Desde el título se traza el territorio: se trata de cantos, pero de cosas incineradas (objetivas u ontológicas; constructo mental que ocupa un lugar en el espacio). Serán ceniza, cierto, mas tendrá sentido. Y ¿Por qué la referencia a las cosas reducidas tras su deflagración? Quizá debido al poder condensativo, por la acción conglomerante de distintos elementos, por la propiedad compuesta de los restos abrasados. Tal vez porque “la ceniza es un pasaje al todo”, según se dice, como agregado a bloques de concreto abstracto. Lo claro es que la construcción del ser que es la escritura –esa mixtura de arena lexical, agua semántica y sintáctico cemento– define mejor que nada las obras y los días de los hombres.
¿De la combustión de qué procede? Ya se dijo: del lenguaje, de lo que genera el ser y lo real. Algo pudo haber ardido, pero no sabremos qué hasta repasar las hojas. ¿Se quemaron las palabras y expandieron las neuronas? El lector descubrirá que este polvo no es residuo, sino una especie de pasta base del mundo, parte del Reino de lo no lineal (Ylia Prigogine): partículas o polvo que cimentan realidad, no se limitan a referirla. Eso es: complejidad, discontinuidad, estructuras inestables, porque, en el cúmulo letrado nacional, G. C. Manuel es una anomalía, una singularidad, lo cual refrenda al comenzar aquí por el después, con el precipitado de lo dado por hecho, con lo cual elude levantar un zigurat-discurso o esculpir en papel una gesta literaria, envites que tanto tientan a sus contemporáneos.
¿En cuál frecuencia escribe poesía Manuel García Cartagena? Extrañándose también de sí como G.C. Manuel, heteronimia para sólo un género, aquel del no lugar, lo diferente. Él se va por el sobrante. Sabe que el lenguaje ardió. Ya el poema fuere la representación originaria de lo verdadero (Hegel), una forma de pensamiento (Badiou, para dar un salto cuántico), la simple y monda indefinición de objeto (como pretenden los más), o cualquier otro fantasma teorizante del momento, G.C. Manuel lo escribe para escarbar significado en el residuo sólido del significante. Entiende que cuanto resta en el camino del tiempo estanco posterior a las vanguardias no es la definitiva disolución poética, sino afirmarla en la aliteratura o en la nopalabra, aquella unword que perseguía Beckett.
En cuanto al canto, los suyos no son precisamente canti pulidos de corteza lírica para llevarlos a pulpa épica, a lo Pound: se puede sentir la lija, la fricción, el carraspeo disruptivo propio de un poeta incómodo ante las herramientas disponibles. De ahí que bajo cierto impulso filobarroco –que lo emparenta con tentativas poéticas transnacionales– invoque las cenizas de los muertos, de Pompeya, de la IA, de la conciencia, de la poesía misma.
Distinto al artefacto que después de ser leído se autodestruirá, este libro comienza justamente después de que se inflama. Una vez que se calcine, habremos aprendido a leer de otra manera: en forma de ceniza. De ceniza estelar, ceniza conjuntiva: “ceniza de todo en todo”, como el último poema.
He aquí un rescoldo:
Cenizas del lenguaje
Podría ser una puerta, pero es un cristal de ecos,
Una sal de pianos, un dejo de noche que se quedó
Esperando a unas viajeras que cabalgan el Olvido:
A quienes no miran nunca de qué lado cae la carta
Del cariño, se les entrega un sapo, un tablero
Despoblado y un mendrugo de madrugada
Para que lo gaste en luces y en sorbos de tristeza.
Así fluirá más quejidamente el día de la ceniza,
Agazapado en mesas como alguien que no guarda
Falsas apariencias, porque un lenguaje no se hace:
Se padece como una herida de navaja pensante,
Una electricidad de grietas o una camisa de truenos.
Y cruje al hacerse, como la calma de la brasa,
Y es un día que es noche, porque se sufre,
Y no porque se dice. No es habla ni escritura
Si no arde, y sólo arde si es ceniza, futuro
Que no es huella del paso de nada, ni rastro
Que no es ausencia de otra cosa que de sí mismo.
No es un tren, porque el tren pasa. Nada pasa
Si es lenguaje. No acumula, ni se agrega,
Ni surge de ninguna parte. Se deshace en su raíz,
Como el tiempo, para no ser su propia causa.
No se vive en el lenguaje como se está en una casa:
El lenguaje se evapora para parir olvidos.
No es un ser, ni una esencia: podría ser una puerta
Que no se abre, ni se cierra, ni se atraviesa
Como un destino. Uno se sienta o se levanta
En el lenguaje, pero sólo en ese instante
Que es distancia que no conoce ni el después
Ni el otra parte: se está en el lenguaje como se está
En una piel, pues toda piel es una isla,
Pero no como esa rara estación que visitan
Manchas nocturnas y ruidos de muchas aguas,
Y voces que al espacio le piden más espacio:
Una isla es una piel que uno se pone o se quita.
Volátil y quebradiza como una costra de atardeceres
Tan rancios que ya envidian a la ceniza.
Sólo el animal conoce dónde guarda el lenguaje
Su traje de no ser, ni estar, ni elaborarse.
Como el lenguaje, el animal nunca se gasta:
Se hace y por eso dura. Sólo la medusa duda
Entre nadar o decirse. El felino interioriza
La realidad de las ausencias y las expresa en saltos
Y giros que son razones. La cigua palmera baila
De una isla a otra, y cada uno de sus saltos
Es una palabra mágica. Podría ser una puerta,
Pero seguramente arderemos antes de descubrirlo.