Los monstruos ocultos carecen casi siempre de sentido del humor. Y cuando utilizo el término oculto, a quienes realmente me refiero es a ciertos individuos que, a pesar de no haber alcanzado el poder, pululan como mansos corderos en el diario acontecer y por tanto no somos capaces de contemplar -en toda su dimensión- la auténtica naturaleza que esconden. En el seno de algunos partidos políticos, sobre todo en aquellos en los que existe una férrea centralización en la toma de decisiones, surge a menudo esa clase de personas que concentran el control de las pasiones de todo un colectivo. Son personajes que odian el humor. Llevan en su pecho el dolor y el resentimiento en su corazón como una cápsula atómica. La persecución del fin marcado para el grupo es su único norte. En algunos casos pueden llegar a ser brillantes tribunos. La elocuencia de su discurso, su facilidad para comunicar y seducir al pueblo son más que evidentes. Pero es indudable que también se puede dar el caso contrario. Líderes parcos en el decir, austeros en el uso del mensaje y la palabra, disciplinados -hasta llegar a ser obsesivos- en el cumplimiento de las reglas. Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, es un claro ejemplo de este último tipo; un ser de apariencia anodina y sin el menor carisma personal, torpe en sus formas y anclado en un patrón obsoleto y falto de gusto incluso en el vestir.

 

En nuestro país hemos tenido igualmente esa clase de políticos prácticos, organizados y sin sangre en las venas. Ellos consideran la cultura como un hecho menor y sin importancia, una actividad al margen de la realidad cotidiana y alejada del mundo "real". El arte, la literatura, la poesía son para ellos expresiones extrañas, solo aptas para soñadores vanos e infecundos. Pero por fortuna no son estos los que infunden pavor.  Su torpeza al caminar les pone en evidencia su puesta en escena es reconocible y fácil de detectar. Son otros, revestidos de manera distinta, los que son dignos de cuidado. Aquellos que no se permiten un respiro, los que se convierten en pájaros de mal agüero, los que abusan de un discurso apocalíptico en todo momento, sin manifestar la menor capacidad para descansar la vista ni relajarse, siquiera, por un instante. Agoreros y eternos quiromantes de desgracias.

 

Cuando leo o veo actuar a alguien sin el menor ingenio ni atisbo de un rasgo jocoso, pienso en esos pequeños dictadores ocultos, cuya falta de talento les impide acceder a las más altas cotas de poder. Personajes cuya medianía y falta de entereza les sitúa para siempre en planos intermedios desde donde ejercen una labor de zapa contra todo lo que huela a libertad de pensamiento, no importa cuán cerca pretendan venderse de la idea de ser gestores y abanderados de la misma. Desconfíen si sus mensajes y escritos no destilan ni una gota de ese sano ejercicio que consiste en reírse de uno mismo. Pongan cuidado y presten mucha atención a su presencia. Tal vez bajo sus palabras permanezca al acecho un Josef Stalin o un Augusto Pinochet agazapado tras la sombra de una falsa apariencia.