En el verano del 2007, unos vecinos me regalaron una hermosa orquídea. La flor duró “lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks”, como dice Joaquín Sabina. Hice cuanto pude para cuidarla: echarle agua, sacarla al sol, regresarla a la sombra, abonarla… Sin embargo, dos semanas después, la planta parecía irremediablemente muerta. Finalmente, consulté con la Ingeniera-Arquitecta Sina Cabral, experta en orquídeas, quien me preguntó si le quedaba “alguna ramita verde”. Le respondí que sí, que algo de verde tenía. Entonces me dijo que con un rociador le echara un poquito de agua todos los días, la colocara donde recibiera un poco de luz solar y “le tuviera paciencia”.

Hice lo que Doña Sina me indicó. Estar pendiente de cada pequeñísimo brote que surgiera, me ayudó a tener paciencia. Con el tiempo, la orquídea volvió a florecer tantas veces como fui capaz de darle lo que ella necesitaba. Mi asesora tenía razón: mientras hay brotes verdes, siempre es posible que vuelva a surgir la vida.

Muchas veces he recurrido a la historia de aquella orquídea cuando les digo a otras personas que es posible habitar en un mundo más fraterno, si lo construimos. Sé que fijar la atención en “la ramita verde” es esencial para conseguir que nuestros pequeños esfuerzos permanezcan hasta que podamos ver los frutos.

Como ocurría con aquella orquídea, mirar nuestra dura realidad sin prestar atención a los signos de bondad y solidaridad que brotan donde menos lo esperamos, nos lleva a pensar que la esperanza está muerta. Pero si abrimos el corazón a las señales que testifican la compasión y el respeto por las vidas vulnerables, encontramos razones suficientes para regar generosidad pacientemente y ofrecer luz a otras personas, de manera que ese mundo bueno que soñamos también sea posible para otros.

Fundación La Merced es un testigo confiable de que en nuestra sociedad sigue brotando la vida. En su Centro Comunitario ERA, ubicado en el paraje de Batey Bienvenido y Hato Nuevo, del sector de Manoguayabo, se acompaña a más de 600 niños, niñas y adolescentes, haciendo todo lo humanamente posible para liberarles del trabajo infantil y rehabilitar sus derechos. Además, en el sector Las Caobas funciona su Escuela Laboral La Esperanza, donde se ofrece formación técnico vocacional a jóvenes y adultos entre 14 y 24 años de edad.

Para algunos de nosotros, ser padres tiene la peculiaridad de convertir en propios todos los hijos e hijas del mundo. Cualquier angustia o alegría de un chico con el que te encuentras en el camino, puede ser también la de tu propio hijo. Sus sueños, o la falta de ellos, te hacen pensar en lo que puede vivir el hijo que tú has engendrado. Quizás por eso resulta tan conmovedor y transformador el testimonio, la dedicación, el esfuerzo y la fe que Tomás, Pilar, Alberto y tantos otros colaboradores y voluntarios de La Merced han puesto para lograr que muchos niños y niñas puedan jugar, estudiar y crecer rodeados de amor y comprensión. Quizás también por eso, ver crecer a La Merced como organización llena el alma de tanta alegría.

La manera en que ha evolucionado su trabajo, desde aquella comida de Navidad para cien niños limpiabotas de la comunidad atendida por la Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe en Las Caobas, en el año 2007, me hace pensar también en cómo el cuidado de los hijos va transformándose desde que nacen hasta que se hacen jóvenes adultos, más necesitados de un farol que de fronteras.

Criar a los hijos es uno de los empeños más desafiantes que puede enfrentar una persona. Es un viaje de extremos que saca de nosotros el trigo y la cizaña que llevamos dentro. Asumida con consciencia y profundidad, la tarea de acompañar el desarrollo de un niño o niña exige tal nivel de compromiso sicológico, emocional y espiritual —además de todo lo que implica material y económicamente—, que reta constantemente a la persona que somos hasta el punto de transformarnos, de hacernos más empáticos y de abrirnos con fe a un futuro que antes ni siquiera imaginábamos.

La comunidad a la que sirve La Merced ha pasado más o menos por lo mismo. Se ha ido transformando por la bondad y el cariño que reciben las niñas y los niños atendidos, permitiéndoles recorrer el camino que conduce a una adultez más sana.  Esto es posible gracias a los religiosos y religiosas que allí trabajan, a las empresas que les apoyan, a los colaboradores y voluntarios, y a los fieles de la Parroquia que ha servido como primera semilla del proyecto.

Cuando se transita por las calles de Santo Domingo Oeste repletas de bancas de apuestas, el desafío pareciera insuperable. Llegar hasta el lugar donde se encuentra el Centro ERA de La Merced es como recorrer el túnel de la adolescencia, a veces oscuro y profundo, cargado de altibajos producidos por la incertidumbre; pero si vas en la compañía correcta, sabes que al final del túnel no solo aparecerá la luz, sino que además ésta te revelará dones y bondades que ni siquiera sospechabas que tenías.

Siempre estuvieron en el firmamento todas esas estrellas invisibles a los ojos humanos hasta que Galileo empezó a vislumbrarlas con un telescopio. De igual manera, Fundación La Merced permite, a quien así lo desee, vislumbrar en el potencial de los niños y jóvenes más vulnerables, el brote verde que nos llevará a experimentar la generosidad y el coraje necesarios para darles un abrazo, para proporcionarles un mejor presente y el futuro que queremos para nuestros propios hijos.