Una ciudad es una inmensa burbuja, una pompa de jabón flotando en el imaginario colectivo de todos y cada uno de sus ciudadanos. Lo que hace realmente interesante dicho espacio geográfico es que toda gran ciudad contiene a su vez pequeñas microesferas, parcelas con características propias que le otorgan un estatus distinto y particular. Por esta razón no podemos hablar de Santo Domingo como abstracción única y abarcadora de esta extensa urbe que habitamos. Entre una cuadra y otra cuadra y de un barrio a otro barrio, existen códigos secretos, marcas identitarias que nos distinguen y separan para dotarnos de personalidad. Rastrear, profundizar en estas particularidades, es ahondar en lo esencial, casi como llegar al carbono catorce, al origen mismo que conforma en esencia a sus habitantes.
Sin ir más lejos no es lo mismo ser, por ejemplo, de San Carlos que de Villa Juana. Cada uno de los barrios utiliza no solo un lenguaje distinto y peculiar, con expresiones que delatan la procedencia de quién habla, sino que hasta el movimiento corporal que le acompaña viene a sumar identidad a los individuos que lo habitan. Podríamos incluso trazar con facilidad una cartografía íntima y cercana de cada uno de ellos y si nos sumergimos en sus aguas hasta rozar casi el límite, las diferencias que ante ojos atentos afloran nos podrían llevar a afinar el criterio con una precisión tal que se acercaría a la línea que separa a un alemán de un chileno. Suena a exageración lo que digo y lo sé, pero la singularidad de los espacios es soterrada e invisible ante determinados tipos de mirada. Uno ha de ser ávido en la búsqueda de lo singular, aquello que no se muestra en la mismísima superficie de las cosas y esta apreciación nos permitirá descubrir el valor intrínseco de cada lugar que nos tocó por destino.
Para alguien que vive de construir historias es fundamental atisbar lo que corre por debajo del asfalto o más allá de los focos que iluminan la noche. Es precisamente en la infatigable búsqueda de lo que está en el centro de la cáscara lo que hace atractivo cada hecho, sin reparar en si este tiene lugar en París, Tokio o Santo Domingo. Lo que importa, lo que en realidad importa, es despejar incógnitas, allanar los senderos que conduzcan hasta la misma médula del hueso y a partir de ahí contarlo. Narrar con el corazón en la mano lo inefable, ese momento único en el universo que persistirá en el texto más allá del lector y de la latitud desde la que será leído.
Comprender este complejo entramado es lo que nos permite tener perspectiva, asumir distancia con respecto a lo narrado y al mismo tiempo desembarazarnos de un falso sentido de pertenencia; de emular, como si de un calco o una mala copia se tratara, realidades ajenas a uno mismo. Cuenta Mario Vargas Llosa que en Francia se descubrió latinoamericano. Fue en un país distinto al suyo donde entendió que no podía ser Honoré de Balzac ni Gustave Flaubert; que no podía ser nadie salvo él mismo.
Para todo autor es muy importante reconocer sus márgenes y no intentar ser nunca epígono de nada ni de nadie. En palabras de Julio Ramón Ribeyro él mismo llegó a odiar “la ostentación literaria de muchos escritores latinoamericanos. Su complejo de proceder de zonas periféricas, subdesarrolladas, su temor a que los tomen por incultos […] Aspecto nuevo rico de sus obras: palacetes heteróclitos, monstruosos, recargados […] Su propio brillo los desluce.” Esta apreciación es fundamental para evitar desaciertos que han venido siendo frecuentes a la hora de escribir desde el espacio cerrado y particular de cada uno, perdiendo a la vez de vista por el camino la ineludible vocación universal de todo buen libro.