"No llevo dentro de mí la losa del pensamiento totalitario, quiero decir: definitivo. Evité esa plaga". Marguerite Duras
Muchas veces leemos acerca del fracaso de ciertos proyectos políticos y lo hacemos como un todo unitario y uniforme sin separar lo general de lo individual que es, al fin y al cabo, lo que confiere esencia al hecho en sí mismo
No pretendo detenerme en hacer un recorrido histórico pormenorizado a partir de la Revolución Francesa, no es ese el objetivo de este artículo. Tan solo señalar dicho momento como el punto de partida en el que los dirigentes de un pensamiento más avanzado y progresista toman su lugar y se ubican a la izquierda en la Asamblea Nacional, mientras los más conservadores ocupan su lugar a la derecha. Es de sobra conocido que este ordenamiento dentro del hemiciclo facilitaba diferenciar de modo práctico y visual ambas posiciones.
A partir de ahí podemos caer en la tentación de determinar, de modo infantil y simplista, quienes son "los buenos" y quienes "los malos" de acuerdo a ciertas referencias y valores de carácter ético y humano. Pero si profundizamos un poco más, si nos liberamos de prejuicios y patrones aprendidos con los años, unos y otros pueden llegar a confundirse en el delta de la política, sin que logremos separar la paja del trigo. Hay, no obstante, posiciones extremas que no varían un ápice aún a pesar del tiempo. La ultra derecha, sin ir más lejos, continua siendo igual de despiadada que siempre lo fue. Vocinglera y arrogante, no guarda las apariencias ni conoce las buenas formas. La vocación depredadora de todo cuanto encuentra en su camino y la más absoluta falta de empatía por "los otros" distingue y define a sus adeptos. Ser miembro del Partido Republicano de Donald Trump, pertenecer al grupo político de Bolsonaro en Brasil o ser votante del grupo que fundara -allá por 1972- Jean-Marie Le Pen en Francia define de antemano a cierto tipo de individuos que sienten un profundo desprecio por el ser humano y los problemas que le afectan. Conocerlos facilita saber en qué lado de la acera debemos colocarnos. En ese sentido las aguas están o deberían estar, muy claras. Si te equivocas en la elección es por tu condición de impenitente ingenuo.
Hoy, sin embargo, me gustaría descender hasta fosas abisales y tocar esa finísima línea que separa la supuesta bondad de su condición contraria. Ésta, la bondad, se presupone propia de hombres y mujeres de la izquierda por su defensa de los grupos más desfavorecidos, su infatigable lucha ante la injusticia social, por la conquista de un estado de bienestar que alcance a todos los ciudadanos entre otras cuestiones, igualmente ciertas e implícitas en su propio ADN. Y pese a todo ello ocurre que, cuando tratamos de hacer balance, existe siempre algo en el ser humano que nos impide trazar una línea de Pizarro de precisión irrevocable entre ambas posiciones. Esa raya se nos vuelve de repente sinuosa, serpentea y en algunos casos se difumina hasta tornarse borrosa.
Hace un par de meses se llevó a cabo un análisis acerca del camino recorrido por la izquierda de nuestro país y llamó poderosamente mi atención que, una vez más, quienes narraron los hechos fueron en su inmensa mayoría los protagonistas cimeros de aquellos acontecimientos que se pretendían someter a escrutinio. Es fácil comprender que el análisis finalmente fuera sesgado y que nadie se atreviera a poner el dedo en la llaga. Todos sobrevolaron majestuosos e impolutos el pico de la montaña sin descender en ningún momento hasta las faldas de la misma.
Sí la derecha, en general, está falta de prejuicios y no tiene reparó en asumirse frente al espejo como hiena, la izquierda se inviste abanderada de los más puros y loables intereses en favor de la humanidad, pero tiene al mismo tiempo una escasa habilidad para el autoanálisis. Y es triste porque este proceder ciega y dificulta enormemente esa mirada consciente y sin complejos que todos necesitamos para asumir qué hay detrás de la cortina y airear la sala. Sus discursos se sustentan, en demasiadas ocasiones, en generalizaciones vagas y abstractas, en utopías e ideales cuasi religiosos. Cuando alguien trata de señalar cierta falta de coherencia en su discurso está condenado al sinsabor de ser acusado y acosado desde una posición de intolerancia extrema. Es entonces cuando el que señala el narcisismo de la izquierda y un soterrado afán interno por primar el uno sobre el otro, cuando se expone abiertamente la ausencia de una mirada compasiva hacia el individuo sacrificado siempre en favor del colectivo, cuando alguien pone de relieve que la persona es considerada tan solo un frío número frente al poder del grupo cuando todo se vuelve en contra. Quién se atreve a señalar el punto que quiebra la línea perfecta, sin otro afán que el de abrir espacio a la reflexión, recibe su castigo y es condenado al ostracismo.
Es de rigor aclarar en este punto que no toda la izquierda se ha manejado históricamente bajo estos mismos parámetros. Sería inexacto e injusto. Existen multitud de casos en los que el ser humano se ha valorado más allá de consignas vacías y repetitivas acerca de un mundo mejor. Y aquí volvemos de nuevo a lo singular y a lo general. Retornamos a ese ancestral miedo por renovar con sabía nueva lo ya conocido, a evitar dar forma distinta a todo lo aprendido muchos años atrás, a prender incienso a los mismos y mantener altares, intocables de por vida, que nadie osa poner en tela de juicio. En este punto el bisturí irremediablemente se atasca. Nadie es capaz de alzar la voz y decir con absoluta franqueza que existe en esa izquierda a la que antes aludía, desde antaño y bien adherida al cuerpo, una vocación de intolerancia y un arraigado sentido de parcela; una innegable falta de sensibilidad para con los errores ajenos que les acompaña desde siempre. Por esta razón una Torre de Babel impenetrable trata de explicar y justificar, desde antiguo y como un mantra, toda una larga lista de desaciertos históricos.
Es responsabilidad del pensador, del intelectual implicado en la lectura de una realidad que debe serle cercana, el hecho de jugar un rol fundamental distanciándose de consistorios, instancias y grupos de poder. Es preciso, pese a las dificultades que conlleva, ser lo más objetivo y crítico posible frente a todo tipo de santuarios cualquiera que sea su signo. Es necesario ser directo y claro en la exposición evitando los falsos eufemismos; hay que ser valiente y dar un paso al frente arriesgando, si es necesario, incluso la propia piel. Al fin, si uno ha de ser vilipendiado por unos y otros sin piedad, que sea en defensa de un pensamiento independiente y de la propia honestidad personal.