En 1991 Umberto Eco escribió un artículo de opinión para el periódico La Nación cuyo título es bastante sugerente: «Por qué los libros prolongan la vida». Lo he recordado y releído en estos días. En la semana pasada hablamos del pensamiento narrativo y del beneficio que trae ya que permite dar sentido a nuestras experiencias; es decir, ayuda a dotar de significado aquello que vamos viviendo. Hoy vuelvo sobre el tema a raíz de un hecho que ha consternado las redes sociales: unos jóvenes de buena posición económica, pero de escaso seso, se burlaban del modo en que trapeaba una joven en un restaurante de comida rápida. La solidaridad con la joven, tanto de hombres y mujeres, se dejó sentir de distintos modos: a veces con amenazas de violencia física o expresiones peyorativas y algunas que otras «malapalabrotas»; otras veces, con certera indignación hacia la falta de sensatez y empatía de las chicas que acompañaban a los dos trogloditas que irrespetaron la dignidad humana y laboral de la joven.

En varios comentarios se expresaba el rol de la formación familiar y escolar en estos jóvenes; se cuestionaba, como suele hacerse, la formación recibida y su eficacia. Lo que veo es que, por lo regular, ante la evidente insuficiencia de sensatez, de empatía, de solidaridad y de respeto es probable que olvidemos que cada adulto es responsable de sus decisiones y que no siempre es culpa de la escuela la inmadurez mostrada. Al final, la educación y la formación de un ser humano es una apuesta constante y en cada momento somos los responsables únicos de echar mano de lo aprendido y actualizarlo en decisiones éticas y acciones sensatas.

Ahora bien, la pregunta qué me hago es la siguiente, animado por la idea de que somos el fruto de lo leído, ¿cuánto leen estos jóvenes? ¿Qué leen estos jóvenes? ¿Por qué razones leen o no? La joven empleada, ¿cuánto lee? ¿En qué medida nuestra formación emocional y ética depende de las lecturas que hacemos?

En el texto de Eco recordado se cita una frase del editor Valentino Bompiani que dice que «un hombre que lee vale por dos». Entiéndase por “un hombre”, un ser humano que lee vale por dos; no importa el sexo ni la edad. Es más, aquel que lee historias y desarrolla este pensamiento narrativo es capaz de responder con sensatez y cordura ante una situación determinada. Si bien la lectura no es la solución a todos los males ni a las inconductas de la inmadurez, permite, en buen grado, desarrollar lo posible y nos habitúa a ver las consecuencias de nuestras acciones en un espacio de imaginación y no en la vida real.

Hoy estos jóvenes victimarios han tenido que borrar sus cuentas, intentando ocultar sus identidades, después de la avalancha contra ellos en las redes sociales. Con certeza no previeron consecuencias del hecho ni de la posterior subida del video. Ello se explica por el afán desmedido de protagonismo en las redes y a la falta de empatía ética. Digo empatía ética puesto que no hay un desarrollo de la capacidad de anticipar en la imaginación los posibles efectos de una acción como tampoco un hábito de ponerse en los zapatos del otro. Habilidades sociales estas adquiridas de modo exclusivo a través de la lectura de historias.  Como bien lo señaló Paul Ricoeur: «la literatura es un laboratorio para la acción humana». Mientras menos se lee, más torpes seremos en términos de anticipación de conductas y acciones que surjan de la reflexión y que reflejen los hábitos virtuosos en nosotros.

El problema con el que no lee, nos dice Eco, es que no reconoce el derecho de los demás ni la culpa propia; ello porque es incapaz de discriminar entre lo correcto y lo incorrecto en una situación dada. En ese sentido es que los libros, señala el autor italiano, prolongan la vida y permiten vivir múltiples vidas en un solo nacimiento. En definitiva, leer literatura nos enriquece y nos permite desarrollar esa empatía que soñamos los demás tengan con nosotros cuando estemos en una situación difícil en la vida. Pero, de igual forma, nos permite tomar los zapatos del otro.