Las fotos de Jaime Guerra tienen un extraño efecto narcotizando: pones en ella como un personaje, ya no fluyes, te vas apresando en esa manera, ahora, de vivir la lluvia bajo un elevado, figurando ese mínimo país de tres minutos de recias aguas el país más extenso que te esperará.
Las fotos de Jaime, pero también las de Maurice Sánchez y las de Alberto Álvarez, tienen esa manera dura de devolverte al país claro de tus pensamientos aunque antes, después y siempre estés en el país chatarra del día a día. Lo que sigue parte de esta imagen de Jaime Guerra tomada en la Kennedy con Churchill
Somos en función de una memoria que nos permite ser, de un archivo que posibilita nuestros desplazamientos, de mapas cognitivos que nos fijan a unos ámbitos.
Sí: conocernos es reconocernos, superarnos, aquel “Aufheben” de Heidegger que nos resulta tan complicado en su traducción al castellano. ¿Superarnos?
También la memoria, los archivos y los recuerdos tienen una función devastadora: cuando lo pasado no puede ser “superado” en sus cualidades por el presente, cuando hay que estar comparando momentos históricos sin saber que cada cual tiene su razón, dinámica, gravedad.
Una cultura no es solamente la confluencia de valores materiales y espirituales, sino también la sobrevivencia y desarrollo de hábitos, si es que recordamos a Pierre Bourdieu. Al pensar la cultura “dominicana” tendríamos que integrarnos en una largo, extenso, enloquecedor anillo de Moebius. Y si tratamos lo de “cultura política dominicana”, las cuestas serán más verticales que el trayecto de la manzana aquella del filósofo, cayendo.
Hay palabras que ya se van oxidando: recordar, reconocer.
Accedes a museos y archivos, y el peso del pasado rompe cualquier gracia del presente. Al parecer, estamos condenados al recuerdo, a las celebraciones (¿de qué?), de los aniversarios, a las velas romanas ante el paso de cualquier que blandiera el machete, el cachafú, hasta el lápiz. Día a día se vomitan diplomas, placas, tarjas, haciendo de nuestros días no más que el reflejo de los inciensos y el húmedo olor de las tumbas blancas.
El pasado nos vence. Y no sólo eso. El pasado también es el negocio, el amparo, el proscenio para ser, hacerse, levantarse. Hay muchísima gente a quien la política, la ciencia, la poesía, “le corre por las venas”. Los “hijos de” son los uncidos por el supuesto aura de sus padres, tíos, abuelos. Pasar por cualquier oficina, sala o salón implica aquella pregunta de si tú eres “sobrino de”, o “amigo de”.
Todo es un “de” en este país.
Y si no, miren la política, la cultura, todas las zonas VIP desde Cabarete hasta Punta Cana militarizadas por los “hijos de”, para no hablar del Congreso y hasta las rutas de guagua al Hoyo de Chulín.
El “de” se nutre de cierto halo mágico heredado. Son seres casi angelicales. Hasta las narices y las orejas se parecen a las del abuelo que cayó en las trincheras contra Lilís, Cáceres, Vásquez, Trujillo, Balaguer, Guzmán, Hipólito, Leonel, Danilo.
Estos “deístas”, por su parte, también tienen sus apologistas y sus salones: historiadores, academias, entidades obligadas a un recuerdo no siempre útil, porque no sólo es quitarle el polvo y antiguallas a los monumentos, sino pensar la manera de mejorar la calidad de nuestras vidas en el presente.
En el país dominicano el recuerdo ya es un hábito tóxico. No te deja respirar el presente.
Cada día hay un héroe, una acción, un oficio, un tema por recordar y celebrar, mientras hay millones de temas que hacen colapsarnos día a día: las botellitas de plástico, las dificultades del sistema eléctrico, la necesidad de educar los niños, a la población, en torno al uso de las ciudades, que es en definitiva la consideración de la persona, el ser.
Cada día hay un nombre que se recuerda y unas calles más difíciles para los minusválidos.
Cada día hay un tema mundial pero más árboles derribados en nuestros campos porque el olor a tierra es índice de pobreza.
Cada mañana nos trae un santo, el recuerdo de algún milagro o una batalla, mientras la contaminación auditiva y visual borra las bellezas de nuestra media isla.
Lo que debería ser la contemplación de nuestra hermosa Cordillera Central camino al Ciba se convierte en un repaso de miles de letreros, letreritos y letrerazos, de manera que mejor enchufarse con TeleMicro o el 9 para ver anuncios que irse por la Autopista Duarte.
Hay días en que mis sentimientos ya no saben cómo definirse en un país donde poquísimos escuchan y sabe hablar y oír. Sólo hay que poner la radio y la televisión para que todos los perros violentos del mundo, no esos amables que encontramos al lado de la chimenea en alguna película gringa, acaben enervándote y enloqueciendo, y tú solamente esperando ese momento más allá de las lágrimas y más acá de Bach y de Rachmaninov.
Y dentro de esta macabra película del día a día dominicano, los que hoy se sientan en la primera fila de alguna misa oficial en la Catedral mañana estarán en Najayo hombre o mujer, y si tienen diabetes o problemas cardiovasculares, en sus casas, esperando un juicio que seguramente conducirá a lo mismo de siempre, a la exculpación, porque si halas la cola seguramente a ti también te la halarán después.
Cada día hay palabras nuevas que se van integrando a tu rosario de agruras: orgullo, aniversario, flores en el Altar de la Patria, “que no pase nunca más”, “que pusieron sus granitos de arena”, bandera en alto, y la más terrible de todas: “lo dominicano”.
Ahora que cualquier imbécil casi violando a sus hijos en Instagram se convierte en un “influencer”, ¿qué hacer con eso que tú considerabas como “sentido común”, “razón”?
Dentro de esta devoración de palabras, este fraserío tan rechinante como el aceite quemando la grasa de un chicharrón de comentaristas y esas llamadas telefónicas de 10 millones de dominicanos 28 horas al día, ¿qué hacer con la poesía de René del Risco, Norberto James Rawlings? ¿Cómo situar las funciones del recuerdo en una sociedad con escasa vocación de pensamiento propio? ¿Cómo pensar las miserias cada vez más contenidas en el concepto “lo dominicano contemporáneo”?
No sigo preguntando más.
Una muy querida amiga mía me comentó que hay lectores que ya no son míos porque “me quejo” y “expreso mis frustraciones”. Seguramente serán quejas y frustraciones lo expresado en esas líneas. O tal vez no: tal vez prefiera yo llamarles pinkfloyanamente “el lado oscuro de la luna”, eso que seguramente solamente yo veré en este país donde el consuelo es algo del Alfa o Juan Luis al fondo en alguna degustación de frituras y buenos vinos riojanos donde los comensales no encuentren servilletas para limpiarse las grasas de la mano y yo esté ya en la calle esperando a mi Uber.