Camino. Luego me detengo en medio de la aridez del sendero. Me quedo clavado como si acaso fuera yo algún héroe de la historia. Una leve brisa juguetea con mi piel quemada por los besos del sol que abrasa todo a su paso.
Me decido a caminar de nuevo. No puedo. Mis piernas las siento pesadas. El atolondramiento invade mis sentidos, mi mente deprimida y confundida. Por fin logro vencer la inmovilidad de mi cuerpo y es entonces cuando mi pensamiento me dice del agotamiento de mis músculos. Sonrío. Vuelvo y sonrío. Pero no. No es posible continuar en estas condiciones. Me detengo nuevamente al impacto del recuerdo que me hiere las venas, los sentidos, la existencia. Todo.
Aquel día en que yo había muerto en un accidente automovilístico, pero que después de haber transcurrido dos meses de mi enterramiento yo aparecí en la vida, es decir, había resucitado, no he podido, por más que haya intentado, borrarlo de mi cerebro. Esto me preocupa bárbaramente, pues ahora dudo de mi existencia. No sé si estoy vivo ni tampoco sé si es muerto lo que estoy. A veces creo que soy la única persona MUERTAVIVA que anda por la Tierra. Me siento un poco mejor por esta razón, ya que siempre he sentido el enorme deseo de ser la excepción en todo. Desde aquel día fue cuando comenzó mi peregrinaje por todo el planeta, por los caminos pedregosos de la vida y la muerte.
Siempre me han acompañado la desesperación, la soledad y la angustia inmensa de saberme solo, silencioso en contra de mi voluntad, herido en mis cicatrices de cadáver y en mis heridas de hombre vivo.
Me dejo caer con todo el peso de mi cuerpo mitad a mitad del camino seco. Me acomodo con el costado derecho de mi cuerpo. Así protejo mi rostro de la inclemencia del astro Rey, pues sólo le brindo el cansancio de mi espalda. Siento que el sueño me está venciendo y que veo hormiguear todo lo que me circunda. Estoy soñando que me llevan, rígido, en un ataúd de color gris. Pocas son las personas que asisten a mi funeral. ¡Caray! Que yo sepa nunca hice mal a nadie cuando viví en la Tierra.
Los cuatro hombres que se dirigían al cementerio, conmigo en la cajademuerto, CAMINABAN CORRIENDO. Estaban ansiosos ya por salir de mí. “Menos gente, más espacio”, dirían irónicamente.
Ya me veo descender en un nicho de aproximadamente cinco metros de profundidad. ¡Vaya! Se ve que en verdad querían salir de mí. Hasta me enterraron boca abajo como para que, si intentara salir, me hundiera más. ¿Hice yo, en mi vida, tanto mal que mereciera ser tratado así? Bueno, cuando uno está muerto poco le importa que hagan de uno lo que quieran los demás. No se piensa. No se siente. Ni siquiera se ríe como lo hacen los niños, sino como lo hacen los muertos: haciendo muecas. Pero sí se siente una tremenda curiosidad por las cosas, por los detalles que antes considerábamos insignificantes.
Comienzan a echarme tierra, pero más que tierra son grandes piedras lo que lanzan sobre mí. Tal vez hacen esto porque creen que aún no me he muerto bien muerto y que lo más correcto, para rematarme ―en caso de que en verdad todavía respire―, es hacer eso que están haciendo ahora.
Todo me huele a tierra y me duele a tierra. Ya sé por qué es que la lucha por la tierra hiere tanto. Es hermoso saborearla cuando se está vivo, pero después que se convierte uno en un simple inexistente: la tierra la sentimos como un dolor que se nos incrusta en las costillas, y que quiere volver a matarnos. Es por eso que después de MUERTO SIMPLE uno se convierte en un MUERTO AL CUADRADO. Es que la tierra vuelve a matarnos. Aun así, a cualquier muerto poco le importa que lo rematen, que lo rerematen, que lo rererematen. Da lo mismo, porque siempre presentará las mismas características de un muerto.
Vuelvo a la realidad y dejo de soñar que he muerto y que me están enterrando. Me quejo mil y mil veces más de mi agotamiento físico. Creo oir pasos. Retumban en mi oído derecho, que permanece pegado al suelo, y los siento próximos y claros. Aflora a mis labios una sonrisa de alegría. Ya sé, es alguien que se acerca y de seguro que me ayudará con este cuerpo mío que ya no puedo dominar. ¡No es posible! Los pasos se alejan, los oigo retirarse más rápidamente que como se acercaban.
No entiendo por qué todo me resulta adverso. ¿Es que acaso creen que soy un muerto de verdad y por ello sienten temor hasta de mirarme? Me da lo mismo. ¿¡Qué!? ¡Es cierto, estoy muerto! Me da lo mismo todo y ese es un síntoma de los que o están muertos o sufren de muerte. ¿Sufren de muerte, dije? Sí, eso es. Estoy enfermo de muerte y todos me rehúyen por temor a que yo los contagie. Todavía la ciencia no ha descubierto un medicamento que contrarreste esa enfermedad.
Soy condenado a morir de muerte. Quiero erguirme y no puedo. Caigo de bruces en el suelo. Ya los golpes, por duros que éstos sean, no los siento en mi cuerpo. Me resigno. Me arrellano otra vez y quedo pensativo, esperando la muerte, lo inexplicable.