Apremiados por la fuerza de la costumbre, a menudo repetimos algunas ideas que hemos recibido de manera pasiva, esto es, sin habernos detenido a apretarlas, exprimirlas o romperlas para averiguar de qué están hechas. En esta ocasión, quisiera apretar un poco la noción de “literatura existencialista” a ver qué sale.
Consideradas desde afuera, parecería como si, en el alfabeto literario de algunas sociedades, la única letra capaz de designar el malestar en la cultura y la literatura fuera la “E” de “existencialismo”, y particularmente, aquel al que se considera “ateo” y que algunos vinculan extrañamente con toda una lista de aventuras político-ideológicas que comienzan en el misticismo, el orientalismo y el milenarismo que cundió en los años finales del siglo XIX y terminan en el anarco-comunismo burgués que inspiró a toda la beat generation, incluyendo a hippies y demás representantes del lumpenismo artístico que prosperó en todo occidente entre las décadas de 1950 y 1970.
En cierta forma, esta concepción es una de las consecuencias de la engañosa coincidencia cronológica entre una parte importante del período de mayor vigencia de la literatura del absurdo. Aunque siempre es tonto cualquier intento de situar el inicio de una tendencia literaria, puede decirse que esta última arranca como un desprendimiento del postromanticismo tardío en el último cuarto del siglo XIX en las obras de una larga lista de autores entre los cuales destacan los rusos Nikolai Gogol, Fiodor Dostoievski y Mijaíl Bulgakov, el inglés Lewis Carol, el checo Franz Kafka y el francés Alfred Jarry. Con ayuda de catalejos, telescopios y otros instrumentos de observación a distancia, sería posible encontrarle raíces comunes con algunas tradiciones carnavalescas medievales europeas, como las farsas.
Posteriormente, la literatura del absurdo recibirá un impulso importante de parte de autores próximos a las vanguardias de principios del siglo XX, como el Futurismo (Guillaume Apollinaire, con Las tetas de Tiresias); el Dadaísmo (Tristan Tzará, con El corazón a gas, 1923) y el Surrealismo (Jean Cocteau, con Los novios de la torre Eiffel, 1921 y Antonin Artaud, con Vientre quemado o la madre loca, 1927), entre otros. Fue tal vez esta cercanía respecto a los diferentes “ismos” vanguardistas —los cuales reclamaban para sí, cada uno por separado, la “paternidad” del absurdo como si se tratara de un bien—, lo que entorpeció toda posibilidad de asociar el culto de lo absurdo con una tendencia en específico.
A pesar de esto, el verdadero desarrollo de la literatura del absurdo tendrá lugar a partir de la década de 1940, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, y será el resultado de la intervención de dramaturgos como el rumano Eugenio Ionesco, el irlandés Samuel Bekett (quien también fue novelista del absurdo), el poeta y dramaturgo francés Jean Tardieu (Théâtre de chambre, 1951) o el también francés Jean Genet (Las criadas, 1947), quien además escribió novelas, poemas, ensayos e hizo cine (Un canto de amor, 1950).
Será, pues, esta coincidencia en el tiempo con el período de auge del sistema de ideas existencialista lo que conducirá a los mass media de todo el mundo a confundir en una sola denominación (“existencialista”) la literatura que se expresó a través de las obras literarias de autores tan disímiles como Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Anaïs Nin, Paul Nizan, André Malraux, o Boris Vian. A esta lista se le podría agregar con ventaja una gran cantidad de autores ajenos a la tradición francesa, como Henry Miller, cuya obra maestra Trópico de Cáncer (1934) narra la vida pícara de un escritor estadounidense en el París de la época de entre-guerras
A la fijación de semejante confusión contribuyeron numerosas publicaciones, pero las principales fueron el ensayo sobre el concepto de absurdo que Albert Camus publicó en 1942 bajo el título El mito de Sísifo o la densa biografía (642 páginas) de Jean Genet que Jean-Paul Sartre publicó en 1952 bajo el título Saint Genet, comédien et martyr.
Debido a esta confusión, la literatura del absurdo quedó subsumida en el concepto de existencialismo. La causa de este fenómeno fue sin duda el enorme prestigio intelectual que tanto Camus como Sartre adquirieron entre 1940 y 1960 (año de la muerte de Camus), sobre todo a partir de que la academia sueca le entregara a este último el Premio Nóbel en 1957, pero también la misma negatividad del término absurdo, la cual dificultaba su recuperación mediática para ofrecerla como mercancía a los ojos del gran público internacional.
Gracias a los ensayos filosóficos y políticos de Camus y de Sartre, el término “existencialista” gozaba de mejores condiciones de salud mediática que el vocablo “absurdo”. Este último padecía de la misma “mala fama” semántica de “cosa irracional y loca” que había afectado al adjetivo “surrealista”, y por esa razón, en todo el mundo, se puso de moda considerar como “existencialista” tanto a una determinada actitud ante la vida impuesta por las duras condiciones en que quedó la economía luego de la Segunda Guerra Mundial como a la literatura que reflejaba la sensibilidad asociada a dicha actitud.
Tal como había ocurrido a lo largo de toda su historia, nuestra región hispanoamericana no podía quedarse atrás y adoptó sin filtrarla esta pauta cultural impuesta por los mass media de Europa o los Estados Unidos de Norteamérica. De ese modo, entre nosotros es común hablar de “literatura existencialista” como quien se refiere a un “tipo “ (por ejemplo, la literatura policíaca) o a un “tema” (por ejemplo, la novela de la caña).
Es, pues, a partir de este reflejo culturalmente condicionado como se comprende, por ejemplo, que el mismo autor argentino Ernesto Sábato haya llegado a aceptar que su novela El túnel, tenía “influencias” del existencialismo (el autor estudió y vivió en Francia durante la época en que escribió esa novela), lo cual solamente es cierto si se prefiere seguir confundiendo la literatura del absurdo con el existencialismo.
En ese sentido, tal vez valga la pena recordar que, en 1948, es decir, el mismo año en que apareció El túnel, Jean-Paul Sartre ya había dado el giro que lo apartó definitivamente del campo ideológico del absurdo para desarrollar su teoría (y práctica) del compromiso intelectual con la publicación de su pieza de teatro titulada Las manos sucias, obra en la que reflexiona acerca de las consecuencias de intentar combinar la actividad intelectual con la militancia política. Y en efecto, aunque Sartre nunca llegó a afiliarse formalmente al Partido Comunista Francés, continuó siendo fiel a su teoría del compromiso hasta el final de su vida.
Basta con comparar la ficción de La Náusea (1938) con la de sus cuatro novelas publicadas luego de 1945, es decir, la trilogía de Los caminos de la libertad [La edad de la razón (1945), El aplazamiento (1945) y La muerte en el alma (1949)] más La suerte está echada (1947), para percatarse del cambio de perspectiva ideológica que implicó el tránsito de lo propiamente absurdo a lo propiamente existencialista en la obra literaria de Sartre.
De hecho, resulta posible observar un tránsito parecido en la obra de Sábato si se compara el universo ideológico de El Túnel respecto al de Sobre héroes y tumbas (1961). Es principalmente por esta razón que la verdadera trabazón entre el existencialismo y la literatura se encuentra del lado de lo que se conoce como “literatura comprometida”.
Personalmente, yo prefiero considerar lo absurdo en literatura no como una “temática”, sino como una vertiente ideológica que puede manifestarse de múltiples maneras, cada una de las cuales implica un determinado posicionamiento ético de los autores respecto a lo que se ha dado en llamar, después de Freud, “el malestar en la cultura”.
Se trata, pues, de una literatura de circulación más o menos restringida (marginal) para la que se han propuesto numerosas etiquetas como “patológica”, “enfermiza”, “experimental”, etc., las cuales revelan más los propios prejuicios de quienes las proponen que una correcta comprensión de la intencionalidad y los alcances de la literatura del absurdo.