Al gobierno no se le puede acusar de tener una opción preferencial por los popis. El significativo aumento de la protección social que ha auspiciado desmiente tal inculpación. Pero la enorme disparidad en la distribución del ingreso y la riqueza entre popis y wawawas conspira contra el derecho a la igualdad que establece el Art. 39 de la Constitución. Los pobres, los menos iguales, solo podrían ser “iguales” a los popis si se adoptan políticas públicas que confluyan en mejorar sustancialmente sus ingresos, su salud y su educación. Y para ello tendrían que cambiar las relaciones de poder entre ricos y pobres.

Un reciente estudio del MEPyD reveló cuán abarcadora es actualmente la pobreza. Estrenando una nueva metodología, la entidad reporta que “los hogares integrados por tres personas cuyos ingresos sean inferiores a los 22,176 pesos mensuales son considerados pobres. Este renglón alcanzó 2,942,255 personas al 2022.” Eso significa que el 27.7% de la población califica como pobre y que un 3.8% clasifica en la pobreza extrema. Cuando esta situación de los pobres se asocia con la distribución del ingreso, la RD “tiene el mayor índice de desigualdad económica en Latinoamérica.” “El 10% de la población dominicana de menos ingresos percibe menos del 1% del ingreso nacional, mientras que el 10% de mayores ingresos percibe más de la mitad, con un 55%.” Esa desigualdad económica conspira contra la estabilidad de nuestra democracia.

La CEPAL reportó detalles escalofriantes sobre esta fatídica dicotomía previo a la pandemia. Con datos del 2019 la entidad reportó: “Esta brecha, que ya es muy significativa dado que un 1% de la población recibe casi la mitad de lo que recibe la mitad más pobre de la población, se amplía considerablemente al medir la desigualdad del ingreso bruto nacional, mediante la combinación de los resultados de la encuesta con los de los registros tributarios y las cuentas nacionales.” No hay que apelar al credo marxista para intuir que de esa desigualdad económica se deriva la desigualdad social. Es decir, la distancia en el bienestar entre ricos y pobres.

El grado de esta desigualdad resultante se revela avasalladoramente en materia de salud y educación. En cuanto a salud basta saber que el gasto público en este importante renglón, el cual va destinado a ofrecer servicios al segmento más vulnerable de la población, ascenderá este año a solo un 1.8% del PIB. Esto está muy por debajo de lo que establece la Estrategia Nacional de Desarrollo: “para 2020 se debía contar con un 4% del PIB para gasto público en Salud, un 4.5% en 2025 y un 5% en 2030.” También está por debajo de lo recomendado por la OMS para América Latina y el Caribe, lo cual es de 6%.

Nuestro gasto público en salud se destina principalmente a la operación de los hospitales públicos. Ahí es donde acuden los pobres y donde se registran escorias tales como las muertes neonatales y los embarazos de las adolescentes. La población pobre puede acceder a esos servicios al amparo de su Seguro Subsidiado de Salud (SENASA), pero además de estar muy congestionados, los hospitales no disponen de todos los equipos, los medicamentos, los especialistas y otros insumos para brindar una atención adecuada al segmento pobre de la población. Resultado: los pobres acceden a lo peor del sistema nacional de salud.

Para descongestionar los hospitales nuestra Seguridad Social estableció la atención primaria como primer peldaño de la salud pública. Pero es harto conocido que, de las 1,348 Unidades de Atención Primaria existentes, el 88% no está en capacidad de solucionar los casos de salud que reciben (y solo 164 centros están adecuados para dar servicios). Al no funcionar bien las unidades existentes “se carece de la cercanía de auxilios profesionales para la gente más necesitada, económicamente débil, y algunas veces incapaz de describir sus síntomas por bajo nivel de instrucción; al tiempo que se recarga y reduce la calidad de los servicios de los establecimientos sanitarios tradicionales a los que debe llegarse tras recorrer el primer escalón del sistema.” Las falencias de la atención primaria victimizan más a los pobres que a nadie.

Para revertir esta situación no solo se necesitan recursos financieros. Lo principal es de naturaleza política: los que toman decisiones sobre el gasto público no se atreven a poner en peligro las altas ganancias de los actores privados del sistema, como las administradoras de riesgos de salud (ARS) y las prestadoras de servicios de salud privadas (clínicas y médicos). Un buen servicio de las UAP ayudaría a reducir la incidencia de muchas enfermedades en la población más necesitada, pero el músculo político de los prestadores privados impide que se priorice a los pobres.

Igual pasa con la relación de la educación pública y los pobres. “La Constitución dominicana establece en su artículo 63 que “Toda persona tiene derecho a una educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades.” “El Estado garantiza la educación pública gratuita y la declara obligatoria en el nivel inicial, básico y medio”. Sin embargo, los indicadores tradicionales cuestionan el cumplimiento de este mandato constitucional. “Hablamos de una situación alarmante a nivel del país en donde en promedio el 11.70% (casi un 30% en la región el Valle) de la población mayor de 15 años, no sabe leer ni escribir. ¿Qué significa esto? Personas que ejercen una vida activa, muchas veces en el mundo laboral, una vida comunitaria que les excluye de muchas formas de participación.”

Ya es harto conocido que nuestra educación pública, la que sirve a los pobres, es de pésima calidad. Una reciente evaluación del mismo MINERD así lo atestigua. El mismo ministro del ramo denunció que la educación está prácticamente estancada, muy a pesar de los holgados recursos del 4% del PIB asignados a la educación pública. “Los estudiantes obtienen mejores resultados en el sector privado que en el público, cuestión que se atribuye al acompañamiento de los padres y la entrega en el proceso de aprendizaje de los departamentos docentes y administrativos de este sector.”  Mas alarmante aun es que esa evaluación reveló que mientras más pobre son los estudiantes más bajos son sus rendimientos escolares. De ahí que los pobres están encorsetados en una crónica desventaja que les impide optar por las oportunidades del mercado laboral y lograr algo de movilidad social.

Es cierto que el gasto público provee a los pobres ciertos colchones de redención a través de los subsidios sociales. Ahí está el desayuno y la merienda escolar, los bonos (luz, gas, etc.) y las migajas de Supérate. Pero obviamente esas prestaciones no logran por si solas hacer a los pobres más “iguales”. El mismo MEPyD ha señalado: “Si la reducción histórica que ha habido de la desigualdad la aumentáramos en un 50 % podríamos conseguir, por ejemplo, la meta de la Estrategia Nacional de Desarrollo de llegar en el año 2030 a un 15.4 % de población en pobreza monetaria.” “Las cuatro vías para reducir la desigualdad: el mercado laboral, lo que implica mejorar salarios y condiciones de trabajo, así como promover la formalización; mejorar la cobertura y calidad de los servicios públicos; enfrentar la corrupción y procurar un buen uso de los recursos públicos; y reformar el sistema tributario.”

Obviamente, el abanico de intervenciones requeridas va más allá del ingreso, la salud y la educación. Pero de enfocar las prioridades de las políticas públicas en esas tres variables se estaría logrando mayor justicia social. Para eso es necesario que se varíen las relaciones de poder entre los pobres y los ricos. Y ese es un desafío político sobre el cual ningún partido político se está enfocando: por eso es prácticamente imposible que los pobres lleguen al poder. La alternativa de acudir a “las escarpadas montañas de Quisqueya” para lograr el poder no es una opción factible actualmente. Ni siquiera si la Iglesia católica ejerciera su “opción preferencial por los pobres” se lograría gran avance. Al final, solo la abogacía de los sectores más sensibles a la desigualdad se presenta como única opción para reenfocar la política pública a fin de sacar de la furnia de la indiferencia a casi una tercera parte de la población que califica como pobre. Mientras, los pobres están condenados a una celda social que castra inmisericordemente su bienestar.