Hablar de proceso y procedimiento entre los operadores de justicia es del quehacer diario. Consecuencia natural, por ser el procedimiento un vínculo entre los resultados y la progresión constante de las conductas sociales de las que se derivan derechos y deberes en sus variopintos motivos.
A escasos rasgos, este corto introito obedece al debate surgido de la “necesidad” de celebrar un referendo aprobatorio para abordar la modificación al procedimiento de reforma constitucional, tan sonante entre nosotros en las postremas fechas. La discusión, matizada por consultas técnicas, ha tomado un emocionante tono que aborda al área de ejercicio de la autora. Y es así, pues de las últimas opiniones de circulación escrita, varios colegas –entre ellos con quienes he tenido la grata oportunidad de colaborar, tanto en lo académico como en el oficio litigioso– para afianzar sus posturas se han permitido intentar “diferenciar” del abalorio dogmático a la palabra procedimiento.
Labor saludable, opino, ya que, en esto, todo parte –quiérase o no– de la elucidación de los ‘por qué’ y ‘para qué’. Axiomas, sujetos de una manera u otra al desenlace del protagonista de esta historia y del cual el intérprete se encargará de justificarlos a favor o en contra desde una elaborada concepción de interpretación; que pudiera ser objetiva, si va referida a la literalidad del texto (significado directo) o subjetiva, si está cargada de todas aquellas razones que han dado como resultado al concepto analizado (significados lógico e implícito). Estímulos simplificados que ejercitan a la hermenéutica jurídica.
Del contexto, se apunta con fervor que la palabra procedimiento en este plano se sujeta con exclusividad al derecho procesal y sus “distinciones”, que no son más que la prédica que uno u otro doctrinario trastoque, siempre han de referir al eje central: la regulación del proceso y su desenlace. Valor original no fraccionable entre tantas materias exista. En cambio, ese ejercicio de valor y distinción trastoca al proceso, que sí experimenta variaciones conforme a la regulación y, por tanto, es sobre él que se han de prevenir diferencias o elucubraciones aclaratorias.
Para ir comprendiendo, el procedimiento es la consecución de actos surgidos dentro del proceso y, pese a que lo leído suene ‘privatista’, desde antes de los tiempos de Tarello ya se le entendía como tal, por lo que encarrilar su sentido lato a cierta rama jurídica es incorrecto. No sucede igual con el proceso, cuya regulación sí está matizada según cada materia, como se ha insinuado.
Se reitera, el procedimiento, ahora en candil constitucional, es la secuencia reglada del conjunto de formas que suceden en la actuación procesal, y no porque esta última sea distintiva, significa que ocurra igual con la finalidad semántica del procedimiento. Ni en el derecho público, menos en lo privado es caldo de discusión la precisión anterior por lo que sugerir abandonar la simbología que, respecto de su definición, pueda ofrecer cualquier autor, nueva vez, es desatino; más aún, cuando las ganas de crear fronteras entre el estándar de institutos procesales a razón de una materia resultan en nuestra usanza actual una pérdida de tiempo innecesaria.
Afirmación comprobable de solo situarnos en el perímetro de desarrollo del derecho procesal dominicano durante los últimos cincuenta años, donde las llamadas olas de reforma compadecen a la conocida teoría unitarista del procedimiento; misma que tanto dolor de cabeza dio a Calamandrei y de la que Chiovenda, en todo texto conocido, nunca objetó, pese al terror que pudiera provocarle a Silva Merelo, o a los seguidores de esta Escuela admitirlo.
Lo anterior se afianza por el empleo, entre una materia u otra, de figuras que muchos creen “son propias del derecho civil”, cuando la realidad es que pertenecen al derecho procesal en sentido llano. Si pudiera existir alguna diferencia radicaría en que los civilistas, cuadriculados al fin, sí se han ufanado en desarrollar el valor doctrinal de ciertas instituciones generales –partiendo desde el proceso mismo– sin que ello suponga, al sol, inconvenientes, ya que la finalidad del proceso civil es cada vez más publificada y esto se refleja, inclusive, en la labor legislativa iberoamericana al tomarlo como herramienta de referencia y recaudo (al margen de otros pellizcos).
Toda esta prédica encamina a la primera parte del artículo 272 constitucional, la cual precisa que “cuando la reforma verse sobre derechos, garantías fundamentales y deberes, el ordenamiento territorial y municipal, el régimen de nacionalidad, ciudadanía y extranjería, el régimen de la moneda, y sobre los procedimientos de reforma instituidos en esta Constitución, requerirá de la ratificación de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas con derecho electoral, en referendo aprobatorio convocado al efecto por la Junta Central Electoral, una vez votada y aprobada por la Asamblea Nacional Revisora” –minúscula y subrayado añadidos–.
La sintaxis que supone el texto anterior, mal elaborada, dicho sea de paso, desde el planteamiento de una doctrina de interpretación (elija usted la fuente) no varía en lo absoluto el sentido jurídico de la palabra procedimiento si, por hermenéutica, nos preguntamos esos ‘por qué’ y ‘para qué’. De la única manera en que pudiera verificarse distinción sería respecto de los “procesos” que, versados sobre dichos derechos, pueda sugerir el proyecto de reforma. Por lo que proyectar o no la celebración de un referendo aprobatorio desde el intento distintivo del valor semántico de la palabra procedimiento tendría un desenlace que, con todo, responderá a la literalidad de su plano axiológico el cual, en buena lid, no sede frente a historicidades, principalismos o prédicas racionales.
Contrario al ‘proceso’, el procedimiento nace y muere en su propia identidad y no varía según la casa; lo que sí se doblega, modifica y a veces desencanta es el primero. Entender lo opuesto, como bien dijo Luzzati, resultaría en sí mismo un grosero desatino, ya que adoptar sobre una figura procesal genérica una doctrina de interpretación “… esté inspirada en valores del iusnaturalismo, o del realismo, o del positivismo jurídico, no puede agotarse en el plano semiótico-lingüístico, sino que presupone que se realicen elecciones fundamentales en el terreno político y de la teoría general del derecho”. [L. Claudio R. Teoria e metateoria dell’interpretazione giuridica, en ‘Sociologia del Diritto’ n. 20:2, Milano, 1993, pág. 14 de 50. ISSN: 0390-0851]. Buscar obtener respuesta fuera de estos dos últimos puntos, que sí hospedan con gusto al ejercicio de argumentación constitucional, es quererle fabricar una quinta pata al “mishu”.