Un tapón en la Padre Billini, nosotros reclusos en mi carro, aguantando los bocinazos de una yipeta blanca que cada vez se le pegaba más al trasero del mío, cuyo conductor parecía pretender que me le encaramase al camión que bloqueaba la circulación a nivel del Convento de los Domínicos.
Cuando finalmente pude doblar a la izquierda en la calle Hostos, tras haber puesto la luz direccional, constaté que el desesperante tipo del vehículo parecía con deseos de pegárseme cada vez más al seguir la misma ruta que yo. La suerte me procuró un lugar para estacionarme tres carros después de doblar. Detuve el vehículo, puse las luces intermitentes de advertencia y mi compañero Christian sacó el brazo para indicarle a la persona -los vidrios de la yipeta no permitían ver quien conducía, pero su comportamiento hacía pensar en el típico macho local cuyo carro compensa ciertas carencias- que no avanzase y nos dejase espacio para que nos permitiese aparcar. Pues en vez de comportarse con el civismo que debería ser cosa natural en gente de bien, el ciudadano que nos ocupa avanzó la yipeta y nos bloqueó para impedirnos estacionar. Gentes presentes en el Parque Duarte que presenciando el hecho se acercaron, interpelaron a dicha persona: «dele un chin pa’trá y déjelo hacer la maniobra», «oiga eso no se hace», «respete a esa gente y déjelos parquearse»… Pero de nada sirvieron las intervenciones de buena voluntad ciudadana. Yo, incómodo, abrí la puerta de mi carro, pero Christian me tomó el brazo diciéndome «vamonos, no le hagas caso» al mismo tiempo que uno de los señores del parque me decía «deje eso Don, que no vale la pena».
La indignación pudo más que todos los consejos y aumentó al percatarme cuando bajé de mi vehículo de que se trataba de una yipeta municipal. Me acerqué entonces a la puerta del conductor y con los nudillos toqué en la ventanilla, pero de repente el osado agente permaneció silente tras sus vidrios ahumados.
«Deje eso Don, que no vale la pena» repetía el señor del parque remedado por otras personas que se fueron acercando. El tránsito, desde luego, parado por el incidente, mi carro en situación oblicua y Christian insistiendo en que nos fuéramos. Llegó entonces un policía de Politur quien molesto entre dos cruces, la de la injusticia evidente y la del Poder Municipal, casi me ruega para que abandonase el asunto y el lugar, primero diciéndome que él «se ocuparía de eso» sin mucha convicción, para terminar aconsejándome de poner una querella en la Alcaldía…
¿Y quién será, Carolina, el irreverente abusador escondido tras los vidrios brillantes de la yipeta? ¿Será esta situación el uso y costumbre de la nueva gobernanza? Constato que el Síndrome de Ramfis persiste. Es más que una pena, es una vergüenza…