Es obvia la situación de extrema gravedad por la que atraviesa Haití y está fuera de discusión que todo lo que sucede en Haití incide de maneras múltiples sobre República Dominicana. El Centro de Estudios de Haití de la Universidad Católica Madre y Maestra, dirigido por el profesor Fernando Ferrán, ha compilado materiales de procedencias variadas acerca de variables políticas y socio-económicas en el país vecino. Estos escritos, junto a otros de fuentes haitianas, pueden ayudar a trazar balances actualizados.

Ahora bien, igualmente es conocido que el dramatismo de la situación de Haití no es nuevo, acompaña el decurso de su historia como Estado desde 1804. El país nació detrás de oleadas devastadoras de violencia. Los fundamentos económicos de la colonia fueron desenraizados, como forma de afianzar una existencia independiente, pero no fueron sustituidos por moldes viables de sostener una economía susceptible de impulsar el crecimiento económico y, con él, la autonomía política.

Jean Jacques Dessalines.

El Estado haitiano nació permeado de debilidad intrínseca debido a la rivalidad que enfrentó en su seno a los antiguos esclavos y los libres de color que habían temporalmente dirimido sus sañudas diferencias en 1803 con el fin de expulsar a los franceses. Ambos sectores persiguieron desde el principio destruir o subordinar al contrario, con lo que se reprodujo un principio de conflicto sempiterno que minó la posibilidad de un consenso auspicioso en las alturas del poder.

Un orden así de escindido no estuvo en condiciones de pautar un proyecto mediante el cual el aparato estatal obtuviera una hegemonía susceptible de impulsar un proyecto de nación. Tendieron de más en más a existir en paralelo la capa dirigente y la masa campesina que tomaba distancia defensiva. En el balance de semejante divorcio, el Estado no pudo desempeñar un papel activo. El despotismo característico del Estado haitiano desde sus inicios se sustentó en la extracción depredadora de rentas de la mayoría campesina. Los sectores dirigentes en buena medida operaron en clave destructiva, inhabilitados de activar el incremento de la productividad del trabajo.

Con rapidez tendió a generalizarse un minifundio improductivo, alejado de las transacciones del mercado y de efectos normativos de la autoridad pública. El minifundio operó desde sus inicios conforme al principio del menor esfuerzo para satisfacer necesidades a lo sumo perentorias. Su reproducción implicó una tendencia desgastante ante los factores adversos del deterioro de las condiciones ambientales en zonas montañosas y el incremento de la población.

Tras la implantación por los estadounidenses en 1914 de un orden consolidado de la minoría superior del sector mulato, la estabilidad no pasaba de ser aparente. A la larga se produjo una contestación del sector reconocido por su africanía, que convocaba a las masas.

El gobernador Jean Jacques Dessalines dispuso el genocidio de varios miles de europeos y descendientes meses después de la ruptura con Francia. La voluntad de que ningún blanco fuese propietario no tuvo contrapartida eficiente. Los generales negros perseguían lujos y riquezas sobre la base del control de posiciones de autoridad y de una propiedad terrateniente rutinaria. El sector de los antiguos libres, reconocido étnicamente como mulato, pero que comprendía un segmento de africanos con mayor educación, se refugió en la ventaja de la experiencia clasista, en el nivel cultural y el dominio de profesiones. Careció por igual de las condiciones para fundar un orden estable.

Con Dessalines se inició este proceso. Intentó imponer su autoridad omnímoda sobre todos los factores de poder, lo que  conllevó su asesinato dos años después, estimulado por jefes negros y mulatos. Su ausencia fue seguida por la instantánea división del país y una guerra civil crónica. Bajo la paz aparente implantada por Jean Pierre Boyer en 1820, tras el suicidio de Henri Christophe, rey del norte del país, subyacía una rivalidad que se saldaba en fusilamientos. A nombre de los negros, un cuarto de siglo después, el segundo emperador Faustin Soulouque ejerció la criminalidad descarnada sobre citadinos de nivel elevado o medio basado en el odio de color. El retorno de los mulatos al poder y el supuesto de que su monopolio irremediable siguió retroalimentando un malestar social arraigado, una escisión no resuelta de la sociedad, un déficit de conformación de una entidad nacional. Sobre esto, habría que entrar en mayores consideraciones que no vienen al caso en el presente análisis.

Jean Pierre Boyer.

En semejantes contextos, se entiende que la fase de estabilidad de finales del siglo XIX no conllevase un salto que diese lugar a una dinámica capitalista. La clase alta continuó dependiendo de rentas y el minifundio no cesó de deteriorarse en su propio fundamento. Se reproducía la pobreza, inherente al minifundio, si bien todavía de manera no explosiva.

Tras la implantación por los estadounidenses en 1914 de un orden consolidado de la minoría superior del sector mulato, la estabilidad no pasaba de ser aparente. A la larga se produjo una contestación del sector reconocido por su africanía, que convocaba a las masas. Una porción de la intelectualidad quedó subyugada por esta convocatoria que reciclaba el racialismo de la política. Resultado de ello fue la instalación de la tiranía de François Duvalier, quien, a nombre del pueblo negro, desató un proceso inaudito de destrucción y crimen que conllevó el asesinato de unas 50,000 personas.

Por si fuera poco, en lo que toca a indicadores sociales, la situación no ha cesado de agravarse. Hoy la mitad de la población experimenta déficit alimenticio, una forma de referir que experimenta hambre crónica. Los sectores que sucedieron a Jean Claude Duvalier se revelaron impotentes para enderezar la deriva descendente en las condiciones de vida de la población. Entre otros factores a tomarse en consideración en lo acontecido en las últimas décadas ha de destacarse la inconsistencia y nocividad de una porción de lo que se llamaba izquierda, de una u otra manera, catalizado en el ex sacerdote Jean Bertrand Aristide, personaje siniestro que se sostuvo instrumentalizando el crimen y la corrupción.

No es de extrañar que, después de tumbos estériles de pugnas, golpes de Estado e intervención estadounidense, llegara al gobierno, con la bendición de Washington, un sector de ultraderecha encabezado por el cantante Michel Martelly. Su camarilla ahondó los problemas hasta lo insondable mediante una práctica de rapiña que dejó exhausto el país. Los recursos que entraban, como los provenientes del programa Petrocaribe del presidente venezolano Hugo Chávez, fueron objeto de saqueo.

Medió en estos procesos el intervencionismo estadounidense, que lejos de solucionar cualquier problema estructural de fondo, lo que hizo fue agravarlo. A la sombra del intervencionismo imperialista, la Minustah, una tropa auspiciada por la ONU, siguieron imperturbables agravándose los problemas ancestrales y emergiendo otros de nuevo cuño.

El equipo de Martelly y su pupilo Jovenel Moïse, hechura de la “comunidad internacional”, procedió a un saqueo sin precedentes. Ha de insistirse, de todas maneras, en la quiebra ética de la generalidad de los sectores dirigentes, como se puso de manifiesto en las acciones gubernamentales que siguieron al terremoto de 2010 durante la inepta administración de René Préval, sucesor momentáneo del dos veces depuesto Aristide.

Se suscitó una movilización popular para cuestionar hechos tan graves como la sustracción de los fondos de Petrocaribe, el bienintencionado programa de ayuda del presidente venezolano Hugo Chávez. El estamento estatal y sus cómplices procedieron a auspiciar las bandas delictivas como medio de contrarrestar la movilización popular.

Jovenel Moïse.

Todavía no está del todo claro en qué consistió el entramado que condujo al asesinato de Jovenel Moïse, aunque probablemente fue resultado de la decisión del núcleo de la ultraderecha que lo llevó a la presidencia. Empero, lo esencial para fines del análisis radica en que el vacío de poder, respondido por el protagonismo caótico de las pandillas de malhechores, dio lugar a una cuasi-disolución del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Haití presenta una situación sui-generis en lo que a esto respecta, que no ha hecho sino seguir agravando hasta lo indecible la acumulación de desgracias. Resultaba inevitable el deterioro en caída libre de las condiciones de vida de la población.

No está claro si Haití ha tocado fondo. Por una parte, no hay señales de que emerjan en el interior del país factores de reversión del hundimiento en el caos y la miseria extrema. Es factible que eventualmente se supere el estadio de la desintegración política, pero resulta difícil, para no decir que imposible, que en el presente contexto histórico y por sus propios medios Haití pueda entrar en un proceso de reconstrucción y estabilidad. El estamento político dirigente se sigue caracterizando, en la mayor parte de sus componentes, por su propensión delictiva y depredadora. La clase burguesa, en el sentido estricto, además de su debilidad, actúa conforme a conveniencias estrechas que le impiden tornarse en un factor constructivo. El movimiento popular hasta ahora muestra debilidades que le impiden modificar el panorama vigente.

Queda, por consiguiente, el auxilio del exterior. Pero está demasiado patente que las intervenciones extranjeras no han contribuido a la gestación de una senda auspiciosa. Al margen de ello, resulta demasiado evidente la indiferencia de lo que se denomina “comunidad internacional”, que no es tal, porque en lo que respecta a Haití se reduce a Estados Unidos. La potencia de América del Norte controla los hilos del destino de Haití, y no solo se desinteresa por asumir una responsabilidad ética, sino que impide que otros lo hagan. Hasta ahora, ni siquiera en América Latina, a pesar de la presencia de varios gobiernos progresistas, ha surgido una voluntad de contribuir a revertir la deriva de espanto que se cierne sobre Haití. En días recientes, el Caricom, organismo de una parte de los países del Caribe, con participación de Haití, se declaró incompetente para incidir y se limitó a convocar a las potencias a hacerlo. La diáspora haitiana en Estados Unidos, Canadá y otros países, donde se encuentra el grueso de las personas con preparación profesional e intelectual, no parece que esté desempeñando un papel activo para contrarrestar el hundimiento progresivo de su patria.

Ahora bien, en el caso deseable de que emerja una voluntad de ese género, reclamada en otros términos por el Gobierno dominicano, se presenta la dificultad de cómo hacer viable una cooperación efectiva. Para ello tendría que cambiar el panorama sociopolítico interno haitiano. Es posible errar por falta de informaciones, pero en principio no parece que los sectores interesados en el establecimiento de un ordenamiento democrático y eficiente tengan la posibilidad de imponerse.

EFE/ Johnson Sabin

Sobre la base de lo arriba expuesto, un escenario nada improbable es que el espanto que caracteriza la existencia en el país vecino se prolongue por largo tiempo e incluso empeore.

Es poco, si no nada, lo que puede hacer frente a esa situación un país pobre como República Dominicana de manera aislada, sobre todo en el contexto de vacío de componentes normales de un Estado moderno que se registra en Haití. Ni siquiera hay interlocutores válidos, lo que en cierta manera se remonta a mucho tiempo atrás.

Desde luego, corresponde a los dominicanos de orientación democrática extender en lo posible la solidaridad hacia los haitianos honestos que pugnan por una modificación del cuadro existente. Pero el destino de Haití está en manos del pueblo haitiano, y a lo sumo el deber llama a apoyarlo en términos generales. Claro está, en Haití todo lo que involucra a República Dominicana contiene ingredientes complejos y hasta controversiales por efecto de la atribución de la causalidad de las desgracias y los agravios que se derivan del pasado y de la condición de los migrantes irregulares.

El corolario por el momento no puede ser otro que República Dominicana adopte las previsiones a su alcance para afrontar los efectos que tienen las facetas desgraciadas de la situación en el país vecino. Pero en este requerimiento de supervivencia subyacen problemas que requieren dilucidación.

 

Roberto Cassá en Acento.com.do