Todos conocemos la carta que Albert Camus, tras ganar el Nobel de Literatura, envió a su maestro de primaria, el “señor Germain”, para agradecerle esa “mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo” toda “su enseñanza y ejemplo”, asegurándole “que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.

 

Menos conocida es la respuesta del maestro a Camus donde afirmaba: “Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser”. Si analizamos esta respuesta, veremos que señala que muchas veces el niño “contiene en germen al hombre que llegará a ser”.

 

Es lo mismo que advierte Pedro Henríquez Ureña a su antiguo alumno Ernesto Sábato quien, apenado por ver a un intelectual de la talla del insigne humanista dominicano consumido en la rutina de un profesor de secundaria, a donde le había sumido la mediocridad de la burocracia educativa argentina, le pregunta por qué perdía su tiempo en labores inferiores como la de corregir trabajos de estudiantes. “Me miró -recuerda Sábato- con suave sonrisa, y su reconvención llegó con pausada y levísima ironía: ‘Porque en ellos puede haber un futuro escritor’”.

 

Casi siempre el maestro no sabe dónde su semilla germinará. Como afirma la parábola del sembrador, muchas veces la semilla cae en lugares donde pueda crecer adecuadamente, pero otras muchas veces cae en buena tierra y da frutos. En principio, el maestro no sabe cuáles serán -si es que habrá- los frutos de su magisterio y tiene que hacer su tarea: enseñar y esperar que en sus alumnos germinen sus enseñanzas.

 

No por azar Juan Bosch, a la hora de estudiar a Eugenio María de Hostos, titula su ensayo “Hostos el sembrador”. Porque el sino del puertorriqueño, gran caribeño e hispanoamericano, es, a pesar de los implacables huracanes, “sembrar sin descanso”. Y afirma Bosch: “Pasará toda su vida en eso: prédica, lucha, indignación…”.

 

No es tan común ni tan fácil que los maestros escojan a sus discípulos como Jesús eligió a los apóstoles. En la película Whiplash, el director de orquesta Terence Fletcher le recuerda a su alumno Andrew Neiman, quien quiere ser el mejor baterista del mundo, que tuvo un antiguo discípulo que llegó a ser primer trompeta en el Lincoln Center de Nueva York, porque “los (otros) maestros no veían en él lo que yo veía”. Fletcher se dio cuenta de su talento y lo presionó con sus métodos crueles e inhumanos hasta llegar a ser uno de los mejores.

Pero la mayoría de las veces son los discípulos quienes escogen a sus maestros. En verdad, solo el testimonio del discípulo revela al maestro. No hay, pues, maestros sin discípulos, pues solo estos señalan quien es su maestro.

Como afirma Stefan Zweig en La confusión de sentimientos, al maestro nadie lo recuerda, solo su discípulo. Y es que, ya lo decía Jorge Luis Borges, así como “cada escritor crea a sus precursores”, el discípulo crea y escoge a sus maestros. O, para decirlo parafraseando a Harold Bloom, el discípulo, aun sufriendo la “angustia de la influencia”, determina la “ley particular” del maestro.