“El Boga”, ni persona ni mascota, es un restaurante ubicado en una breve calle de “La Esperilla”. El punto inició en 1975, sirviendo churros con chocolates, y hoy es uno de los comedores mediterráneos más exitosos de Santo Domingo, refugio de conversadores y oasis de bebedores.
De orígenes turbulentos, con quiebras en su costado, harán pronto cuatro décadas cuando decidieron tomar el mando de esa barca zozobrante Emilio Montoiro y Eugenio Martínez. Conocedores del oficio, trabajadores incansables y honestos, bogaron y bogaron sin extenuarse hasta amarrarla en puerto seguro.
Quien siempre sostuvo el timón, marcando rumbo desde el alba hasta la medianoche, fue Emilio, castellano austero y persistente como suelen ser los de su tierra. Ahora dice – aunque pocos le creemos – que está jubilado y mandan sus hijos. Sin embargo, día y noche sigue recorriendo cada rincón del negocio; alerta, cual maestro evitando que alguien copie durante el examen final.
Restaurador de vastísima experiencia, formó un equipo de camareros eficientes, atentos y complaciente, que, a decir por la permanencia de algunos – a quienes conozco por más de treinta años – también sabe ser generoso y justo patrón.
El parco pero amigable dominico-hispano, es querido y respetado, incluso por aquellos que en alguna ocasión se vio obligado a expulsar, o a vetarles la entrada por impertinencias y desmanes etílicos.
Entramos al establecimiento para encontramos con una típica taberna española, flanqueada por dos comedores en los que nunca faltan clientes, donde comparten habitués de peñas cotidianas, que, día tras día, dan prueba de lealtad al Boga.
En la barra, cuelgan jamones de calidad diversa y en las vitrinas del mostrador exhiben quesos, croquetas, salpicón de marisco, y tortilla española. Esas tapas incitan el apetito de quienes, sentados en taburetes, disfrutan del estimulante placer de hablar pendejadas. Entre risas, café y alcohol, un par de bármanes solícitos están siempre prestos a resarcir copas y mezclar cocteles.
Frente al bar, sentados en pequeñas mesas, conversan y polemizan poetas, dramaturgos, periodistas, escritores, empresarios, empleados, médicos y abogados. A veces funcionarios. Discuten y opinan de cualquier tema y, por qué no, llevan de mesa en mesa chismes de actualidad. Sin duda, el mesón puede llegar a ser un mentidero.
Quizás, porque alguien roció “agua de florida” o ejecutó un ensalmo, pocos indeseables de la política criolla frecuentan por allí. Esa inadvertida bendición mantiene la confraternidad característica de ese salón parlamentario.
Esas peñas que departen por largas horas me traen a la memoria aquellos cafés centenarios de Madrid: Café Gijón, Café de Oriente, Café Comercial y – al que asistí siendo estudiante – la Cafetería Santillana.
Por supuesto, también recordamos al “Palacio de la esquizofrenia”, vigente sin descanso en nuestra ciudad colonial. Esas reuniones entrañables no deben desaparecer nunca (con el perdón de novias, amantes, esposas, compañeras, madres y comadres).
El comedor, siempre a desborde, decorado con motivos marineros, recibe con nítidos manteles blancos y el tintineo de cubertería rozando las porcelanas. Formales de vestimenta, se mueven sigilosos camareros complacientes.
El maître, Andrés, diplomático por excelencia, impecablemente trajeado, acomoda sonriente a impertinentes y cordiales. Él y los demás ejercen como un equipo de profesionales que satisface al cliente. Si tienes suerte, pasará el dueño a saludarte por tu mesa, y, aunque no es mano suelta obsequiando aperitivos, cuando lo hace se prodiga.
Andrés entra y sale de la cocina cruzándose con las paellas. Parece que intenta acelerar los pedidos. En los fogones manda el Chef Robinson, esmerándose en satisfacer al más exigente de los paladares.
Y, como si este gustoso bullicio de catadores, parlanchines, bebedores y comelones no bastase, en el moderno y confortable salón del flanco derecho, miembros de la colonia española echan los naipes del mus. Sábado tras sábado, reparten barajas y degustan sazones peninsulares, sintiéndose como en su casa por cerca de cuarenta años.
Tres generaciones vienen disfrutando del restaurante Boga-Boga, ícono de buena administración, constancia y profesionalidad, apetecible atmósfera de relajación donde queda complacido el apetito, orgullo de la restauración capitalina y embajador de los sabores mediterráneos.
Celebremos sus cuarenta. Esperemos luego el cumpleaños cincuenta. Mientras tanto: ¡Por favor, un pulpo a la gallega y un ron con mucho hielo!