Durante las continuas invasiones haitianas a la República Dominicana a mediados del siglo XIX, los ejércitos invasores de ese país saquearon los hatos ganaderos de los pueblos fronterizos y sacrificaron una gran cantidad de reses. Esto provocó que los ganaderos de la parte dominicana abandonaron la frontera y emigraran hacia Santo Domingo o al extranjero, lo cual permitió que el ganado vagara libremente en las extensas planicies y se paralizara el comercio de ganado vacuno con Haití.

El estado de desolación en el cual quedó la parte oriental de la frontera tras el retiro de los ganaderos estimuló la emigración haitiana que llenó el vacío poblacional. Para Mats Lundahl y Rosemary Vargas (1983) esa avalancha migratoria carecía de justificación debido a la disminución de la población haitiana de la isla española. De forma concomitante, hubo una disminución de la población de Santo Domingo que pasó de 125,000 en 1789 a 63,000 en 1819 y todavía en 1871 se mantenía el déficit demográfico.

A consecuencia de esta acción deprecatoria, durante largos años una gran franja de la frontera norte permaneció en estado de abandono y, de manera progresiva, en ella se fue asentando un significativo conglomerado humano conformado por campesinos haitianos, acuciados por la escasez de tierras que afectó a Haití en los últimos 25 años del siglo XIX, como lo resalta el historiador Mats Lundahl (1982). Estos inmigrantes se unieron a los dominicanos que por diversas causas no pudieron abandonar la parte oriental de la frontera durante el período de las invasiones haitianas. De la unión de ambos grupos surgió una nueva categoría étnica: los dominicanos de ascendencia haitiana o rayanos, quienes heredaron los rasgos culturales de ambos ancestros, y, aunque por derecho de nacimiento les correspondía la nacionalidad dominicana, nunca le fue reconocida, y se le identificaba simplemente como haitianos, contrario a lo ocurrido con otros grupos de extranjeros.

Por ser la zona que concentraba la mayor cantidad de recursos naturales, esta población, compuesta por haitianos, dominicanos y domínico-haitianos o rayanos, se concentró entre Dajabón y Restauración, donde desarrolló su vida de forma estable, en un hábitat disperso, en rústicas viviendas y sin disponer de los más elementales servicios como centros de salud, escuelas, agua potable, calles, comunicación, iglesias, etc., aunque comportó un incesante crecimiento vegetativo.

Para bautizar a sus hijos y participar de los cultos religiosos los habitantes de la remota y olvidada frontera debía hacerlo en los templos católicos de Haití donde oficiaban sacerdotes de la orden de los Jesuitas, lo cual era posible por su condición de bilingüe (castellano y patois). Su vida económica dependía de la agricultura de subsistencia y de la práctica de la ganadería libre que comercializaban en Haití. Se daba un contraste con la parte haitiana de la frontera que disponía de grandes poblaciones, prósperas explotaciones agrícolas de gran rendimiento y una gran actividad comercial.

La principal actividad comercial de la frontera se concentraba en las denominadas Ferias que se realizaban cada semana en algunos puntos de la frontera y tenían un gran impacto en la dinámica económica. Muchos campesinos dominicanos de los pueblos del Cibao y contiguos a la frontera concurrían a las mismas para vender sus excedentes y otros bienes como tabaco, andullos, cera, ganado, gallos de pelea) y a comprar otros manufacturados de origen europeo o francés como telas, bebidas alcohólicas, alimentos, medicinas, materiales de construcción, etc.). Los medios de cambio eran la gourde y el dólar norteamericano pues la República Dominicana carecía de un sistema monetario. De hecho, algunas personas que percibían cheques del Gobierno debían viajar a Cabo Haitiano a canjearlos.

A lo largo de los años los distintos gobiernos dominicanos no mostraron preocupación por la existencia de esa población fronteriza, pero sí llamó la atención de las autoridades haitianas que en 1875 comisionaron al agrimensor Joseph Naray para levantar los planos de dichos terrenos, según un Informe de 1927 elaborado por el Lic. José R. Cordero Infante (Pilino), consultor jurídico de la secretaría de Estado de Agricultura y Migración, quien también informó que, en 1881, el general Benito Monción, gobernador del Distrito Marítimo de Montecristi, cobraba dos pesos anuales en moneda haitiana por cada conuco instalado en el ámbito bajo su mando. (O. Inoa, Azúcar, árabes, cocolos y haitianos, Santo Domingo, 1999).

Un campesino dominicano de Manuel Bueno, Dajabón, describió el proceso de asentamiento de los haitianos en las tierras fronterizas: “Cuando era un muchachón traficaban mucho los haitianos, los había propietarios, uno los veía trajeaos como los dominicanos, con sus corbatas, su caballo de silla, con sus chalinas volando. Se instalaban aquí, porque todo esto era montería. Desde el pie de la sierra venían los haitianos apoderándose de tierras, eran prietos, pero hablaban bien el dominicano”. (Entrevista a Juanico Cabrera, en Ana Mitila Lora, Memorias del siglo, Santo Domingo, 2018).

Los pensadores dominicanos de fines del siglo XIX e inicios del XX encasillaron como haitianos a esta población fronteriza, sin reparar en la existencia de los dominicanos de origen haitiano. Sin embargo, mostraron preocupación por el avance permanente de la cultura haitiana y la haitianización o africanización de los dominicanos allí residentes.

En 1884, por ejemplo, el progresista y admirado intelectual Pedro Francisco Bonó, resaltó que si en los pueblos del Sur no obra lo que denomina “la mala predicación de falsas doctrinas” que hubo en los pueblos del Cibao, en referencia a la proletarización y envilecimiento del campesino, los pueblos fronterizos tenían el “contratiempo de la atracción haitiana, cuya industria, propiedad y cambios, fuertemente incrustados en los suyos, los atrae con halagos positivos e incesantes, al tiempo que los distanciaba de forma paulatina de su centro natural que se descuidaba en “enlazarlos y atraerlos”.

Bonó ponderaba esta situación como “anómala” e “indefinida” que exponía a la región sureña del país a una “invasión perenne y progresiva” de población extranjera que debilitaba el elemento dominicano el cual desaparecería por completo de la región refundido en el haitiano, una vez que Haití supere la anarquía que la consumía. (P. F. Bonó, “Opiniones de un dominicano”).

Pero no solo a Bonó le preocupaba la inmigración haitiana. En su artículo “Intereses de la República, publicado en El Liberal, 31 de julio de 1900, Eugenio María de Hostos planteaba entre las necesidades más urgentes del país la de “poblar”, “colonizar tierras baldías”, “fabricar la muralla de semoviente en las fronteras”, fomentar las colonias agrícolas, y de forma casi urgente “atraer una inmigración selecta”, de gentes “fuertes”, “laboriosas” y “morales”.

Al explicar las razones de la decadencia de la frontera en 1902, José Ramón López entendía que el problema era de índole comercial y no político. Allí los dominicanos siempre han podido vender más caro y comprar más barato en Haití, con lo cual aumentaban las rentas de ese país y empobrecían su país de origen, además de someterse a la influencia no solo de las autoridades haitianas sino también de los comerciantes y personas importantes de los domínico-haitianos. Identificaba dos factores que habían impedido que la frontera se haitianizara por completo: la deficiencia de la política haitiana y la “gloriosa historia de la vida nacional”.

La creación de riquezas en la frontera, a través de la reducción de los aranceles y la baratura de los artículos indispensables para la vida, tendría como resultado inmediato la existencia de una “raza fuerte e industriosa”. Además, a los peligros de una invasión haitiana se opondría “una trinchera tremenda e infranqueable de familias blancas, inteligentes, robustas y laboriosas” que con un exiguo costo se establecería en la línea limítrofe. (“Nuestras fronteras”, en Artículos dispersos, t. I).

En su ensayo Colonización de la frontera occidental, publicado en 1910, López resaltó los elementos adversos de la misma, tales como la ignorancia, debido a la escasez de escuelas, y como secuela los elevados niveles de analfabetismo; las arraigadas costumbres patriarcales que otorgaban prestigio por la edad; la crianza libre que representaba un obstáculo para la agricultura comercial; la influencia de Haití al tener durante varios lustros mayor desarrollo económico que la República Dominicana y que todavía se mantenía en esa época al tener tasas arancelarias más bajas, y por último, la falta de comunicación con las regiones más densamente pobladas.

En 1907, un tercer letrado, mientras se desempeñaba como abogado de Julián de los Reyes, condenado por la Suprema Corte de Justicia a la pena capital por un crimen cometido bajo los efectos de “creencias supersticiosas” que había adquirido en la frontera, Américo Lugo utilizó criterios racistas para presentar un recurso de gracia ante el Poder Ejecutivo a favor de Reyes. En la ocasión, resaltó la “africanización de la frontera”, un espacio donde no se conocían “los principios, deberes y derechos” y las instituciones del Estado tenían una restringida influencia, pues en la mayoría de aquellas gentes “no tienen eficaz imperio ni la ley ni las autoridades”.

Por su estado de “ignorancia y salvajismo”, esta población, dominada además por “horribles creencias supersticiosas”, se hallaba inhabilitada para comprender lo que era la ley y peor aún era imposible establecer “si son efectivamente dominicanos por hallarse completamente haitianizados y ni siquiera haitianizados sino africanizados”. (En [J. Almoina], La frontera de la República Dominicana con Haití, Ciudad Trujillo, 1958).

Se acrecientan los flujos migratorios

El desarrollo de la industria azucarera en las últimas del siglo XIX representó el más importante estímulo para la inmigración haitiana. Aunque no existen estadísticas confiables, se tienen evidencias de la presencia de la mano obra haitiana en la República Dominicana desde los años finales del siglo XIX. Entre 1912 y 1913, el Central Romana Corporation utilizó trabajadores haitianos en la construcción de un muelle y otras obras, como lo ha referido el historiador Humberto García Muñiz (2013). Para Antonio Lluberes (Ton), SJ, (1983), aunque el bracero haitiano aparecía registrado por vez primera en la zafra de 1916, “hacía años que cruzaba pacíficamente la frontera y se radicaba en la despoblada parte dominicana”, donde además de cortar la caña, trabajaba en la construcción de la carretera Duarte, en hatos y plantaciones de café.

A medida que se expandía la industria azucarera aumentaba la inmigración haitiana. En los años subsiguientes aumentó significativamente en el país la inmigración haitiana. En 1917 algunos propietarios de ingenios azucareros contrataban personas que se dedicaban a reclutar braceros haitianos para el corte de la caña. El considerable flujo ilegal de estos hacia la República Dominicana motivó diversas indagatorias de las autoridades militares norteamericanas. (O. Inoa. Azúcar, Árabes, Cocolos y haitianos).

Los jornaleros haitianos trabajaron en la construcción el canal de riego que emprendió en la entonces común de Mao el ingeniero belga flamenco Louis Libert Bogaert en 1918, con una extensión de siete kilómetros, que permitió la siembra de arroz bajo riego por primera vez en la República Dominicana, al igual que en el segundo canal que construyó la Sociedad de Regantes de este pueblo en 1923. Su participación fue de tanta importancia que hasta una fiesta particular le hicieron. Asimismo, trabajaban en la recolección de café en las Cordilleras Central y Septentrional.

El censo de 1920, realizado por el Gobierno militar norteamericana, registró un total de 28,258 haitianos residentes en el país, aunque se considera muy baja pues los criterios empleados para clasificar a una persona como haitiana carecían de precisión. De acuerdo a las estadísticas utilizadas por Lundahl (1983), entre 1916 y 1925 la emigración haitiana hacia la República Dominicana fue una auténtica “ósmosis, anárquica y sin control”.

Esta emigración fue estimulada por el Gobierno militar norteamericano de Haití, pues consideraba que ese país se hallaba superpoblado y que los ingresos por derecho de migración podían emplearse para el pago de la deuda externa. Según los datos del censo de 1935, en el país residían 52,657 inmigrantes haitianos, de los cuales 50,000 residían en la zona rural que en realidad eran braceros o trabajadores agrícolas pues solo una minoría de ellos declaró dedicarse al comercio.

Se han identificado varias fases en el movimiento migratorio haitiano hacia la República Dominicana. En la primera de ellas se verificó una “fuerte expansión entre los años inmediatamente anteriores a 1920 y la mitad de la década del 1930, mientras en la segunda se constató “un brusco descenso desde fines de 1930 y durante la década de 1940”.

Esta migración mostró una tendencia a la expansión en momentos de dinamismo económico y de contracción en épocas de recesión. En tal sentido, siguió el mismo modelo de desplazamiento de la fuerza laboral a nivel internacional, aunque en el caso particular de este país, la contracción de la migración se vio afectada por la matanza de 1937.