Haití está padeciendo una crisis humanitaria con peores efectos migratorios para República Dominicana que los dejados por el terremoto de 2010, cuya crisis ha sido considerada la más grave de las muchas que ha padecido ese país en su historia y la más grande crisis humanitaria en la que ha se ha implicado la ONU. Palabras mayores.

 

A raíz del terremoto, murieron entre 250 mil y 300 mil personas, hubo más de un millón y medio de desplazados internamente y miles de haitianos iniciaron una peregrinación forzosa por distintos países del continente, pero no se produjo una ola masiva de inmigrantes hacia República Dominicana, debido, en parte, a la ayuda humanitaria que fluyó desde la comunidad internacional y de nuestro propio país hacia el malogrado vecino.

 

Cuando se habla de crisis en Haití los superlativos y el calificativo “sin precedentes” suelen ser lugares comunes, no porque se exagere, sino porque cada crisis es peor que la anterior, que ya parecía insuperable. Sin embargo, la actual crisis es inequívocamente diferente.

 

¿Qué hace a la actual crisis de Haití diferente? Primero, la coexistencia de un conjunto de crisis superpuestas. Segundo, esta vez no hay un interlocutor con quien hablar en el lado haitiano. Tercero, la comunidad internacional se resiste a formar parte de la solución. Cuarto, el presidente dominicano se ha dejado arrastrar a una política performativa que, fuera de generar titulares populistas, no conducirá a nada. Veamos algunos de estos factores, uno a uno, en los siguientes párrafos.

 

 

Las crisis cruzadas

La crisis habitual en Haití se ha agravado debido a una serie de factores en el que sobresale el aumento del poder y la violencia de las pandillas, pero también incluye la epidemia de cólera y la crisis económica, así como la pandemia de COVID-19 y las catástrofes naturales que han dejado al país en ruinas en los últimos años. Para tener una idea de cuán macabro es este panorama, recomiendo escuchar el episodio “Why Haiti asked for an intervention”,  del podcast The Daily, en el que una reportera de The New York Times cuenta lo que ve en las calles de Puerto Príncipe, como testigo de primera mano.

 

Haití es un moridero de gente, y quienes pueden huir de allí están buscando refugio en la República Dominicana o usan este país como un tránsito hacia Estados Unidos u otros países. Este éxodo está ocurriendo incluso entre haitianos más pudientes y no solo entre los que desenvuelven sus vidas en la miseria, como ocurría antes. De hecho, en las primeras horas de la mañana de cualquier día laborable es habitual toparse con decenas de ellos frente a la embajada de Panamá en Santo Domingo, en la calle Hatuey del sector Los Cacicazgos, adonde acuden a tramitar su paso a otros destinos. Allí, cada mañana, la afluencia de haitianos, a pie y en vehículos, es tal que provocan taponamientos del tránsito en esta calle de un sector residencial ordinariamente despejado.

 

Esa ola migratoria está desembocando parcialmente en Estados Unidos y en otros países. En los últimos meses, imágenes de un gran número de migrantes cruzando el río Bravo en El Paso, Texas, han recordado crisis anteriores, como la ocurrida el año pasado en Del Río, donde más de 9,000 migrantes, mayoritariamente haitianos, se refugiaron en condiciones infrahumanas en un campamento temporal bajo un puente junto al río.

 

 

No hay interlocutores

Cuando el terremoto de 2010 destruyó a Haití, había allí un gobierno formalmente constituido, encabezado por un presidente reconocido por todos sus conciudadanos como tal, y con quien se podía hablar. Era René Préval, en su segundo mandato, un ingeniero educado en Europa, que había vivido en Estados Unidos y había sido primer ministro de Haití antes de ser presidente. Préval ha sido el único presidente haitiano que ganó unas elecciones democráticas e hizo un traspaso de mando pacíficamente a un sucesor elegido por el pueblo. A este demócrata y veterano político sorprendió el entonces presidente dominicano, Leonel Fernández, cuando se le presentó de sorpresa en la destruida casa presidencial haitiana, horas después de ocurrida la catástrofe. Al más alto nivel, ambos acordaron la canalización de la ayuda internacional a través de República Dominicana y las generosas donaciones y la colaboración de nuestro país hacia Haití. Fue tal el respaldo de República Dominicana a su vecino en aquel momento que cambió circunstancialmente toda la mala prensa hacia la nación dominicana con respecto a los inmigrantes haitianos, y muchos observadores tuvieron la esperanza de que este hito podría ser el inicio de una nueva etapa de armonía en las relaciones dominico-haitianas.

 

¿Qué tenemos ahora, en cambio? Un país acéfalo, controlado por bandas de secuestradores, violadores, ladrones y asesinos, armados hasta los dientes, que tienen aterrorizados tanto a los civiles como a los cuerpos armados del país y se disputan entre sí el poder de las calles. Nadie puede con ellos, y se dice en Haití que estas bandas son financiadas por las propias élites políticas y económicas haitianas. No hay un interlocutor válido con quien sentarse a negociar, y un auto reconocimiento de esa incapacidad la ha hecho el propio gobierno haitiano cuando ha solicitado a la comunidad internacional que intervenga a su país.

 

La comunidad internacional renuente a entrar al pandemónium

Aunque los emigrantes haitianos van intentando entrar en cualquier condición legal a diferentes países de América, donde son claramente rechazados, la comunidad internacional no sólo no ha intervenido a Haití motu proprio, como sí lo hizo cuando ocurrió el terremoto, sino que tampoco ha acudido al llamado del gobierno haitiana para que intervenga su país.

 

Por si fuera poco la apatía de la comunidad internacional, ha pedido a un pequeño país como República Dominicana que acoja a esa masa de inmigrantes desfavorecidos y hace presiones económicas y diplomáticas para que así lo haga, según se ha interpretado de la acción de bloqueo por Estados Unidos a las importaciones de azúcar producida en el Central Romana y de la agresiva nota diplomática publicada por la embajada estadounidense en República Dominicana, en la que advierte sus ciudadanos de “piel más oscura” que corren el riesgo de ser detenidos en este país por la represión que aquí existe contra los inmigrantes haitianos.

 

En ese contexto, no es raro que un concierto de voces internacionales se sumen a apalear a República Dominicana, como ha ocurrido en este episodio del podcast El hilo, sobre la deportación de haitianas embarazadas. Los productores de esta narración se caracterizan por hacer un excelente periodismo de investigación, pero esta vez presentan una realidad sesgada, en parte, porque las autoridades dominicanas consultadas -el Servicio Nacional de Salud y el Ministerio de Salud- no contestaron a los periodistas, perdiendo la oportunidad de contrastar y equilibrar la historia.

 

Lo que nos enseña la historia

Ningún esfuerzo que haga el gobierno dominicano para detener la inmigración masiva de haitianos hacia el territorio dominicano tendrá éxito, si no se soluciona el espeluznante conjunto de crisis cruzadas del país vecino, en el corto o mediano plazo, y su crisis orgánica, a largo plazo. No hay fuerza humana, ni política, ni económica, ni militar que pueda detener a los emigrantes, mientras sigan deteriorándose las condiciones de vida en su país de origen y las de sus vecinos sean mejores.

 

Mientras los haitianos necesiten salir de allí y nosotros los contratemos aquí, en los sectores agrícola, de la construcción, de la seguridad y del servicio doméstico, la frontera seguirá siendo un coladero.

 

Sin padecer la corrupción de autoridades civiles y militares nuestras, que se benefician del tráfico de personas en la frontera, ni Estados Unidos ni Europa han podido parar la inmigración ilegal proveniente de los demás países de América y de África.  Cientos de emigrantes arriesgan sus vidas cada día, a pie y en frágiles medios de transporte, a través de grandes masas de agua y caminos hostiles y peligrosos, para cruzar a escondidas las fronteras europeas y estadounidense, sin que esas potencias puedan pararlos.

 

Mientras entre naciones vecinas haya niveles de desigualdad económica y diferencias de desarrollo político tan abismales, como las que existen entre los países de África y de Europa, por un lado, o de Estados Unidos y el resto de América, por otro, no habrá manera de frenar esas masas de migrantes en condiciones de ilegalidad.

 

Como nos ha enseñado la historia nuestra y la de esas potencias extranjeras, tampoco podremos nosotros frenar a los migrantes haitianos, ni con la fuerza ni con la ley. No ha funcionado “el muro de Trump”, el de Berlín terminó por caer y similares finales le esperan al que Abinader está construyendo.

 

Las deportaciones de inmigrantes en condiciones de ilegalidad y los intentos de poner orden en la frontera son paliativos episódicos, complementarios, en el mejor de los casos, frente a un problema estructural con el que tendremos que convivir mientras existan Haití y República Dominicana.

 

¿Qué hacemos, entonces? Como no está entre las opciones empeorar nuestras condiciones de vida para dejar de ser un destino atractivo para los haitianos, la única opción razonable es comprometernos con mejorar las condiciones de existencia de nuestros vecinos.

 

Comprometernos con que Haití supere su crisis no es una cuestión de humanidad, de solidaridad o de altruismo, solamente.  No es solo un tema de salubridad y seguridad nacional. Es una cuestión de negocios, también. Haití es el segundo mercado de exportación de República Dominicana, como tristemente descubrimos cuando la OEA impuso un bloqueo comercial a su economía en 1991. Es también la principal, si no la única fuente de mano de obra para algunas de nuestras industrias. Por si no fueran suficientes estas razones, el recrudecimiento de la crisis haitiana ha tenido un alto costo económico para República Dominicana, pues ha sido motivo de tensiones en las relaciones con nuestro principal aliado comercial, Estados Unidos, y nos ha causado daños como destino de inversión extranjera, de turismo y de negocios en general.

 

Haití es un problema demasiado grande para dejárselo al  presidente

 

Evocando la famosa frase del cofundador de Hewlett-Packard, David Packard, cuando dijo que el marketing era demasiado importante como para dejárselo a la gente de marketing, los problemas de relaciones dominico-haitianas son demasiado importantes y complejas como para dejárselos al presidente (quienquiera que este sea).

 

Hay muchos componentes involucrados, desde los volátiles votantes y las próximas elecciones (no solo las del 2024, sino cualquiera en el horizonte), hasta la sociedad civil, las oenegés y activistas defensores de derechos humanos, la oposición, las potencias extranjeras y una infinita lista de audiencias interesadas y de aristas. Es un tema que divide a la gente y en el que los matices son tan escasos como las posibilidades de diálogo productivo.

 

Por estas razones, el empresariado no debe seguir siendo un mero observador de esta crisis. Debe arrimar el hombro al gobierno, endosarlo cuando sea necesario tomar medidas impopulares en lo inmediato, pero positivas en el largo plazo; motorizar la formación de equipos especiales (task forces) público-privados que trasciendan los períodos gubernamentales; incluir en esos equipos a los mejores negociadores y diplomáticos; poner al servicio de la causa todo el capital social y las capacidades de cabildeo del empresariado, para enhebrar iniciativas multinacionales a favor de Haití, que tengan como marco y razón de ser la seguridad, el bienestar y la estabilidad política, económica de todos los estados afectados por la crisis haitiana y no solo los de República Dominicana.