La noción de símbolos patrios alude a un conjunto de objetos, figuras, emblemas, cantos y fechas que, sobre la base de hechos históricos, mitos, valores y tradiciones, cristalizan la identidad y la soberanía de una Nación. Los símbolos patrios “acogen y reproducen manifestaciones preestatales y religiosas” (VERNET I LLOBET) que, con el paso del tiempo, adquieren simbióticamente una “dimensión cultural” distintiva de la “comunidad política” (HÄBERLE). Por esto puede afirmarse con la Corte Constitucional de Colombia, que actualmente los símbolos patrios expresan “la representación material de toda una serie de valores comunes a una Nación constituida como Estado”, al tiempo que, como sostiene el Tribunal Constitucional del Perú, “concretan la idea de patria como una experiencia cotidiana y consolidan el sentimiento de identidad común mediante relaciones cognitivas y afectivas”. Esa capacidad de influir afectivamente en los sentimientos de la ciudadanía es la principal causa de su “fuerza integradora” (SMEND).

La bandera, el himno y el escudo, junto al lema y las fiestas nacionales, son símbolos que “tienen una función de representación de sentimientos de identidad nacional. Su permanencia, estabilidad e intangibilidad es lo que permite que generaciones sucesivas se identifiquen con los símbolos y los conviertan en un factor de cohesión social y de orgullo” (GALEANA). Los símbolos patrios permiten a los contemporáneos conectarse sentimentalmente con sus antepasados, redescubrir las utopías y anhelos de los Padres de la Patria, los Próceres de la Restauración y otros héroes y heroínas inmortales, “y transmitirlo a la ‘memoria colectiva’ de la posteridad” (HÄBERLE). Por esto han de cristalizar un “pacto de generaciones” en el que la identidad cultural se proyecta desde el pasado hacia el futuro.

El significado que los símbolos patrios adquieren en cada Nación es el resultado de una construcción histórico-social que incorpora elementos de “naturaleza irracional” que, según García-Pelayo, pueden ser racionalmente “utilizados y manipulados”.  Por esto comparto el criterio de que “en cierta manera, los símbolos conforman una liturgia laica y popular que se crea en el ámbito público securalizado, en el que la soberanía radica en el pueblo cuya finalidad es profundizar el proceso de integración” (VERNET I LLOBET: 102). Es así que la importancia de los símbolos patrios para el derecho constitucional reside precisamente en entender la capacidad que éstos tienen para incidir en el subconsciente emocional del ciudadano, afectando indefectiblemente a la realidad política estatal.

ar de la importancia de los símbolos patrios para establecer “la identidad cultural del Estado Constitucional”, las “normas constitucionales” que los regulan “son frecuentemente desatendidas” (JORGE PRATS), olvidándose así que éstos suelen materializar más eficazmente la adhesión del pueblo al Estado que las regulaciones jurídicas, “porque la naturaleza humana no es sólo racional, sino, además, sintiente”, (LUCAS VERDÚ). Pero, precisamente por su carácter irracional, los símbolos patrios pueden ser manipulados para procurar la legitimación de cualquier sistema político, con lo que se corre “el riesgo de la ‘estadolatría’ que conduce al callejón sin salida de la idolatría al sistema político. Todo ello apuntalado a golpes de marro con el agigantamiento del Estado que es llevado a un punto tal que la sociedad civil queda reducida a su mínima expresión y el partido en el poder adopta el rostro de un partido-Estado” (CHIHU AMPARÁN: 239-240).

El uso de los símbolos patrios debe estar por encima de cualquier distinción particularizante a lo interno del Estado. Así que resulta acertada la medida adoptada hace varios años por la Junta Central Electoral al prohibir que un partido político pueda utilizar como signo distintivo los mismos colores de la bandera y la decisión de la Suprema Corte de Justicia que reafirmó la prohibición de utilizar el escudo para documentos que no tengan un carácter estatal. La utilización de los símbolos también debe ser despojada de toda connotación autoritaria porque, como “fuentes de consenso” (HÄBERLE), procuran “la indisoluble unidad de la Nación” (artículo 5), y la sentimentalización de los valores supremos y principios fundamentales del “Estado social y democrático de derecho” (artículo 7); ellos han de afianzar la soberanía de una “Nación organizada en Estado libre e independiente” (artículo 1) y la adhesión ciudadana a un Estado que debe garantizar “la protección efectiva de los derechos de la persona humana” (artículo 8).

Un elemento que debe ponderarse críticamente es la protección penal del irrespeto a los símbolos patrios. “Los símbolos de la comunidad deben ser más bien amados que temidos, si se desea que su aceptación sea el fruto de un consenso profundo. Ciertamente, la partencia a una comunidad política funda deberes especiales, tras los que se encierra una cierta identificación patriótica, pero aquellos no deberían ser exigidos mediante los medios de coerción estatal” (VERNET I LLOVET: 107). La identificación de ciudadanas y ciudadanos con los símbolos de la patria, forma parte de un inacabado proceso cultural que solo puede afianzarse con la educación cívica-ciudadana y no con la penalización de su irrespeto. Se trata de una verdadera cuestión de moralidad pública que requiere “ciudadanas y ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes”. Por esto se impone “en todas las instituciones de educación pública y privada” la obligatoriedad de “la instrucción en la formación social y cívica, la enseñanza de la Constitución, de los derechos y garantías fundamentales, de los valores patrios y de los principios de la convivencia pacífica” (artículo 63.13). Y el sentimiento patriótico florecerá espontáneamente sin la necesidad de una amenaza punitiva.

La referencia a Dios en el lema, junto a la cruz en el centro de la bandera, la Biblia en el centro del escudo y la invocación a Dios en el preámbulo constitucional y en el juramento presidencial, son fuentes constantes de conflictos interpretativos en torno la relación entre el Estado y la religión. Es innegable que en la primera etapa del constitucionalismo dominicano se adoptó un Estado confesional, en el que la Iglesia Católica, Apostólica, Romana asumía el carácter de Religión Oficial del Estado. Pero en la actualidad la Constitución prefigura innominadamente un Estado aconfesional a partir de la protección de “la libertad de conciencia y cultos” (artículo 45). Ello implica (1) que acoger o no un determinado culto o religión debe ser una decisión que cada ciudadana o ciudadano ha de tomar libremente, conforme su conciencia, sin la intervención del Estado; (2) que éste no ha de favorecer el establecimiento de ninguna confesión religiosa, estimular prácticas religiosas para imponerlas con carácter de oficialidad u otorgar privilegios a una religión en perjuicio de las otras;  y (3) que tampoco ha de “generalizar políticamente una visión secularística del mundo” conculcando a las y los creyentes “el derecho de hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas” (HABERMAS).

La neutralidad religiosa en la República Dominicana no supone desconocer que las expresiones de religiosidad permean “documentos históricos” como el Manifiesto del 16 de Enero de 1844, gozan de arraigo en prácticas culturales secularizadas y en múltiples manifestaciones de la vida pública. No es posible ignorar que tampoco que algunos elementos de los símbolos patrios se originaron a partir de la religión, pero en el curso de la evolución histórico-constitucional los símbolos se han ido secularizando para conformar una “liturgia laica” que exalta y reafirma los valores de la patria. Por ello, se puede afirmar –siguiendo los razonamientos de una Corte Federal estadounidense– que las expresiones contenidas en los símbolos patrios “no tienen ningún impacto teológico o ritual, sino un valor espiritual y psicológico y calidad de fuente de inspiración”. Su significado “no tiene nada que ver con el establecimiento de una religión. Su uso es de carácter patriótico o ceremonial y no de un verdadero patrocinio gubernamental del ejercicio religioso”.