No podemos negar que nuestra sociedad funciona a diferentes niveles y velocidades. Las necesidades y las urgencias no son las mismas para todos. Un fenómeno atmosférico extremo, una explosión o una epidemia vienen cada tanto tiempo a recordarnos nuestros males estructurales así como las diferencias entre los sectores de la población que, en el diario vivir, fluyen en una suerte de orden preestablecido.

Sin embargo, entre las clases medias y altas y la población vulnerable de los márgenes hay una diferencia abismal de aspiraciones que será imposible conciliar sin que se produzca un reparto más justo de las riquezas y se establezca un estado de bienestar social.

Estas diferencias hacen que todos los dominicanos no hablan el mismo lenguaje y, de hecho, las palabras no tendrán el mismo sentido para todos hasta que logremos un nivel educativo aceptable común a todos los ciudadanos.

Para la tormenta Franklin se notó en ciertos sectores el empeño de instituciones del Estado y del Ayuntamiento del Distrito Nacional por limpiar los drenajes en las avenidas principales. Además, las informaciones y las medidas de prevención fueron acertadas. Sin embargo, hasta el efecto de las medidas de prevención no es el mismo en los diferentes casos.

Después de vaciar los supermercados una parte de los dominicanos que pudieron realizar compras se retiraron a su casa para un día de asueto: a comer, beber, hacer sancocho para amigos o ver Netflix, sin grandes temores vistas las noticias sobre la ruta de la tormenta.

Los otros dominicanos, los de los barrios más pobres, de los callejones, lo vivieron de otra manera. En el caso de María, el zinc podrido dejó pasar el agua y su casita se llenó de agua; a Manuel se le fue una plancha de zinc del techo y la lluvia dejó el colchón de su hijo inservible, justo en el momento que él no tiene suficiente dinero para garantizar un regreso adecuado a clase de sus tres hijos

Los sacos de arena que Naudy había preparado para impedir que la casa se inundara no fueron suficiente y su casa se llenó de agua. En la Ciénaga, seis días después de la tormenta todavía sacan el lodo de las casas. Para una fundación amiga fueron los días que escogió un ratero para robar de noche las nuevas lámparas del patio, así como las de los vecinos, vendiéndolas de inmediato por una décima parte del valor real de los artefactos.

La vida no se para en los barrios por una vaguada. Muchas veces es casi imposible que la familia entera quepa de día en una o dos minúsculas piezas de un hogar sin ventilación adecuada, presa entre el agua que gotea y el padrastro que manosea a las niñas.

Se ha observado que hasta en las más peligrosas cañadas las familias se aferran a sus pobres pertenencias en situaciones de real peligro. Para entender el fenómeno se debe recordar que las personas miden los riesgos en función de sus parámetros cotidianos, marcados por una presencia cercana y permanente de la inseguridad, la violencia y la muerte.

Entre los jóvenes, las deficiencias de muchas de nuestras instituciones sociales y económicas generan una gran inconformidad y una cantidad apreciable de ellos no se sienten obligados de obedecer órdenes.  Sus modelos de convivencia se expresan en circuitos o carreras en motos y los teteos con su carga de alcohol, otras sustancias y violencia que alcanzaron niveles preocupantes la misma noche de la tormenta.

Lo que no se puede esconder es que la pobreza y la exclusión social, causadas por la desigualdad social, pueden llevar a conductas violentas y delictivas por quienes se encuentran en esa situación.