"Una mujer que nunca me provoca
me ha condenado a lluvias sin motivo
y desde entonces vivo
ahogado en el deseo de su boca"
Silvio Rodríguez.

Siempre he reconocido mis limitaciones. Sé bien hasta dónde llegan los atributos que pueden adornar mi persona y nunca me siento mal cuando no logro algunas metas que otra gente alcanza con innegable facilidad.  Dios -y en este caso me dirijo a los creyentes- no me regaló, por ejemplo, el don de ser poeta. Si yo fuera un corredor olímpico en el mundo de la poesía, entraría a competir en una de esas categorías de atletas de rango menor. Quizás en una carrera de corto recorrido y con competidores de avanzada edad.

Confieso que comencé a admirar desde muy joven a los buenos poetas.  Considero que serlo es un auténtico privilegio solo reservado a unos pocos elegidos.  Me quito el sombrero ante nombres como Constantin Kavafis, Pablo Neruda, Cesar Vallejo o Franklin Mieses Burgos, para mí sinceramente son de un universo distinto. De hecho, tengo dos o tres amigos que son excelentes poetas. Ellos no saben que les espío; no vayan a contarlo, pero sospecho desde siempre que son extraterrestres. Cuando les observo en la distancia, busco en ellos una señal que delate un origen remoto y a menudo intuyo dos corazones de latir acompasado en su pecho. En cierta ocasión y que esto no salga de aquí, sorprendí a un reconocido bardo de nuestra isla levitando en el parque. Le seguí entre matorrales y pude ver cómo se elevaba sobre un charco de aguas cristalinas. Después, como si nada, se perdió en el interior del banco en el que trabajaba con la más absoluta tranquilidad y estoy seguro de que nadie llegó nunca a sospechar que hubiera entre sus miembros un extraño individuo capaz de levitar entre la maleza de los parques.

Existen muchos casos parecidos, yo lo sé. Poetas que pasan por la vida como seres normales, cuando en realidad proceden de galaxias muy lejanas a la nuestra. No exagero en absoluto lo que digo, pueden creerme. La mayoría de personas y por varias razones, no logran descubrir al verdadero poeta. Lo cierto es que vivimos en un mundo de miopes; un mundo que casi siempre confunde el talento del poeta verdadero con los payasos que tratan de imitarles sobre la tarima con pobres aciertos. La segunda de las razones y aun más peregrina que la primera, es que ellos se pierden en un bosque de auténticas palabras y andan desprovistos de ese tipo de vestimenta estrafalaria que usa regularmente el engreído de salón.

Todo este preámbulo que antecede al aterrizaje, me lleva hasta un período de mi vida en el que estaba enamorado de una joven estudiante a principios de los años ochenta. Coincidí en aquel momento con dos poetas, jóvenes promesas de las letras cuyas luces estaban aún por prenderse. De los dos, hoy solo voy a referirme a Evan Lewis, por desgracia recientemente fallecido en la ciudad de Miami. Nos habíamos conocido en la buhardilla de nuestro amigo común, justo cuando atravesaba un proceso atribulado y amargo a causa de esa joven hermosa y culta que ignoraba mis reclamos de amor. Recuerdo especialmente una tarde lluviosa en la que junto a aquellos hacedores de versos andaba yo desgranando mis pesares, mientras ellos -sin guardar siquiera las apariencias- se burlaban descarados y sin ningún rubor de mi desdicha.

En aquella época yo era un lector empedernido de Mario Benedetti, sobre todo de su poema "A la izquierda del roble" y por aquellos días todo cuanto se relacionara con la lluvia y la aparición de fantasmas terminaba asociado a mi trágica y triste figura. Ambos, aprovechándose de mi patética estampa, improvisaron en mala hora una burla inmisericorde que llevaron hasta el paroxismo sin ninguna consideración. Situados frente a mis ojos pusieron en marcha una hilarante e inagotable antología de canciones y poemas vinculados a la lluvia. Uno detrás de otro y casi quitándose la palabra, recitaban o cantaban húmedas y triviales canciones que casi hicieron de mi infortunio una herida más desalentadora y profunda, si aquello hubiera sido posible. Y así como los conocedores de la buena música sienten que pertenecen al círculo cerrado y exclusivo del mundo del jazz, una especie de cofradía altanera y secreta, de la que queda excluido todo aquel que disfrute de un oído acostumbrado a la vulgaridad, me sucedió a mí. Admito que llegué tarde a la poesía exquisita y comprendí mi enorme torpeza.

Después de un buen rato de risas y chanzas, de repente, en un acto insospechado y magnánimo, sacaron de entre los papeles y libros que nos rodeaban -cual si de la copa del sombrero de un prestidigitador se tratara- a un poeta portugués, hasta entonces desconocido para mí y que me fue generosamente regalado en medio de la amargura. Conocí de ese modo y de la mano de Evan Lewis a Fernando Pessoa. Leyó para nosotros, con enorme entusiasmo y maestría "Odas marítimas" y caí rendido. Fue un punto y aparte. Un descubrimiento necesario para acercarme a la auténtica poesía. Desde ese momento sentí que aquel hallazgo afortunado se lo iba a deber de por vida y hoy sigo teniendo idéntico sentimiento. Llegado este momento le ofrezco, a través de estas líneas, mi más profundo reconocimiento por presentarme al autor del libro del Desasosiego en aquella lejana tarde de desaliento, risas y poesía. Ser agradecido se tiene por una de las más bellas virtudes del ser humano y no me gustaría, en este caso, quedar fuera del peculiar grupo de personas que la practica. Mi más sincera gratitud, querido Lewis.