Al despuntar la década del setenta, y en el ocaso del régimen de los Doce Años de Joaquín Balaguer (1966-78), Enriquillo Sánchez y Guillermo Piña Contreras se abocaron a la tarea intelectual de iniciar, en la desaparecida revista ¡Ahora!, una sección cultural y literaria, titulada Palotes (1976-79). En esa empresa seminal están, a mi juicio, el germen y la génesis del pensamiento intelectual de Enriquillo Sánchez (1947-2004), aptitud que lo llevaría a tener una presencia protagónica en el diarismo de opinión, hasta su muerte. Quienquiera explorar en el origen de su trayectoria le bastará leer esas páginas literarias. Allí encontrará –desde ya– sus obsesiones, pasiones, desvelos y utopías. Ahí están sus ideas, salpicadas de poesía, en un estilo festivo, pero no menos desenfadado, provocador y provocativo, con su peculiar y desconcertante dicción sintáctica. Los Palotes hicieron historia: sembraron una impronta, que permanece latente en la memoria de sus lectores de entonces –que ya no son los mismos. Era una sección matizada de interrogantes y propuestas, clamores y llamados. Palotes prefiguró su visión de la dominicanidad, y fundó, en cierto sentido, la modernidad del pensamiento intelectual nacional. Eran notas editoriales semanales, de presentación de autores nacionales y extranjeros, donde desfilaron, por el tamiz del juicio de su editor (o editores iniciales), poetas, novelistas, cuentistas y ensayistas, bisoños y consagrados. Crítica del presente y visión de utopía, esta página –de fondo negro–, constituyó una caja de resonancias del espíritu de su época y una atalaya de libertad. “Somos palotes porque somos embrión, mano de pulso débil, proyecto” (es una sentencia de sus páginas iniciales).

“Laboratorio de investigación”, Palotes nació el 8 de noviembre de 1976; fue firmada hasta el 3 de marzo de 1977, por Guillermo y Enriquillo, y luego sólo por Enriquillo, hasta 1979. Fue una ventana, un manifiesto epocal y circunstancial, por donde desfilaron reseñas y comentarios sobre: René del Risco, Manuel del Cabral, Franklin Mieses Burgos, Neruda, García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Fabio Fiallo, Jacques Viau, Hemingway, Martí, Darío, Raúl Bartolomé, Alexis Gómez Rosa, Rafael Valera Benítez, la UASD, Pedro Peix, Hugo Tolentino Dipp, Maricusa Ornes, Josefina de la Cruz, Peña Batlle, Ramón Emilio Jiménez, Pedro Pablo Fernández, Matos Paoli, Yelidá, el pluralismo, Vicente Aleixandre, Diógenes Valdez, Leonel Concha, Rafael Américo Henríquez, Ciriaco Landolfi, entre otros autores y temas.

“La literatura es acción. El periodismo es acción. El arte será libre o no será”, reza uno de sus apotegmas, una suerte de manifiesto generacional, con que postularon un maridaje entre periodismo y literatura, aludiendo a la sentencia de André Malraux, cuando este intelectual y escritor francés, sentenció: “El siglo XXI será religioso o no será”. ¿Lograron hacer realidad, Guillermo y Enriquillo, sus sueños, sus anhelos y sus propósitos? Estas opiniones reflejan la temperatura de la época: ebullición de las ideas de libertad, rebelión, revolución, liberación y utopía socialista, en el crepúsculo del régimen despótico de Balaguer y la apertura de la era democrática, y en el alba de nuevos “caminos de utopía”. Enriquillo era, a la sazón, marxista. De ahí que se respire, en los entresijos de sus palabras, el néctar del materialismo histórico y dialéctico, y del marxismo, del que fuera, a partir de la caída del muro de Berlín y de la crisis del socialismo real, acaso uno de los primeros y más acres críticos, desde la trinchera –más de una decana después–, de su columna periodística “Para uso oficial solamente”, del desaparecido diario El Siglo. Las letras de Palotes inauguraron, a mi juicio, un tipo de periodismo cultural con el que pretendieron (y pretendió), por así decirlo, incendiar la conciencia intelectual dominicana y sacudir la memoria colectiva de sus lectores.

Enriquillo no fue un hombre de armas ni de acción; ni un fervoroso militante político, sino un hombre de letras, un homme de lettres, en la acepción francesa, como buen afrancesado que fue, acaso influido por su admiración a Sartre, Camus, Aron o Malraux –estirpe o talante intelectual que asimiló durante su breve estadía en la ciudad de Paris, a mediados de los años sesenta (me decía, no sin lástima y nostalgia, que en mayo del Paris del 68 estaba en Santo Domingo y durante la guerra del 65, estaba en París).

Enriquillo, por tanto, estaba llamado a ser un intelectual, a asumir dicha vocación. Fue pues un intelectual, un literato, desde temprana edad, al acompañar a su padre, José Aníbal Sánchez, profesor de historia de la UASD, a tertulias de adultos, a la Cafetera el Conde, o a su tío, el filósofo, Carlos Sánchez y Sánchez. Desde su juventud, Enriquillo llevó el pensamiento al periodismo de opinión. Ejerció, efímeramente, la docencia universitaria, y luego la investigación y la publicidad, oficio al que le destinó la mayor parte de su vida creativa y laboral.  Apenas bordeaba los 30 años cuando fundó Palotes, junto a Guillermo Piña Contreras –quien tenía 25 años. Eran pues unos imberbes enfebrecidos por la pasión intelectual.

Examen y radiografía de la cotidianidad nacional, los Palotes fueron, en su momento, apuntes y notas de opiniones. A mi modo de ver, un laboratorio de ideas que fueron cimentando –o forjando– el intelecto de Enriquillo Sánchez, y fundamentando su voluntad creativa, estilística y conceptual. Nunca llegó tarde. Siempre llegó temprano al festín y a la aventura del pensamiento. Desde su adolescencia le picó el gusanillo de las ideas. Estaba condenado a ser un intelectual, como estamos “condenados a ser libres” –como diría Sartre, su lejano maestro. Sánchez Mulet estaba –como era natural en la época– hechizado por las utopías. Fue un militante del futuro, cargado de sueños redentores, y un poeta que nació del cuentista (ganó a los 19 años un premio en el Concurso de Cuentos La Máscara, cuyo jurado presidió Juan Bosch). Del cuento pasó a la poesía y de esta, al artículo y luego, al ensayo. Enriquillo Sánchez nació y murió en el vórtice de las letras y las ideas, que prohijaron –o perfilaron– su personalidad, moldeada por la escritura y el estilo.

Los editoriales de Palotes se leen –o leerían hoy– como poemas en prosa. Cada columna deviene en un poema. En ocasiones  muy escasas, Enriquillo pasaba de la prosa al verso. Pero, en ambos casos, buscaba y perseguía una forma, un modo justo (most just) –a la manera de Flaubert—y un estilo de pensamiento, irreverente y cumbanchero, que le dio el estatuto –o la definición– de un librepensador, heterodoxo y festivo, de un autor que escribía con  libertad. Esta columna desnudó –o reveló– la cultura que poseía Enriquillo desde muy temprano y, sobre todo, su libertad provocativa, con que decía lo que tenía que decir. Esa fue su ética: su moral letrada. “Soy un escritor que quiere aprender a dar en el corazón”, dijo.

Palotes nace, como se sabe, en 1976 y desaparece en 1979. Es decir, fueron casi tres años de permanencia sabatina. Enriquillo volvió a retomar la opinión en el diarismo nacional, justo diez años después, con su columna semanal (primero dos veces por semana y luego una vez), “Para uso oficial solamente” –la cual también permaneció por diez años (de 1989 a 1999). A esta le siguieron “Devoraciones”, y esporádicamente, “Zona de strike” (ambas en el diario Hoy), una viñeta más breve de fulgurazos expresivos y chispa intelectual. Como se ve, siempre sintió pasión por el periodismo cultural de opinión y por poner ideas en circulación, al calor y fragor de la página semanal. Los casi tres años de Palotes le dieron a Enriquillo Sánchez un espacio en las letras, pues pisó con pies firmes en el territorio del mundo intelectual dominicano. Por eso fue más que un escritor, un intelectual; un hombre del siglo XX –ese siglo de los intelectuales, como lo definió Michel Winock–, enamorado de las ideas, de la cultura dominicana y de la cultura universal. Concibió su lugar en la prensa como una prolongación de su ejercicio de pensar y como un diálogo con su público lector. Para él, Palotes fue una práctica de iniciación que lo llevó a sembrar el embrión, la raíz de su empresa intelectual. Cuando vio el fin de Palotes, en la revista más leída, y en la que se escenificaron los más importantes debates intelectuales de la cultura dominicana en la década del setenta, dijo: “Enriquillo Sánchez cesará, pero Palotes no cesará”.

El vértigo de sus frases nos hace cerrar los ojos para ver más claro el presente y el porvenir. Inteligencia, gracia, temblor y pasión caracterizaron siempre su temperamento intelectual, las cuales aflora en sus palabras y en sus frases estremecedoras. Heredó de los franceses la vocación racional y la voluntad de estilo. Acaso escribía en español y pensaba en francés –como se dijo de Rubén Darío–, por su breve estadía en la patria de Montaigne –padre del ensayo personal. Sánchez Mulet creó el lector inteligente. Llevó una generación de intelectuales a opinar a la prensa y fundó una tradición de lectores consumidores de diarios. Escribir una columna para él siempre fue una fiesta espiritual e intelectual. Benjamín de la generación del sesenta, se inició tempranamente en los oficios de pensar y de escribir: primero como cuentista, luego como poeta, y finalmente como articulista. Sorprende su temprana cultura y su visión crítica y personal de la historia dominicana y de América. Pensó en voz alta. Soñó despierto y escribió en estado de iluminación y revelación, encantamiento y ensoñación, seducción y visión. Artesano del estilo, el autor de Para uso oficial solamente surgió como intelectual para quedarse en la delectación de sus lectores cotidianos.

Hizo literatura comprometida, en su tiempo, pues poseía una ética de autor, aunque con una prosa borgeana, acaso cartesiana, en el mejor racionalismo francés no dogmático. Vivió vitalmente la vida, al paso de la contemplación y la visión de los instantes. “Vivir es el primer y único verbo de la literatura”, dijo. Es una frase lapidaria y sentenciosa que asusta, como otras que nos limpiaron los ojos de dogmas y cegueras conceptuales. Hizo del estilo su Dios verbal. De ahí que repetía la frase de su lejano maestro de la forma, Roland Barthes, que reza: “El estilo es biología”. Su estilo, el de Enriquillo, es su obra: la autobiografía de su destino intelectual.