En plena Segunda Guerra Mundial Heinrich Böll, entonces un soldado de las fuerzas alemanas, escritor incipiente, pero muy interesado en la literatura, retrasa circunstancialmente, hasta entrado los primeros años de la posguerra, el oficio que lo destinó a ser uno de los más importantes narradores de nuestros tiempos, momento en el que inicia la publicación formal de sus relatos saliendo a la luz en 1958 el volumen Doktor Murkes gesammeltes Schweigen und andere Satiren (Los silencios del doctor Murke y otras sátiras). Casi por accidente y por una cuestión de instinto femenino -acorde a los tiempos que vivimos- releo esta obra traducida al español por Carmen Ituarte (1973) y  editado por Alianza Editorial.

Al mismo tiempo que Alemania y Europa se reconstruían económica y culturalmente surge el movimiento de «la literatura de los escombros» («trummerlitteratur»), que se gesta en 1947 y del cual formó parte Henrich Böll. Es en este contexto histórico, y producto de esta relación emocionalmente caótica con la lógica de la propia desgracia que cuestiona el pasado reciente de lo vivido durante la Segunda Guerra Mundial, que emerge no solo su militancia fervorosa hacia la literatura sino también el compromiso social, la responsabilidad moral y la mirada crítica a la memoria de lo no dicho.

En la escritura de Böll es evidente el impacto del genocidio y la experiencia bélica de la Alemania Nazi. Más allá de la significativa incidencia que tuvieron estos acontecimientos sobre la cultura global y la propia experiencia personal del autor, no dejó indeleble en su persecución obsesiva las numerosas cintas de silencios del Dr. Murke y los valiosos relatos agrupados en este volumen (No solo en Navidad, Algo va a pasar, Diario en la capital y El destructor), caracterizados por una intención lúdica y burlesca de aprehender la realidad circundante.

El extrañamiento del ser se convierte en un símbolo del lenguaje y de las palabras, la ausencia y el silencio traspasan las fronteras culturales para convertirse en una expresión mucho más insondable sobre las motivaciones del aniquilamiento del otro a través del condicionamiento del miedo, la persecución y el dominio; es entonces que la palabra –sujeto de libertad-  se convierte en el objeto del mal, del poder supremo; una predilección transepocal de nuestra especie a la aniquilación del otro y al suicidio, tal como reflexiona Hanz M. Ezenberguer en su libro Los hombres del terror.

No caben dudas de que el poder de la fuerza masculina se erige como la iconografía narcisista de los fundamentalismos ideológicos, el fanatismo y la irracionalidad del poder en los experimentos de destrucción de la especie humana. Los silencios del Dr. Murke perfilan estos escondrijos emocionales a través de la oblicuidad y el arte del disimulo de sus personajes, peligrosamente desamparados sobre el filo de un acantilado como si estuvieran observando impasiblemente el naufragio de un  velero a la deriva, pero Böll condena el extremismo y reivindica su fe en lo humano. La obsesión del Dr. Murke por los silencios se constituye en una especie de búsqueda frenética de la racionalidad como un tesoro perdido que salvará a la humanidad de su perdición.

Lejos de pensar que estamos viviendo en una sociedad diametralmente diferente a los temibles siglos de colonialismo y violencia en todas y cada una de sus metamorfosis, nos vemos irónica y  sorpresivamente frente a imágenes constantes de miedo y terror difundidas instantáneamente a través de una tableta o un teléfono Android sin los debidos escrúpulos individuales o colectivos ante lo inevitable: nos quedamos asombrosamente mudos y en duermevela casi sin pestañear, como si nos interrumpieran de un hondo y letárgico sueño. Será que así estamos viviendo, observando cotidianamente un espejo paralelo de vacíos tenebrosos, la veneración incauta del silencio como podría reclamar el angustiado Dr. Murke en un día lluvia, muy probablemente hoy a las 6 de la tarde en algún lugar de Langenbroich.