La respuesta a esta pregunta debería ser una obviedad. Sin embargo, no lo es: todavía existen personas que condicionan el ejercicio de los derechos a la nacionalidad. En definitiva, a juicio de estas personas, los extranjeros, en especial aquellos que se encuentran en una situación de irregularidad, no tienen los mismos derechos que los nacionales. Por tanto, el Estado puede restringir arbitrariamente los derechos de estas personas por no formar parte de la comunidad política.

El planteamiento anterior parte de una premisa falsa: la idea de que los derechos pertenecen a la persona por su nacionalidad y no por su condición de ser humano. De ahí que es necesario aclarar que el origen del Estado se inspira bajo un sentimiento de humanidad que erige a la dignidad humana como fundamento de la Constitución (art. 5) y de todo el ordenamiento jurídico-político (art. 7). Esta concepción de la dignidad, como principio fundante del Estado, impide que la interpretación sobre la titularidad y el ejercicio de los derechos se construya sobre la base de la nacionalidad.

Los derechos pertenecen a las «personas». Esta idea constituye una conquista de las “revoluciones atlánticas” (inglesa [1688], norteamericana [1776] y francesa [1789]), las cuales reconocen una posición jurídica-constitucional central a las personas frente a las actuaciones del Estado. Los derechos se conciben como prerrogativas fundamentales y básicas de las personas que limitan el ejercicio del poder político. De ahí que se propugna por una paulatina y progresiva universalización de la titularidad de los derechos que se ve reflejada en los tratados internacionales (v. gr. la Declaración Universal de Derechos Humanos [1948], Convención Americana sobre Derechos Humanos [1969], etc.) y, posteriormente, en los textos constitucionales. A partir de estos movimientos constitucionalistas, los derechos dejan de ser estamentales (un privilegio feudal) y pasan a ser “garantías primarias o sustanciales” (Ferrajoli) de todos los seres humanos, independientemente de si éstos pertenecen o no al «demos» del Estado.

El constituyente dominicano, inspirado en las “revoluciones atlánticas”, asume una concepción universal de los derechos, obligando al Estado a garantizar “la protección efectiva de los derechos de las «personas»” (art. 8). Estos derechos se articulan como elementos esenciales para asegurar una vida digna y, en consecuencia, como cimientos del orden jurídico-político (ver: TC/0059/13, de 15 de abril). Bajo esta premisa, y en base a los tratados internacionales ratificados por la República Dominicana en materia de derechos humanos, los cuales tienen jerarquía constitucional y forman parte de nuestro bloque de constitucionalidad (art. 74.3), es posible afirmar que los derechos, especialmente aquellos que son imprescindibles para garantizar la dignidad humana, son inalienables y corresponden por igual a dominicanos y extranjeros. El concepto de «persona» contemplado en la Constitución no excluye a ninguno de los sujetos que se encuentran en el territorio dominicano.

Lo anterior presenta una excepción. Es claro que el constituyente excluye a los extranjeros de la titularidad de los derechos políticos por estar directamente asociados al concepto de soberanía nacional (por ejemplo, el derecho al sufragio [art. 22.1 y 203]). En efecto, sólo los ciudadanos pueden ejercer los mecanismos de participación directa (referendos o consultas populares [art. 210]), semidirecta (iniciativa popular legislativa [art. 22.3 y 97] y municipal [art. 203], derecho de petición [art. 22.4], etc.) e indirecta (asambleas electorales [art. 209]) para la toma de decisiones colectivas (art. 22).

Pero, además, el legislador goza de un amplio margen de libertad para la configuración de los derechos de los extranjeros. De ahí que el legislador puede condicionar su ejercicio a la observancia de determinados requisitos. Ahora bien, una regulación en ese sentido debe tener en cuenta los límites constitucionales consistentes en: “(a) una regulación mediante ley; (b) no puede afectar el contenido esencial del derecho regulado; y, (c) debe obedecer a motivos adecuados y suficientes que justifiquen la limitación de la referida disposición, es decir, obedecer a criterios de razonabilidad” (art. 74.2 – ver: TC/0280/14, de 8 de diciembre). Así pues, ninguna regulación puede estar dirigida a la ablación total del ejercicio de un derecho por parte de un extranjero, máxime si está directamente relacionado con la garantía de la dignidad humana (v. gr. la asistencia sanitaria pública o la enseñanza básica).

En definitiva, tres ideas son rescatables: (a) primero, que, en base a una interpretación sistemática de las disposiciones constitucionales y los tratados internacionales ratificados por el Estado, los extranjeros son titulares de los derechos fundamentales, ya que éstos están dirigidos a garantizar la dignidad de las personas por su condición de ser humano y no por su nacionalidad; (b) segundo, que el constituyente sólo excluye a los extranjeros de la titularidad de los derechos políticos (art. 22); y, (c) tercero, que, aunque el ejercicio de los derechos es de configuración legal, su regulación debe observar su contenido esencial y los principios de legalidad y razonabilidad. De ahí que ninguna medida adoptada por el legislador puede estar dirigida a la suspensión total del derecho constitucionalmente definido.

Las fallas en los controles migratorios en ningún caso pueden convertirse en obstáculos para el ejercicio de los derechos. Una vez la persona ingresa al territorio dominicano se convierte en titular de derechos y el Estado está obligado a garantizar la dignidad que es intrínseca a su condición de ser humano. Conviene captar esto cuanto antes. El régimen constitucional vigente lo reclama.