A mí, como a todos ustedes, me encantan los libros, esos pequeños-grandes duendecillos de solo unos treinta o cuarenta centímetros de alzada que logran meterse a través de los ojos en la cabeza y se anidan en el corazón me fascinan, me subyugan, me hipnotizan y hasta me desatan una fuerte adicción por ellos.

Siempre los he visto como la más maravillosa de las maravillas maravillantes y sobre todo como el alimento humano más completo, aún más que la leche pura de vaca, o de teta de madre, que tiene todos nutrientes necesarios para que los recién nacidos prosperen, esa leche de verdad, la de antes, la que al hervir deja, o mejor dicho dejaba, arriba del pote una gruesa capa de rica y suculenta nata, o como las nutrientes batatas asadas que humean por las cercanías de Villa Altagracia, por cierto ninguna tan sabrosas como las de esta tierra.

Del libro se han dicho muchas cosas, definiciones, opiniones, sentencias, pareceres, metáforas y sesudas reflexiones de escritores, sabios, filósofos, también algunos que otros locos, editores, y por mi parte voy a tratar de expresar lo entiendo que son los libros: son el Pan Intelectual de la Humanidad, que al igual que el pan del trigo cultivado en los campos, ha servido de base alimenticia para su mantenimiento y prosperidad durante miles de años. A las sociedades modernas además de medirlas por el PBI, deberían hacerlo por el LLH o Libros Leídos por Habitante. Seguro que al aumentar el LLH, también lo haría el PBI en igual o inclusive mayor proporción.

El libro está elaborado a partir de una masa madre que son las ideas primarias o conceptos que un escritor quiere comunicar al lector y las pone a fermentar dando vueltas en la noria del cerebro durante un cierto periodo. Ese tiempo puede ser muy variable, desde unas horas, meses, o hasta años, cada autor tiene sus propia marcha, unos son rápidos como el rayo y otros son artistas del lento pensar. Dostoievski acabó El Jugador en solo una semana y Victor Hugo necesitó nada menos que doce años para finalizar Los Miserables.

A la masa madre ya fermentada se le añade la harina proveniente de moler y remoler cientos o millares de ideas, pensamientos reflexiones, conceptos… hasta convertirlos en pequeñas letras que una vez ordenadas unas tras otras en fila india se convierten en palabras significantes.

A esa pasta se la amasa, si uno es artesano, con las manos o el rodillo de madera de la perfección una y cien veces, se la golpea, se la estira y encoge como las tripas de Jorge, se le añade unos puñaditos de harina extra para enriquecerla y se le vierte unos chorros de agua creativa para hacerla más homogénea y maleable, también se le pone, a discreción, la levadura de la originalidad propia del autor que le dará volumen y altura a la obra. La levadura de García Márquez en Cien años de soledad es mágica, la de James Joyce en su Ulises es enormemente descriptiva, y la de William Shakespeare, es permanente y universal.

Una vez lograda la masa de escritura definitiva se la vuelve a dejar reposar, mientras se retocan sus contornos, se le da la forma acabada haciéndole hoyos, hendiduras, surcos, simpáticas moñas, se corta en finísimas lonjas que son sus páginas y se la bautiza con un sugestivo título editorial. Ya lista para su cocción, se mete en el horno de la imprenta a temperaturas específicas para salir hecha todo un libro en tiradas de miles o cientos de miles de ejemplares según su éxito y demanda.

Así se obtienen los Librospan, llenos de nutrientes, con masa de literatura esponjosa, interés de corteza crujiente, y aroma de recién tostado con experiencias para hacer bocadillos de Tolstoi, sándwiches de Milan Kundera, deliciosos canapés poéticos de García Lorca, o unos completos a lo Barra Payan de las obras de Cervantes con mucho ketchup y mostaza, y cientos de otros bocados paneros más que tanta emoción, energía y placer me han dado y me continúan dando en la vida.

Si en su proceso de elaboración me he saltado algún paso de repostería, o lo he puesto mal o de más, ustedes podrán perdonarme porque como bien saben, ni soy panadero, ni mucho menos escritor ¡Que conste!