De niño no me interesaba el fútbol, por eso la frase de Javier Marías, que lo define como la recuperación semanal de la infancia, por más inspirada que sea no me dice nada. Si hubiera tenido un mínimo interés, quizás mi equipo habría llegado más lejos.
Me explico: A finales de los ochenta, un profesor tuvo la idea de organizar en nuestra escuela secundaria un concurso de conocimientos, que llamó Maratón Cultural. El juego consistía en interrogarnos sobre historia, matemáticas, literatura, biología, cine y deportes. El equipo que me tocó, parecía destinado al olvido ya que se había formado con puras «sobras», es decir, con los que no quisieron participar o con aquellos que no habían sido invitados por los otros compañeros de clase, pero por increíble que parezca, pasamos a la segunda ronda. Sin embargo, enseguida quedamos eliminados al no saber el apodo de Hugo Sánchez, entonces goleador estrella del Real Madrid. «Hay por lo menos dos respuestas», nos había dicho el profesor, antes de ceder el turno a los rivales. Aunque no haya servido para nada, aún recuerdo aquel apodo: Hugol.
Por aquellos días, el diez de abril de 1988, para ser más precisos, el también llamado Penta Pichichi, marcaría uno de los goles más memorables de su carrera o por lo menos, uno de los más vistosos.
Era un domingo soleado de primavera cuando Hugo recibió un centro cruzado de Martín Vázquez, su socio. El propio atacante ha mencionado que cada vez que veía venir la pelota, ya sabía cómo iba a pegarle. En aquella ocasión, ella le habría susurrado con coquetería: ¡De chilena! Así que, luego de dar dos pasos para tomar impulso, se elevó veloz y ligero para rematar con su zurda de oro.
Imagino la escena, o más bien, la recreo después de haberla visto muchas veces en internet: Todo el estadio vio el viaje del balón, predestinado a esconderse en el ángulo superior del arco. Luego, la voltereta típica con la que solía celebrar y el alarido de la tribuna que aplaudió y aplaudió. Pasó un minuto, dos, tres… Entonces los fanáticos merengues cambiaron las palmas por pañuelos blancos mientras coreaban: ¡Hugo, Hugo, Hugo! Este festejo lo tomaron prestado del toreo y significa que la faena ha sido inolvidable. Dicen que incluso el árbitro lo felicitó…
En su momento no me enteré de nada, pero sin duda el maestro lo incluyó en el cuestionario por tratarse de una noticia de «actualidad». Treinta y cinco años más tarde, la prensa deportiva ha vuelto a recordar aquel zapatazo. Hugo Sánchez, que terminaría ganando cinco títulos de goleo en España, aclara que metió una veintena de goles de esa hechura, pero ninguno tan bonito como ese, en un estadio pletórico como el Santiago Bernabeu, defendiendo una camiseta como la del Real Madrid: «Mi sueño desde niño», agrega, ¿sin exageraciones?
Un periodista avezado, amante de los palíndromos, supongo (expresión que se lee igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda) puso en la primera plana: Señor Gol, que en sentido inverso nos revela el nombre del equipo contrario: Logroñés.
Ahora bien, Hugo no era solo famoso por sus anotaciones, sino también por la manera como las ejecutaba. Según la mitología futbolera, su hermana mayor, que entrenaba gimnasia olímpica, se lo llevaba a sus entrenamientos y, en efecto, los goles del Nueve tienen la marca del equilibrista, del que saca provecho de su elasticidad para pegarle al balón de forma inesperada. Pese a lo anterior, no hay que olvidar su tesón, pues seguía entrenando una o dos horas después de haber terminado la práctica. En solitario se ponía a repetir una y otra vez los tiros a la red, los saltos circenses, los remates extraordinarios.
Sospecho que en México no fue tan apreciado como él lo hubiera querido. Muchos critican su soberbia desbordada y más de uno lo ha llamado Ego Sánchez. De igual forma, porque con el Madrid jugaba a tope y en cambio, en la selección nacional no mostraba ese mismo «coraje». Se cuida sus piernas, no corre tanto; alegaban, aunque en su defensa habría que decir que la calidad de los compañeros … tampoco era la misma.
Galeano, en su libro El fútbol a sol y sombra, trae a cuento otra anécdota. Durante la Guerra de los Balcanes, dos periodistas mexicanos cruzaron las líneas enemigas con la temeraria ilusión de llegar a Sarajevo. No pasó mucho tiempo sin que unos soldados bosnios salieran a su encuentro. Les dijeron algo incomprensible y, a punta de fusil, los arrinconaron contra un muro. ¿Iban a matarlos como a cualquier espía enemigo? Uno de ellos alcanzó a sacar su pasaporte como quien tira su última carta y el oficial, al ver de dónde eran, dejó caer el arma, los abrazó y se puso a gritar con entusiasmo: «¡México, Hugo Sánchez!».
A las orillas del río Drina, en la antigua Yugoslavia, Hugo volvía a suspenderse en el aire para clavar otro gol, este liberador y sin pelota, en un campo infestado no de futbolistas, sino de guerreros fratricidas.