Es mucho lo que se ha vertido en la prensa sobre las barcazas de generación eléctrica que se encuentran en el río Ozama. De repente organizaciones que se autodefinen como ambientalistas han “descubierto” —el entrecomillado es expreso— que dichas barcazas, con muchísimos años allí, violan la legislación ambiental; que contaminan impunemente. A estas estridentes voces se unen personas ligadas a la ciencia. Y sorprendentemente las conclusiones coinciden. De estos últimos, de los que afirman abrazarse a la ciencia, sorprende entonces la ligereza de sus juicios, cosa que de los primeros—INSAPROMA y compartes—no habrá nadie quien se asombre. Incluso estos estridentes interlocutores, en un ilimitado ejercicio de sinrazón, llegan al extremo de citar un estudio de un autor de poco brillo que, por increíble que parezca, se sirvió de Google Earth para llegar a las tremendísimas conclusiones a las que arribó. Esto es, ¡el científico nunca tomó una muestra!

 

Quizá el más sonoro de los hombres de ciencia embarcado en la campaña de embestidas mediáticas contra esas barcazas es Luis Carvajal, biólogo, catedrático universitario y miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. La prensa recoge sus ardorosos pronunciamientos en los que afirma que esas barcazas representan “una agresión al ordenamiento legal, una amenaza contra los ecosistemas y un peligro para la salud de la gente del entorno”. Se refiere, en ese orden, a una contaminación en la “expectativa social, que creía que los organismos fácticos, los poderes del Estado están para aplicar las normativas ambientales y de salud, que se basan en respetar y hacer respetar la ley, y no en ser agente para su violación.”

 

Ya en el pasado me he referido a esta penosa práctica de acudir a discursos altisonantes y vergonzosamente desprovistos de fundamento legal, puestos en escena con designios inconfesables; práctica que, por lo general, intenta (por suerte sin éxito) instalar una narrativa en la opinión pública con la finalidad de presionar —indebidamente, agrego yo— a las autoridades competentes para el dictado de una decisión. “Una agresión al ordenamiento legal (…) contaminación institucional”, se afirma con una vaguedad que asusta. ¿En qué consiste la agresión? ¿A cuáles disposiciones normativas de ese dichoso “ordenamiento legal” se refiere?

 

Un hecho incuestionable es que esas barcazas, operadas por la empresa Transcontinental Capital Corporation, Ltd. (SEABOARD), cuentan con las habilitaciones administrativas exigidas por la normativa ambiental aplicable (licencias ambientales). Se trata, pues, de actos administrativos cuya validez se presume a tenor de una de las construcciones dogmáticas más antiguas del derecho administrativo: la presunción de validez (también denominada de legalidad o legitimidad); y, más importante aún, de su base normativa: el artículo 10 de la Ley núm. 107-13, sobre Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y de Procedimiento Administrativo. Su destrucción, que es perfectamente posible, está sujeta a reglas muy claras: aquellas que se refieren a la invalidez de los actos administrativos y que encuentran cobijo en el artículo 14 de la Ley núm. 107-13. La invalidez de un acto administrativo se origina en causales de nulidad absoluta o de pleno derecho, previstas en la primera parte de ese artículo 14, y en las que tienen que ver con la nulidad relativa o anulabilidad (párrafo I del art. 14).

 

Una licencia ambiental que, al igual que cualquier otro tipo de habilitación, es un acto administrativo, pero uno de los que se enmarcan en los llamados actos administrativos condicionados (o de eficacia condicionada), pues del mismo se derivan un conjunto de obligaciones que precisan de un cumplimiento estricto para el mantenimiento de su vigencia y efectividad. En caso de un incumplimiento verificado—previo procedimiento administrativo—, su extinción se declarará y dicho acto no surtirá más efectos jurídicos, dejando al particular sin habilitación para realizar su actividad.

 

De ahí que una respuesta objetiva en torno a la “agresión al ordenamiento legal”, denunciada irreflexivamente a los cuatro vientos por un científico, requiera primeramente una verificación de cuál o cuáles son las disposiciones normativas aplicables; lo que constituiría el parámetro de validez del acto administrativo, para luego, en un segundo momento, comprobar el cumplimiento o no de tales disposiciones normativas. Solo así se podría estar en condiciones de emitir un juicio apegado a la objetividad; si la agresión legal existe o no. Lo contrario sería jugar en el aturdido espacio de las ciencias ocultas, en el más primario oscurantismo: una especie de salto al vacío… al más fiel estilo de Doctor Strange.

 

La imputación formulada en medios de comunicación por los hombres de ciencia —no en un estudio escrito se enmarca más o menos —pues es difícil, por su enredo, advertirla— dentro de cuatro (4) ámbitos: emisiones de gases, aguas residuales, temperatura del agua y ruido ambiental. Para el primer ámbito, rige el denominado Reglamento Técnico Ambiental para el control de las Emisiones de Contaminantes Atmosféricos Provenientes de Fuentes Fijas, dictado por el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MIMAREMA) en uso de sus atribuciones reglamentarias. Dicha normativa, aprobada en agosto de 2017, tiene por objeto establecer los límites máximos permisibles de emisiones a la atmosfera, provenientes de fuentes fijas, para reducir los niveles de contaminación en el aire. Conforme al numeral 22 de su artículo 4, se entenderá por fuente fija lo siguiente: cualquier estructura, edificio, facilidad, equipo, instalación o combinaciones de éstos que esté localizada en una o más propiedades contiguas o adyacentes, poseída y operada por una misma persona que emite o puede emitir cualquier contaminante.

 

Es este reglamento el que dispone en su párrafo único del artículo 6 una tabla con los límites máximos permisibles en emisiones de óxido de nitrógeno, monóxido de carbono y dióxido de azufre, según el tipo de fuente fija. Ambas barcazas, la Estrella del Mar III y la Estrella del Mar II, cumplen con los parámetros previstos reglamentariamente. En el caso del óxido de nitrógeno (NOx), el límite máximo de emisiones es un valor de 280mg/Nm3 (fuente fija: generación eléctrica a gas natural). El registro verificable en Estrella del Mar III, una barcaza totalmente nueva que opera a gas natural, es de apenas un 47.9 mg/Nm3, esto es, ¡un 82.8% por debajo del límite permitido! En el caso de la Estrella del Mar II (generación en ciclo combinado), el registro de la verificación es de apenas 125 mg/Nm3. En otros términos, ¡un 55.4% por debajo del límite autorizado! Lo mismo ocurre, para el caso de esta última (que puede operar también por fuel oil), con los valores máximos permitidos con base a la generación fuel oil: 1166 mg/Nm3. Esto significa un 41.7% menos del límite habilitado.

 

Lo anterior se observa igualmente en el monóxido de carbono (CO). El valor máximo registrado en Estrella del Mar II en los últimos dos años, que es la única que puede operar en fuel oil, es de apenas 41 mg/Nm3. Lo anterior significa que tales registros están muy por debajo del límite máximo de emisión para instalaciones que utilizan fuel oil —según el citado reglamento en la misma disposición normativa— que es de 1150 mg/Nm3. Es lo que ocurre también con el dióxido de azufre (SO2): el registro máximo en los últimos dos años es de 1344 mg/Nm3, cuando el límite máximo de emisiones es de 2000 mg/Nm3.

 

Los hombres de ciencia, refiriéndome ahora a las aguas residuales, desconocen un dato importante, uno que es comprobable de haberse observado el rigor científico; de haberse el científico abstraído de las necedades propias de mentes infértiles, de mentes conmovidas por la ceguera del fanatismo. Las barcazas no descargan aguas residuales en el río Ozama: las aguas sanitarias en un primer momento son succionadas y transportadas luego a una planta de tratamiento para aguas residuales. De su lado, los residuos líquidos de Estrella del Mar II—el sludge y el aceite usado—también se transportan debidamente a una planta de tratamiento, posibilitándose incluso su recuperación energética. En ambos casos por empresas autorizadas por el MIMAREMA para dicha actividad.

 

Ya en lo que concierne a la temperatura del agua, se impone primeramente el estudio de la normativa reglamentaria aplicable: la denominada Norma Ambiental sobre Control de Descargas a Aguas Superficiales de la República Dominicana (de septiembre de 2012). Esta última, en su artículo 15, dispone que el valor máximo de variación de temperatura es de 3ºC, medido a cien metros aguas abajo del punto de descarga. El resultado de las mediciones de variación de temperatura en el río Ozama, plasmadas siempre en los Informes de Cumplimiento Ambiental (ICA´s), es 56.7% menos que el límite autorizado. Lo mismo se da con los controles de contaminación acústica previstos en la Norma Ambiental para la Protección Contra Ruido (NA-RU-001-03): los niveles de decibeles no desbordan nunca—incluso con ambas barcazas operando de manera simultánea—los límites máximos permisibles en zonas comerciales con carreteras de dos o más carriles.

 

Lo anterior es comprobable con la ciencia, con el rigor científico. De esa que una vez Adam Smith dijera —sobre la ciencia— que era el “gran antídoto contra el veneno del entusiasmo y la superstición”. La lucha por el medioambiente es digna de una mejor suerte, de no ser el instrumento malsano de intereses corporativos; unas veces movido por el arrebato enardecido de las estampidas, con mayorías orientadas por un impulso ciego; otras tantas inducido—ese instrumentalismo—por causas indudablemente espurias, pero en extremo organizadas para la consecución de objetivos estratégicos. Mas, una cosa es indudable: la agresión legal no existe.