En el centro de Valladolid corre la calle Regalado, convertida en peatonal hace no sé qué tiempo. En la esquina que se forma con la calle Teresa Gil hay una preciosa panadería y en las afueras de esta los comensales disfrutan sus productos en pequeñas mesas. Si se mira al Este, más allá de la calle de Cascajares, se aprecia la torre de la Catedral de Valladolid. Allí nos sentamos a desayunar en la mañana del 31 de julio de 2022, como lo habíamos acordado algunos días antes.

 

Hablamos por horas. Mi padre había querido conversar a solas conmigo, para decirme cosas que él entendía que serían difíciles de oír. Y no se equivocaba. Me habló de sus congojas, del paso de la enfermedad sobre su cuerpo y de la proximidad de su descanso sempiterno. Pero también de sus esperanzas, de los sueños de su juventud que vio realizar y de las ideas que esperaba que yo avistase triunfar en el porvenir. Entre un sorbo de café, una mirada perdida sobre la calle o un recuerdo de mi niñez, me dijo que quería volver a su tierra antes de partir, que cuidase de la familia, que nunca olvidara leer y orar y, con un énfasis imposible de olvidar, que me ocupase de ayudar a los demás.

 

Cuando ya nos alcanzaba el mediodía, mientras los transeúntes apuraban el paso hacia la calle Duque de Victoria -creo yo que en dirección a la Plaza Mayor-, me preguntó qué haría con sus libros cuando le tocase partir. La pregunta me sorprendió. Siempre respondía a ese tipo de interrogantes con un “ya veremos” o algo por el estilo, recalcando que no quería hablar sobre lo que haría cuando él emprendiese ese viaje a la eternidad, porque me parecía extemporáneo. Él insistió. Le presenté algunas ideas, reímos sobre una propuesta ilusa, y entre un texto de Delibes, una canción de Silvio y una evocación de un paraje en el que ambos pasamos -con décadas de diferencia- parte de nuestros años mozos, llegó la hora de retirarnos.

 

El domingo pasado, al retornar a la biblioteca de mi padre y saber que él no volvería, me sentí solo por un instante confuso y desagradable. Luego recordé que no estaba solo y que no lo estaría jamás, mientras pudiese dar sentido a las ideas que nacieron en aquel lugar mágico.

 

Busqué con ansias algunos de los textos que leí por primera vez y otros que me había leído él. No pude hallar el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, ni Mujercitas de Louisa May Alcott o El Príncipe y el Mendigo de Mark Twain. Quizás yo mismo los extravié décadas atrás. Encontré una versión de El hombre mediocre de José Ingenieros, cuyas páginas leímos juntos alguna vez, una compilación de obras de Julio Verne que me regaló cuando cursaba el bachillerato y una edición de La Tregua de Benedetti que compramos juntos en Montevideo en 2009. Entre una y otra estantería, encontré a mi padre. Lo encontré en sus ideas, en los libros en los que había abrevado desde los años setenta y con los que nos había educado a mi hermana y a mí.

 

Lo recordé leyendo sus libros favoritos, como El Gaucho Martín Fierro de José Hernández, diciéndome que a su vez conoció por su padre aquel poema narrativo del argentino. A veces citaba a Cervantes, otras veces a Fernández de Moratín y constantemente la Biblia. Sonreí al recordar la diversidad de los contenidos y entendí, una vez más, la naturaleza de sus posiciones ideológicas y su rechazo a las posturas radicales. Vislumbraba en un tramo la obra completa del profesor Juan Bosch, en otro los tomos del tratado de Derecho Civil de Marcel Planiol y Georges Ripert y justo frente a estos una colección de escritos teológicos de Ellen G. White, E. J. Waggoner, A. T. Jones y Frederic T. Wright. Había un poco de todo.

 

Hice mías en aquel momento las palabras dichas en ese espacio años atrás, sobre el Derecho, sobre la política, sobre la fe. Y entendí, tal y como algunos amigos me comentaron en las amargas horas de sus exequias, que en la medida en que transcurriese el tiempo le conocería más y entendería mejor. ¡Qué hermoso fue entonces para mí darme cuenta que estaba iniciando ya esta fase de la amistad con mi padre que, aún sin él estar presente, no terminará jamás!

 

Conté a mi madre de aquella conversación en Valladolid y ella se reservó, además de sus habituales libros de medicina y teología, varios tomos particulares. Tuvo que argumentar bastante para que yo cediese aquel viejo tomo de El Quijote de la Mancha que mi padre puso en mis manos cuando era tan solo un niño. La ocasión se hizo aún más hermosa porque entonces ella y yo recorrimos varios tramos conversando sobre qué iba a leer ella ahora y recomendé ciertos autores y obras en particular. Siento que una nueva forma de asociación entre nosotros, inspirada en lecturas comunes, se inicia.

 

Tomé apresuradamente algunos libros y los coloqué en mi vehículo. En ellos, en una suerte de simbolismo muy especial para mí, llevé conmigo las ideas de mi padre. Las atesoro. Deseo vivir por ellas. Deseo ser, como quería él, la mejor versión de mí mismo. Ojalá me alcance la vida para ello.