecio contemporáneo por las metáforas es menos una reminiscencia que una actualización (upgrade).
Prueba de que la imaginación continúa siendo asociada a la magia en nuestra época y en todas las lenguas occidentales es la costumbre de llamar “creativos” a quienes simplemente no vacilan en aparecer como seres capaces de imaginar sobre la escena sociocultural. De la misma manera, la costumbre de separar aquello que se considera “imaginario” de eso que se tiene por “real” se encuentra en el origen tanto de una gran cantidad de prejuicios como de una serie de prácticas de tipo exclusión-inclusión. Y tanto peor para aquellos que se arrogan el derecho de imaginar en primera persona, esto es, poetas, visionarios, locos, conspiranoicos, delirantes o “profetas”, pues a estos les corresponderá caminar descalzos sobre esa variedad de campo minado y alambrado a la que se conoce como el “mundo real”.
A estas alturas, por supuesto, todo el mundo debería saber que ha sido en y por la literatura, o sea, gracias a la literatura, a causa de la literatura e incluso a pesar de la literatura como la creencia colectiva en la magia ha logrado mantenerse más o menos vigente en todos los países occidentales incluso en nuestra época relativista, como lo prueba la avalancha de emprendimientos, individuales o no, que se valen de las actuales redes sociales para impulsar campañas publicitarias a través de las cuales se promocionan distintos tipos de “servicios” de adivinación, quiromancia, oniromancia, numerología, lectura de cartas, de tazas, del tarot, etc.
De hecho, sabemos distinguir los seres imaginarios de los reales gracias a que de los primeros no poseemos más que sus nombres (sirena, galipote, bacá, Yemayá, Odín, etc.), a los cuales se les asocian culturalmente distintos tipos de atributos, mientras que de los segundos disponemos de una serie de datos sensoriales más o menos variables según las épocas. En ese sentido, resulta fácil de comprender que, más que con los rituales de cambio de nombre de ciertas culturas orientales, la actual moda de los avatares se relaciona con los nuevos hábitos de reinvención imaginaria de los cuerpos, y que esta última es a su vez una forma de magia tal como la definía Giordano Bruno, esto es, como una “vinculación” (cf. Bruno, G., 2007).
El papel de los nombres en esta reinvención es crucial. Como se sabe, es la marca de designación personal, ya se trate de un nombre, un alias, un apodo o un hipocorístico, la que desempeña metonímicamente el papel de asiento del alma. Por eso, como decía Sartre en Lo imaginario, me basta con pensar en Mónica (el pensaba en Pierre y yo en Mónica, por supuesto) para ver a Mónica, y si al leer una novela nos encontramos con el nombre Raskolnikov, nos resulta imposible no asociar ese nombre con los de Rodia, Rodenka y Rodka, tal como lo hace Dostoievski en Crimen y castigo.
En una palabra, nos resulta a tal punto imposible dejar de asumir a los nombres como verdaderas abreviaturas de lo real que, como el protagonista de aquel cuento de Peter Bischel titulado “Una mesa es una mesa”, hemos llegado a asumir como cierta la creencia de que basta con cambiarle el nombre a alguien (a uno mismo, por ejemplo) para cambiar su (nuestra) naturaleza, como si, en virtud de ese acto de ex nominación, nos fuese otorgado un super poder de performatividad imaginaria.
Es por eso que, quienes a menudo hablan acerca del “poder de la imaginación” pierden de vista la paradójica situación en que se encuentra todo sujeto imaginante, la cual se relacionaría en cierta forma con la siguiente frase de André Breton en su Discurso sobre el poco de realidad: «La imaginación tiene todos los poderes, menos el de identificarnos, en despecho de nuestra apariencia, con un personaje distinto a nosotros mismos» (Breton, 1970).
Para captar hasta qué punto el pensamiento de Breton se encuentra desfasado respecto a lo que sucede en esta parte de la posmodernidad basta con echar un vistazo a la serie completa de nombres que circulan sobre la escena social como simples personajes, de la misma manera en que podríamos, si así nos lo proponemos, concebir como marcas personales a la totalidad de marcas nominales y adjetivos nominalizados con valor de sujeto que encontramos en los textos literarios. Prueba de ello es la extensa, abigarrada y densa proliferación de marcas nominales imaginarias que estallan en la fábula urbana posmoderna, donde en sobre una misma tarima podrían coincidir La Perversa, el Alfa, Yailín La Más Viral, el Omega, el Conejo Malo, Gailen la Moyeta, Onguito Wa, Tokisha, Kiko el Crazy, Chimbala, Cosculluela, Refinery 29, Daddy Yankee, Faruko, entre muchos otros.
Quienes estén familiarizados con la música urbana saben hasta qué punto resulta difícil, por demás que innecesario, distinguir si esos nombres que acabo de mencionar son nombres de “personas” o nombres de “personajes” (recuérdese que, según el mismo Todorov: «el personaje es el sujeto de la proposición narrativa» y que «los personajes representan a personas, según modalidades propias de la ficción» [Todorov, 1972, p. 259]). Esto se debe a que no hay personaje fuera de un relato, aunque sea implícito, en el cual este figure ya sea como “objeto” o como “sujeto”. De hecho, el acto de magia nominalista que funda esta nomenclatura no estaría completo si no estuviera acompañado por un rediseño completo de la apariencia (el look), incluyendo los gestos, el peinado (o el afeitado), los tatuajes, los accesorios y las vestimentas que constituirán los atributos a partir de los cuales se mercadeará el producto cultural del cual el nombre constituye un simple elemento de su branding.
Ahora bien, esto último no sería posible, o no alcanzaría su máximo grado de efectividad si la operación de fusión entre la interioridad y la exterioridad, o lo que es lo mismo, entre lo “real” y lo “imaginario” o entre el “ser” y el “no ser” de los artistas urbanos a los que dichos nombres designan no se logra realizar de manera completa a partir del borrado casi total de la verdadera identidad nominal de estos artistas. De hecho, la mayoría de esos nombres anuncia por adelantado las propiedades que luego les serán atribuidas a los cantantes, de manera que de esas nuevas marcas nominales puede decirse lo mismo que decía Todorov al comentar que: «El personaje se manifiesta de varias maneras. La primera consiste en el nombre del personaje que ya anuncia las propiedades que 1e serán atribuidas (puesto que el nombre propio sólo idealmente no es descriptivo)» (Todorov, T., 1972, 263). Es precisamente esto lo que me permite incluir la operación de borrado del nombre real (el del estado civil) como una de las numerosas manifestaciones de la onomaturgia que tienen lugar sobre la escena cultural contemporánea.
A simple vista se puede apreciar, pues, que la onomaturgia es una importante actualización del poder de la imaginación al cual el pensamiento monista e inmanentista de Breton le prohibía toda suerte de trascendencia.