"Ser de vanguardia es estar a destiempo en un presente que no es de todos"

Ricardo Piglia.

 

Deberíamos recordar a menudo que no solo en los salones de belleza se compite por los atributos que la naturaleza nos otorga. También en los lavaderos de carros se exhibe con orgullo desmedido el vehículo de más alto cilindraje o aquel cuyos aros de acero inoxidable lucen con envidiable brillo. De igual modo uno va al gimnasio a lucir sus bien torneados músculos o con afán de exhibir los glúteos más redondos y hermosos. La forma que toma la vanidad en el ser humano es infinita.

Hay gente que presume de las cosas más insólitas e inimaginables. Algunos hombres -muchos- alardean de ser grandes conquistadores, sin reconocer que sus pasadas facultades entraron hace tiempo en franco deterioro, ignorando que hoy solo les queda recorrer los senderos de declive. Se recurre para hacerlo a ciertos trucos de memoria apelando a la nostalgia, que interpreta un papel determinante en su intento por recrear un pasado sin retorno como presente continuo. Pero hay otros muchos recursos. Hay quien se empeña en narrar todo cuanto hubiera podido ser, pero nunca ha sucedido. Algunas mujeres, en su desvarío, cuentan acerca de pretendientes de inusitada belleza con los que no lograron alcanzar su sueño por un desliz, un error involuntario que marcaría para siempre el destino de la pareja perfecta.

Pero si hay una, de entre todas estas trágicas imágenes dotadas de innegable patetismo, que llega a perseguirme hasta convertirse casi en obsesión en mi caso, es la de quienes asisten a lo largo y ancho de este mundo, a determinados puntos de encuentro: un café, una biblioteca, una librería o bien cualquier estancia de un centro cultural, dónde la única diferencia con los salones de belleza o los lavaderos de autos, es que la vanidad tiene -en este caso- un calado distinto. Frente a la consistencia intelectual de las tertulias literarias que se llevaron a cabo en muchas de las grandes ciudades en siglos anteriores, hoy se acude a ellas en muchos casos, con el único propósito de arrojar sobre la mesa trivialidades, mera actitud artificiosa y petulante en quien se postula informado hasta el más mínimo detalle acerca de todo cuando sucede en el ámbito cultural e intelectual del momento. Sin embargo se detecta, y no dejo de observarlo en cualquier foro posible, un innegable placer en el hecho de acumular ese tipo de datos deslumbrantes que asombren a la  audiencia en vez de primar, por encima de cualquier otra circunstancia, el impagable disfrute de una buena lectura.

He visto, a menudo, personajes en ese tipo de reuniones exhibir con bastante desparpajo un caudal abrumador de conocimientos que arrojan  -impúdicamente y sin vergüenza- por encima de la mesa. Es gente que domina al dedillo y se ufana de hacerlo, los detalles más ínfimos de la última novedad literaria que alcanzó el pasado mes brillo en los corrillos. Se trata de individuos que rozan el ridículo en su afán por mantenerse en la cresta de la ola, que conciben erróneamente el espacio reservado a la cultura como muestrario pretencioso del saber. Lo trágico, no es sólo la ineficacia de tal proceder, sino la vacuidad de una puesta en escena tan solo interpretada para  impresionar a los concurrentes de los que se espera el elogio y el aplauso como si de una corrida de toros alrededor de una mesa se tratase. Es triste y lamentable que un poema, una novela o un autor sean lanzados al centro del ruedo ante los ojos impertérritos y poco interesados de los asistentes.

Y es que nada de esto tiene que ver con el auténtico amor por las letras, el pensamiento y el hecho creativo. Nada que ver con esa pasión desmedida que le ocupa a uno el centro, con esa complicidad íntima y privada con las páginas del libro, con el diálogo secreto entre dos personas que acaban de descubrir una perla en el fondo del océano y más que cantar su hallazgo por un altoparlante disfrutan de él bajando la voz. Son aquellos que la elevan -cosa  extraña- los que, en general,  menos se dejan impregnar por el relato, quienes menos partido acaban por extraer de sus descubrimientos que gustan de pasear bajo el brazo, aunque luego los devuelvan intactos a ocupar el lugar asignado. El auténtico lector no presume, no pública listados, no entra en la cámara de las vanidades. Tal vez por esa razón me es tan placentero finalizar este escrito apoyándome en las palabras de Ricardo Piglia: ¨Mis lecturas en los últimos meses (sobre todo Joyce y Brecht) me confirman que llevo cinco años de “atraso” (por lo menos) respecto del resto de mi generación. Leo siempre a destiempo y esa lectura es muy productiva, trabajo siempre los libros fuera de contexto, en otras relaciones ligadas a mi propio ritmo y no al aire de la época. Por ejemplo, en Brecht me interesan los ensayos y no el teatro, y en Joyce busco sus formas más clásicas y no tengo nada que ver con el fluir de conciencia que hace estragos en mis contemporáneos" Cuán distinto su pensamiento al de tantos, de los mal llamados intelectuales, que transitan satisfechos la engreída sociedad de la apariencia.