Más que comentar la obra de mi muy estimado amigo y colega Dr. Andrés Merejo, tarea que ya han acometido en diferentes escenarios muchos excelentes intelectuales antes que yo, quisiera tomarla más bien como punto de partida para intentar hacer algunas reflexiones sobre ese complejo y polémico espacio de interacción humana de carácter global, que se ha dado en llamar cibermundo o ciberespacio.

Yo vengo de la filosofía, por eso, mis argumentos los hago desde ese ámbito del pensar. Pero dentro de la filosofía, una de las ramas que han ocupado gran parte de mi formación y quehacer profesional es la filosofía de la tecnología. Por eso, mi enfoque del cibermundo lo hago desde la perspectiva argumentativa y conceptual de este subámbito de la filosofía.

En su connotación universal, el fenómeno tecnología es el resultado de la aplicación de la inteligencia humana con miras a la consecución de determinados fines y a la solución de problemas prácticos.  Problemas y fines que se plantean en el contexto de las creencias, los valores, las tradiciones, las experiencias, las costumbres, las ideas y los medios técnicos que imperan en una sociedad; en pocas palabras, en el contexto de la cultura.  La tecnología es así la objetivación o encarnación práctica del conocimiento, las destrezas, las aspiraciones y los valores humanos en un contexto histórico-social determinado.

Entendida de esa manera, la tecnología no se reduce a su aspecto técnico-instrumental, sino que incluye además todo el ámbito espiritual y valórico que le da origen. Si como sostiene Landon Winner, Tecnología Autónoma (1979), nuestra moral y lenguaje político para evaluar la tecnología incluyen solamente categorías relacionadas con los instrumentos y sus usos, si no se presta atención al significado de los diseños y arreglos de nuestros artefactos, entonces, estaremos ciegos a todo aquello que es práctica e intelectualmente crucial para la comprensión de dicho fenómeno.

Así, la tecnología es por naturaleza, un fenómeno estructurador y desestructurador al mismo tiempo de la cultura y de las estructuras sociales (Jean Ladriere). Ella define y redefine permanentemente nuestro modo de ser y de actuar, así como nuestro modo de pensar o concebir el mundo. Induce nuevos modos de vida y nuevos patrones de conducta entre los individuos y grupos que la asimilan. En fin, la tecnología es portadora de nuevos valores y de nuevas ideas que al hacerse parte del dominio general de la sociedad tienden a suplantar a los viejos valores e ideas que encarnaba esta última.

 

La tecnología ha devenido así en el medio más dinámico y eficaz de creación, difusión, recreación y diversificación de la cultura, pero, al mismo tiempo y, paradójicamente, ha devenido también en el medio más eficaz de homogenización y estandarización cultural. El fenómeno de mundialización o globalización actual es un ejemplo contundente de esto último.

 

Cuando esta homogenización cultural viene acompañada de la modernización tecnológica, se suele denominar “progreso” social, económico o cultural e implica, por lo general, un desplazamiento de los valores tradicionales imperantes.  Sin embargo, es difícil determinar si en términos humanos los nuevos valores que introduce una nueva tecnología son superiores o inferiores a los desplazados.  La nueva tecnología, por el solo hecho de ser nueva, no necesariamente es un factor potenciador del desarrollo humano y social.  Es posible que la perspectiva de los grupos o la sociedad cuyos valores encarna dicha  tecnología no coincida con la de aquellos a los cuales se imponen tales valores.  En estas circunstancias, la tecnología puede jugar un rol alienador del ser humano en lugar de liberador.

 

En el umbral de este siglo XXI, Paul Virgilio (El Cibermundo, la política de lo peor, 1997), uno de los pensadores citados por el doctor Merejo en su obra, para caracterizar la esencia disruptiva del ciberespacio como producto del progreso tecnológico, definió así este fenómeno:

 

“Las nuevas tecnologías son las tecnologías de la cibernética. Las nuevas tecnologías de la información son tecnologías de la puesta en red de las relaciones y de la información y, como tales, son claramente portadoras de la perspectiva de una humanidad unida, aunque al mismo tiempo de una humanidad reducida a una uniformidad”.

 

En la era actual del cibermundo, este proceso contradictorio de diversificación y homogenización cultural se ha exacerbado, ubicándolo no solo en el intercambio y transferencia de tecnología en el espacio físico-geográfico, sino además y de manera creciente, en un tiempo y espacio único, desmaterializado, libre de fronteras, accesible a cualquiera que disponga de los medios electrónicos necesarios y haciendo posible en gran medida esa anhelada ubicuidad de los humanos, hasta ahora atribuible sólo a los seres mágicos o divinos todopoderosos.

 

Como se advierte, a pesar de esa libertad y ubicuidad, estar en el ciberespacio reduce a todo aquel que lo hace a la misma condición: estar conectado por medio de un dispositivo tecnológico, cuyo uso se convierte en hábito y necesidad, del mismo modo que la presencia interactiva en el espacio virtual. Según lo expone el Dr. Merejo en su libro:

 

“La estructura digital es el soporte material [yo diría, intangible, CC], en donde se interioriza el ciberespacio, el cual es una interacción organizacional compleja y virtual. Estar conectado implica formar parte del ciberespacio, interactuar con éste, el cual también interactúa con el cibernauta” (Merejo. La era del cibermundo, pág. 47).

 

La construcción del ciberespacio implica por necesidad la “desmaterialización” del mundo y su conversión en intangibles: textos, hipertextos, información, conocimientos, imágenes, sonidos, etc. Esto significa, que los sujetos cibernautas interactúan entre ellos a partir de al menos dos mediaciones. La primera mediación la  constituyen los dispositivos tecnológicos indispensables para acceder al ciberespacio. Una vez se introduce a éste, viene una segunda mediación, representada por las estructuras o entidades del ciberespacio mencionadas más arriba: textos, hipertextos, información, conocimientos, imágenes, sonidos, entre otros.

 

Estas mediaciones, a la vez que tienen unas posibilidades de acceso desiguales motivadas por barreras económicas y sociales, hacen vulnerables las relaciones que se establecen en el ciberespacio por medio de artefactos y redes, limitando la pretendida libertad y seguridad preconizada en los primeros años del auge tanto de la Internet como del ciberespacio. La declaración de independencia del ciberespacio de Barlow a mediados de la década de los noventa, referida por el maestro Merejo en su libro, es un ejemplo elocuente de este ingenuo e ilusorio entusiasmo. Según Barlow,

 

“Estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin importar los singulares que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o el conformismo” (John Perry Barlow. Declaración de Independencia del Ciberespacio (1996), Suiza).

 

Después de Julian Assange y WikiLeaks y Edward Snowden, no me parece que alguien se atreva a formular con tanta firmeza semejante ingenuidad.

A la par de sus aspectos positivos, todas las tecnologías traen consigo, en mayor o menor medida, determinados impactos indeseables, a los que Virgilio denomina “accidentes”. Estos accidentes, o negatividad, han sido hasta ahora específicos, de dimensión y alcances locales. Sin embargo, sostiene Virgilio, no es así en el caso de las nuevas tecnología cibernéticas, según él, estas

 

“[…] son portadoras de un cierto tipo de accidente, y un accidente que ya no es local o está puntualmente situado, como el naufragio del Titanic o el descarrilamiento de un tren, sino un accidente general, un accidente que afecta inmediatamente a la totalidad del mundo. Cuando se nos dice que la red Internet es de ámbito mundial, es claramente evidente. Pero el accidente de Internet, o el accidente de otras tecnologías de la misma naturaleza, es también la aparición de un accidente total, por no decir integral. Sin embargo, esta situación no admite comparación. Todavía no hemos conocido nunca, aparte quizás del crack bursátil, un accidente que afecte a todo el mundo al mismo tiempo”.

 

Según plantea en su libro el Dr. Merejo (pág. 70),

 

“Con el ciberespacio surge la cibercultura, en donde la cultura de la imagen, lo virtual, predomina sobre el objeto real, lo físico. En esta relación de lo virtual y lo real, el sujeto encuentra nueva forma de sentido para expresar sus percepciones, sus ideas y emociones, sin pensar en su cotidianidad. No piensa en si lo que ha adquirido viene de lo real o virtual, porque ambos no se excluyen sino que se complementan”.

 

Pero mientras Merejo ve en esta cultura ciberespacial basada en la desmaterialización del mundo físico una complementariedad no problemática,  Virgilio (obra citada, pág. 50) visualiza uno de sus grandes problemas o accidentes y lo expone como una preocupación. Según éste, “[…] a causa de las tecnologías, estamos perdiendo el cuerpo propio en beneficio del cuerpo espectral, y el mundo propio en beneficio de un mundo virtual”. Para Virgilio, la cuestión a plantearse es la de reencontrar el contacto entre estas dos tendencias. En este sentido, enfatiza Virgilio, “no hay ganancia sin pérdida”. Y cierra su argumento pronosticando que,

“Siendo el mundo un espacio limitado, llegará un día en que las pérdidas serán irreparables y ya no habrá más ganancias. El siglo XXI será probablemente el siglo de este descubrimiento: las pérdidas superarán a las ganancias. La pérdida del mundo propio, las pérdidas del cuerpo propio deberán ser recompensadas, porque llegará a ser insoportable para todos”.

 

¿Será la inteligencia artificial el preludio de este desequilibrio entre pérdidas y ganancias o se trata solo de la manifestación de la misma paradoja planteada por el desarrollo científico y tecnológico? El tiempo nos lo dirá, sin dudas.