En el país del enllavismo y las dinastías familiares, los políticos no hablan mucho de meritocracia -eso es, hasta que se plantea el tema de la paridad de género en la participación política y empiezan a aparecer los meritócratas por todas partes. Estos personajes están convencidos de que el argumento de la meritocracia es la excusa perfecta para oponerse a la paridad, que con ella quedan como grandes demócratas enfrentando privilegios injustos. La realidad, por supuesto, es mucho menos heroica.

 

Empecemos por el palo acechao del viernes 23 de diciembre pasado, fecha elegida -tras meses de procrastinación- por el Senado de la República para aprobar sus modificaciones a la Ley 15-19 del Régimen Electoral, lo cual hizo ignorando por completo la propuesta al respecto hecha por la JCE. Lo aprobado ese día retrata de cuerpo entero el envilecimiento de la clase política dominicana, que no pierde oportunidad de promover sus intereses más mezquinos a costa del bienestar del país (ver los detalles en el comunicado de Participación Ciudadana). Vista en ese contexto, la eliminación de la paridad de género del proyecto de ley es apenas un elemento dentro del entramado más amplio de medidas antidemocráticas con que los partidos preparan su próximo festín electoral.

 

A juzgar por comentarios vistos en los medios, quizás a algunos senadores haya que aclararles la diferencia entre la paridad de género y la ley de cuotas, entendida esta última como una medida compensatoria de carácter temporal, en tanto la paridad es un principio constitucional de carácter permanente que busca desarrollar la democracia fortaleciendo la ciudadanía política de las mujeres. “La democracia paritaria requiere reconceptualizar el sistema de representación. A diferencia de la cuota, bajo el concepto de la paridad las mujeres dejan de ser concebidas como una minoría que requiere de derechos especiales de representación dentro de un sistema político hegemónico masculino. Es decir, la paridad de género no es un mecanismo que interviene en un sistema existente, sino que debe considerarse un componente integral e ineludible de la democracia consolidada o de calidad.”

 

Quizás también sea bueno recordarles a los senadores que ese componente integral e ineludible de la democracia de calidad está contemplado en el Art. 39 de la Constitución dominicana, que no solo establece el principio de igualdad sino que obliga al Estado a garantizar y promover la paridad efectiva. El párrafo 5 de este artículo no deja lugar a dudas: “El Estado debe promover y garantizar la participación equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas a los cargos de elección popular para las instancias de dirección y decisión en el ámbito público, en la administración de justicia y en los organismos de control del Estado”. Además, la paridad en todos los puestos de elección popular es una de las metas de la Estrategia Nacional de Desarrollo 2030; es un compromiso asumido por el país como signatario de múltiples convenios internacionales de derechos humanos; y forma parte de la Agenda 2030, cuya Meta 5.5 establece la obligación del Estado de “asegurar la participación plena y efectiva de las mujeres y la igualdad de oportunidades de liderazgo a todos los niveles decisorios en la vida política, económica y pública”.

 

Ahora bien, ¿por qué no basta la meritocracia? ¿Por qué es necesario establecer por ley la paridad en los cargos de representación política? La primera razón es la truchimanería de los políticos dominicanos, que a lo largo de los años apelaron a todas las artimañas habidas y por haber para evitar la aplicación efectiva de las leyes de cuotas. Para muestra, un botón: a fin de evadir la aplicación de las cuotas de género a nivel municipal, el Congreso se inventó la figura del vicealcalde (y luego la del subdirector de distrito municipal), estipulando que la cuota se podía cumplir indistintamente con cualquiera de los dos cargos, titular y vice. El objetivo era patéticamente obvio: los cargos titulares quedaron concentrados en manos de los hombres y a las mujeres les dieron los cargos subalternos, que son posiciones básicamente decorativas, a menudo sin presupuesto ni oficina. En las elecciones del 2020, el 88% de los alcaldes y el 91% de los directores de distrito electos fueron hombres, en tanto el 87% de las vicealcaldías y el 91% de los subdirectores de distrito electos fueron mujeres.

 

Tras más de dos décadas de vigencia de las cuotas en RD, en el 2020 los hombres obtuvieron el 88% de las senadurías, el 75% de las diputaciones provinciales, el 100% de las diputaciones nacionales y el 80% de las diputaciones al Parlacen. Aunque no se trata de puestos electos, no está de más señalar que en el gobierno “paritario” que prometió Abinader en su campaña electoral hay actualmente 21 ministerios ocupados por hombres y solo 3 (si incluimos la Procuraduría) ocupados por mujeres. Súmele a eso el engañabobos de las gobernaciones provinciales, un cargo sin poder real que se parece a las vicealcaldías. Con razón OnuMujeres señala que, a nivel mundial, de seguir aumentando la representación femenina al ritmo actual se necesitarán 130 años más para lograr la paridad de género en las más altas esferas de decisión.

 

Estoy por creer que los paladines de la meritocracia no se han leído ni uno solo de los muchos estudios realizados en el país sobre los factores que afectan negativamente la participación política de las mujeres, estudios que invariablemente destacan el sexismo de los partidos tradicionales y su inexistente compromiso con el fortalecimiento de la ciudadanía de las mujeres. Uno de los más recientes identifica como principales obstáculos a la participación femenina “los estereotipos y prejuicios que han buscado confinar las mujeres al espacio doméstico, la falta de tiempo o conflictos de horarios por las responsabilidades familiares que recaen sobre las mujeres, las desigualdades económicas con respecto a los hombres y el machismo en los partidos políticos”.

 

Hace poco escuchaba a un diputado explicar en la tele que la culpa de las disparidades en última instancia la tienen las propias mujeres porque, por ejemplo, cuando su partido organiza un curso de preparación política, de 30 participantes 25 son hombres. Una no sabe si echarse a llorar o si explicarle a este señor, en lenguaje muy sencillo, que las mujeres dedican en promedio tres veces más tiempo que los hombres a las labores domésticas y de cuidados, lo que limita considerablemente su disponibilidad para actividades fuera del hogar. Y de una vez aprovechar para recordarle que el 66% de los dominicanos opina que “los niños sufren cuando la mujer trabaja fuera del hogar”, el porcentaje más alto entre los países de la región, en tanto el 34% (43% entre los hombres) opina que “los hombres son mejores líderes políticos que las mujeres”. Y ni hablar de lo feo que se ven las mujeres andando por su cuenta en actividades políticas en lugar de estar en su casa atendiendo a su marido y a sus hijos, ¿no? O de la tendencia de los partidos a ofrecer mayores aportes a los candidatos varones que a las mujeres, hallazgo que también consignan varios estudios. Los meritócratas no acaban de entender que una cosa es correr los 100 metros en tenis y otra correrlos en tacones, por más mérito y por más libertad que tengan las mujeres de participar en la carrera.

 

Hace años que la democracia dominicana está atrapada en el callejón sin salida de una partidocracia inescrupulosa que mantiene secuestrado al poder del Estado al que justamente corresponde hacer las reformas necesarias para adecentar el quehacer político nacional. La farsa del 23 de diciembre pasado es solo el último episodio de este bochorno interminable y el mejor argumento a favor de una reforma profunda del sistema político dominicano. FIN