Para los griegos, la filosofía, mucho más que menos, era considerada, en su pleno sentido, igual a la sabiduría. De ahí que convinieran en decir una frase tan memorable como inolvidable: ‘filo=amor y sofía=sabiduría’. Lo que significa, ante todo, que la filosofía, sin duda alguna, es amor a la sabiduría. A sabiendas de que es así y no de otro modo, algunos asumirían la filosofía y la cultivarían, incluso, sin tener la más mínima sabiduría. Otros, en cambio, con muy poca o ninguna sabiduría, la abordarían, desafortunadamente, sin ser filósofos.
Consciente de eso, Lusitania Martínez, intelectual de admirable erudición, ha sabido, con impresionante claridad combinar, creativamente lo que son en sí y para sí la filosofía y la sabiduría. Por eso, justamente, se pudiera decir, que ella lee la realidad con asombrosa certitud; desentraña sus múltiples sentidos y, a la vez, dialoga, sin prisa ni ínfulas envanecidas, con las más variadas escuelas y corrientes de pensamientos presente en el proceso de desarrollo históricos de la filosofía.
Martínez, embebida de la certeza del logo y el saber epistémico, interpreta y reinterpreta, con profundidad crítica, el neoplatonismo, los sofistas, epicúreos, hedonistas y pitagóricos. De igual manera, conoce los postulados de los eleatas, los atomistas, los órficos, cínicos y cirenaicos. Conjuntamente con eso, reflexiona el ser y no ser heracliteano; el ser inmutable parmenideo, así como el apeíron de Anaximandro; el arché de Anaxímenes; las homeomerías de Anaxágora y las posiciones filosóficas de la escuela filosófica de Mégara.
Gran conocedora del pensamiento de Jean Paul Sartre, de Simone de Beauvoir y el discurso narrativo de Virgina Woorf, Martínez ha logrado, a lo largo de los años, una amplia, profunda y sólida formación filosófica, que, se pudiese decir, es más que admirable. Por tanto, habría que colegir que ella, a fin de cuentas, es por ese y otros bien ganados méritos, una auténtica pensadora que vive y disfruta el Élan vital de la filosofía y sus distintas disciplinas.
En esencia, Martínez, posesa de los más diversos saberes filosóficos (óntico, lógico, axiológico, estético, ético y gnoseológico) no arredra ante los alaridos quejumbrosos de la razón extraviada y el entendimiento ofuscado en la sombra espesa de las olvidaciones y la memoria desgarrada por los ímpetus sórdidos y el dolor inmisericorde, que, de tanto en tanto, lacera el corazón, devora los sentidos, obnubilan el pensamiento y contravienen el sentido de la miración perdida, quizás para siempre, en las brumas de las incertezas y el no saber.
En medio de tan escabrosa situación, teñida de incertidumbre, Martínez, sin perder la calma ni apelar a la tozudez de elucubraciones exageradizas, no tiembla de pavor ante las embestidas furibundas y tragicómica de los ayeres, sino que, al contrario, mantiene la voluntad inquebrantable y el pensamiento impecable, enérgico y claro, para comprender, sin truculencias banales, el porqué de las cosas.
Sus atentas observaciones, (bien diferenciadas del simple mirar y los espejismos de la conciencia), descodifican, con asombrosa naturalidad, la sintaxis inextricable del lenguaje de la realidad. Lo hace, la más de las veces, sin obstinación irracional. Por nada del mundo, Lusitania se dejaría arrastrar por el trasiego apesadumbrado de los sujetos alienados y envilecidos en el paroxismo y los desvaneos impureos de las falsas representaciones de la imaginación.
Si perder eso de vista, Martínez interroga la vida, el mundo y el discurrir del universo. Lo hace, no ciegamente, sino desde una perspectiva filosófica, realista, novedosa y racional.
Parecería que las leyes que regulan el pensamiento (desdoblado en el pensar), inciden, a menudo, en las percepciones y miraciones de aquellos sujetos que se saben perdidos en los atisgos del presente perpetuo y ajeno, al menos, a lo que bien se ha dado en llamar inseguridad epistémica. Sabedora de eso, Martínez avisora, los rasgos ininteligibles del ser de la vida cotidiana.
Según su punto de vista, la lógica del vivir habría de ser comprendida desde el pensar, el cual, como se ha de suponer, es sí mismo en la medida en que es consciente de sus límites y de lo que le es dable hacer. De ahí que la filosofía, en tanto ofrece las pautas del pensar correcto, sería de mucha utilidad para encarar los desafíos de la vida.
Contrario a lo que algunos pensarían, la filosofía es maestra de vida. Su lectura y estudio consciente enseñan a pensar y a razonar con espíritu crítico.
Romero Gugliel Mini, por decirlo así, no oculta la verdad y, en cambio, resalta los beneficios que derivan del estudio reflexivo y la lectura inteligente de la filosofía:
“(…) la lectura y el aprendizaje de la filosofía nos enseña a razonar en forma precisa y apropiada, aguza nuestro sentido lógico, afina nuestra facultad de juzgar, ejercita y robustece el poder de síntesis, desarrolla los hábitos analíticos, adiestra la capacidad dialéctica. Muchas otra actitudes y otros numerosos instrumentos pueden añadirse a los ya mencionados: la actitud de manejar conceptos abstractos, de desplegar deducciones e inferir conclusiones, de abarcar de un golpe estructura encadenamientos y sistemas lógicos. Gracias a ella aprendemos aplicar exactamente las categorías del entendimiento y del razonamiento, en cuanto a circunstancia nos exige la comunicación”.
Por esas y otras razones, Martínez asume la filosofía como forma de vida para destruir prejuicios, interpretar y razonar las leyes del pensamiento. Eso, más que nada, le permitiría comprender, en su más ínfima significación, el tránsito lento y pausado de la tortuga de Zenón de Elea. Ese y otros saberes del pasado, le facilitaría la comprensión de ideas, conceptos, posiciones, planteamientos y argumentos de los escolásticos, el kantismo, el hegelianismo, el positivismo, el neopositivismo y el criticismo, además del pragmatismo, la fenomenología, el utilitarismo, el marxismo y el existencialismo, así como otras tantas corrientes filosóficas que han dejado su impronta indeleble en la cultura universal.
En una ocasión Immanuel Kant llegó a decir “que no se aprende filosofía, sino a filosofar”. Sin pretender contradecir tan significativa frase, Lusitania Martínez aprendió filosofía, y muy bien. Ello se debe, esencialmente, a que no se distrae con los susurros embriagadores de la conciencia decepcionada por los balbuceos agónicos de las especulaciones baladíes.
Ella comprende, más allá de los arbitrios y juicios contrariados, que la filosofía de la vida, de más en más, orienta y educa no solo la razón, sino la parte emocional del sujeto. Por tal motivo, la filosofía, según Martínez, habría de ser, no sin autoperfeccionarse, razón vital del vivir sensible y trascendente.
Mónica Cavallé, gran conocedora de las intríngulis de la consultoría filosófica, diría, alguna vez, con sobrada razón:
“Los grandes filósofos de la antigüedad no se limitaban a elaborar y postular sistemas teóricos, sino que, ante todo, encarnaban en ellos todo un modelo de vida e invitaban a los aspirantes a filósofos, a los amantes de la sabiduría, a adentrarse en un camino de trasformación, en una iniciación vital tras la cual no serían los mismos ni verían el mundo del mismo modo. Entendían que sólo podría penetrar bajo la superficie de las cosas y vislumbrar las claves de la existencia quien había accedido a cierto estado de ser, quien se desenvolvía en un determinado nivel de conciencia. No se consideraba genuino filósofo a aquel que se dedicaba a elucubrar teorías o hipótesis más o menos plausibles en torno a las cuestiones últimas (…)”.
Lusitania Martínez, quien fuera en dos ocasiones directora de la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), está plenamente convencida de que, al menos, es así. Esa, más que cualquier otra, habría de ser la razón fundamental por la cual piensa y repiensa la realidad material y espiritual con la fuerza nodal del pensar que, constantemente, se niega y perfecciona en su propia mismidad. De no ser así, jamás habría dicho, con deslumbrante claridad:
“Las actitudes prejuiciadas son cómodas, además de injustas, es más fácil para los hombres generalizar, simplificar y exagerar respecto de las mujeres que resolver los conflictos interiores, la angustia de aceptar la igualdad y libertad femenina”. Además de tan significativas afirmaciones, Lusitania no falta a la verdad cuando escribe:
“En estos tiempos posmodernos de la negación de los universales y de la teoría, de masificación de lo utilitario, la pregunta por la existencia de cualquier filosofía presenta un verdadero dilema, debido, entre otras razones, a que se ha debilitado la confianza en la fortaleza del pensamiento occidental y la existencia de una filosofía nacional, se percibe como una imitación de la filosofía griego occidental (…)”.
No obstante, en todo caso, ella creería en la esencia del obrar filosófico nacional auténtico, que jamás olvidaría sus raíces originarias. Para comprobar lo argumentado, bastaría con echar un vistazo, aunque fuese de pasada, a su obra (valioso referente del quehacer filosófico dominicano) ‘Historia de las ideas filosóficas y de género en la República Dominicana’, la cual, entre otras suyas no menos importantes, constituye un ejemplo fehaciente de su buena formación filosófica, metodológica y epistémica. De ahí que se pudiese afirmar, sin el menor asomo de duda, que ella es símbolo vivo de la filosofía, la sabiduría y el pensar, cuyas fructíferas enseñanzas, dentro y fuera de las aulas universitarias, son estímulos inspiradores y formativos de distintas generaciones de jóvenes que tuvieron el privilegio de recibir sus sabias instrucciones.
Como se ha de saber, Sartre supo combinar, no sin acierto, la fenomenología, el marxismo y el psicoanálisis. En su obra fundamental ‘El ser y la nada’, reflexiona, con densidad lógica, la relación que se da entre el en-sí, el para-sí y la nihilización de la conciencia:
“El en sí no ha sido expulsado de la conciencia por un ser exterior, sino que el propio para-sí se determina perpetuamente a sí mismo a no ser el en-sí. Eso significa que no puede fundamentarse a sí mismo sino a partir del en-sí y contra el en-sí. De este modo, la nihilización, siendo nihilización del ser, representa la vinculación original entre el ser del para-sí y el ser del en-sí. El en-sí concreto y real está enteramente presente en el meollo de la conciencia como lo que ella misma se determina no ser (…)”
Con paciencia inigualable, diríase, que Lusitania Martínez pudo comprender los vínculos lógicos que existen entre el en-sí y el para-sí sartreano. En definitiva, es más que una honrosa satisfacción tener entre nosotros una pensadora auténtica, creativa y acuciosa investigadora como lo es, justamente, Lusitania Martínez. Por su admirable, sólida y amplia formación filosófica es, sin duda alguna, símbolo vivo de la filosofía, la sabiduría y el pensar.
El dios oráculo del templo Apolo, en Delfos, y la Pitonisa, también gozarían de contento por la abundante sabiduría filosófica que Lusitania Martínez refleja en su pensar, ver y decir.
¡Cuán orgullosa habría de sentirse la sociedad dominicana de tener tan respetable pensadora, que brilla con luz propia en el universo de la cultura filosófica en sentido general!