Me encantan los seres afables y sencillos. Esa clase de personas que nunca se plantean ser los primeros en nada ni cargan sobre sus hombros la distinción que otros buscan; son como el número neutro que ni suma ni resta. La vida transcurre para ellos en la más absoluta cotidianidad, atentos tan solo al caballo que ganó la última carrera en el hipódromo. Poco les importa el titular en primera plana de los diarios ni el hecho de ser objetivo de los focos. Más cuidado si confundimos su modo de accionar con falta de propósito, sería una percepción equivocada.
Estos individuos son por lo general excelentes padres, buenas y buenos esposos que quieren con profundo amor a sus hijos y a la vez sin exigencia de altas notas en la escuela. Más bien, por el contrario, les prefieren seres simples y normales. Ese tipo de personas que nunca subirán a un pódium a lanzar una proclama ni pretenderán convertirse en el líder de turno, sino que tienen como meta vivir de modo discreto y al margen de todo ruido.
Su mayor pasión se circunscribe a pasar momentos agradables en familia o rodeados de amigos. La luz que poseen emana desde el interior mismo, no les interesa deslumbrar ni alcanzar categoría de lámpara incandescente. Su sola presencia genera una enorme paz en el entorno. Personalmente siento que toda ambición, toda búsqueda de trascendencia pierde interés cuando estoy sentado al lado de uno de ellos. Les aseguro que el alma, mi alma en esos momentos, se reconcilia con lo mejor que existe en mí.
Y es que un país no está hecho solamente de una larga lista de grandes nombres, hombres y mujeres conocidos por todos. Voy a ir aún más lejos. Un territorio, cualquier espacio, no lo sería realmente sin su población anónima y desconocida fuera del rincón que habitan. Son una inmensa mayoría que jamás pretenderá ocupar la presidencia de ningún estado o ser esa imagen, eterna en la memoria colectiva, que alcanza el dirigente de un club. La ejecución de su partitura vital es siempre discreta y franca, exenta de la solemnidad artificiosa de una gran sinfónica. La epifanía de sus vidas tiende a ser íntima, carente de toda pompa y sin embargo, al mismo tiempo, en muchos de los casos infinitamente más placentera.
Cuando reflexiono acerca de estos temas, pienso en lo terrible que debe resultar el hecho de permanecer constantemente en lo alto de la montaña. Lo agotador que ha de ser, no solo para quien está en la cumbre sino para todos cuantos le rodean, el hecho de no tomarse un respiro. Unas vacaciones espirituales, al menos por un segundo, para alejarse del personaje que han decidido interpretar. Mientras tanto Chini y Mario, los zapateros de mi barrio, eran y de eso estoy seguro, mucho más felices que cualquiera de esas personas que parecen montar en caballo desbocado tras el poder en alguna de sus variantes.
Existe en todo núcleo de convivencia una narrativa oculta que es preciso rescatar del olvido. Villa Juana es no sólo un barrio y hábitat natural de un periodo de mi existencia, sino que es también Martín el curandero, Chicho el bailarín de Cabaret nocturno o Rubén, el amigo de infancia que fue a perder la vida en los Estados Unidos buscando el sueño americano. Es Miro, que siempre tenía a mano esa herramienta de ferretería, que vendía a precio razonable, cuando uno la estaba necesitando. Y es también Chicho Arepa, el limpiabotas depositario de todos los chismes del barrio y Ana Julia, la azuana que tenía un ventorrillo integrado en su propia casa y que vendía a las mujeres el carbón para cocinar. Estos y otros muchos personajes, a los que añoro profundamente, son quienes en muchas ocasiones me inspiran a escribir estas notas.
Lo cierto es que estamos en un periodo de la historia en el que existe una carrera desbocada por destacar, por llenar de contenido nuestra existencia mediante poses grandilocuentes. Ser sencillo y aceptar al otro como es sin la menor presunción, no parece ser actualmente lo correcto y mucho menos lo habitual. Si el salto desde tu garrocha alcanza el punto más alto, superarte como sea y a costa de lo que sea, será tu siguiente meta. Somos reos de una competencia feroz y despiadada. Hemos que poseer el mejor vehículo, la casa más hermosa y un profundo conocimiento acerca de todo, cuando lo cierto es que esa lucha sin tregua agobia, nos produce fatiga y nos convierte en seres infelices, inmersos en una carrera agotadora hasta el infinito.