En sus inicios como proyecto, aticé la llama de sus peligros. Ver: https://acento.com.do/opinion/la-cara-oculta-de-la-extincion-de-dominio-parte-i-8970274.htm y https://acento.com.do/opinion/la-cara-oculta-de-la-extincion-de-dominio-parte-ii-8970468.html.
Luego, el trajinar laboral me mantuvo entretenida y no retomé el hilo. La amable invitación de @GacetaJudicial y @falvarezm88 a ser ponente en un curso virtual sobre la Ley núm. 340-22, que regula el proceso de extinción de dominio de bienes ilícitos (Ley de ED o la Ley), me hizo fijar de nuevo la atención.
El Proyecto de Ley de ED fue objeto de enconadas polémicas. Su aprobación sin la “retrospectividad” calmó los ánimos. La entrada en vigencia de la nueva Ley se postergó, además, para los 12 meses después de su publicación. El momento es propicio para examinarla con mente fría. ¿A qué nos atenemos?
La Ley de ED es un ejercicio de deconstrucción del derecho, que reinterpreta el sistema jurídico para desmontar sus estructuras, en función de intereses superiores de la Nación dominicana (art. 3.1).
Su propuesta central, aunque no lo explicite, es sacrificar la libertad individual y muchas de sus garantías, en aras de su función teleológica, que aspira a hacer justicia presente o futura, para que los frutos de ciertos delitos no sean disfrutados por sus detentadores. Esta noble intención, apremiante para la criminalidad organizada de alta gama, merece no obstante una reflexión crítica, porque los derechos y principios que arden en esa pira, son de la mayor trascendencia para todos los ciudadanos.
El controversial filósofo francés Jacques Derrida (1930-2004) es el autor del método de la deconstrucción, tipo de análisis crítico que se utiliza para modificar o eliminar conceptos que sirven de soporte a estructuras históricas, sociales, culturales y políticas, mediante un análisis de las falencias internas del sistema en que estos están imbuidos. Todos hemos escuchado hablar, por ejemplo, de la deconstrucción del género. En el caso del derecho, la tarea deconstructiva consiste en reinterpretar todos los límites del sistema jurídico, con la idea de alcanzar el ideal de la justicia, aunque haya que desatar el corsé del derecho positivo.
Voy al grano. La Ley de ED degrada el término propiedad, asimilado como un derecho individual, lo más absoluto posible, de carácter perpetuo, que cambia por el vocablo más tenue de “dominio”. Su extinción se acomete a través de la reinterpretación de su genérica “función social”, que se extiende al máximo, de modo que la propiedad privada deja de constituir la última frontera. Asimismo, elude usar el término propietario, que reemplaza por el más débil de “afectado”, quien tendrá que demostrar el origen o uso lícito del bien a que dice tener derecho, porque su titularidad es meramente aparente (art. 3.7). Por otra parte, la licitud no está vinculada al proceder personal del “afectado”. Son las cosas y los bienes, siguiendo la terminología poco rigurosa de la Ley, que tienen un origen lícito o de las que se ha hecho un uso prohibido (se ha hecho, expresión impersonal).
La Ley de ED se divorcia de la libertad individual y de sus efectos y ese es el tremendo punto de quiebre. Es aporético que se diga regida por el principio de sujeción plena al ordenamiento jurídico, cuando al mismo tiempo se define como una acción autónoma tanto del ius puniendi del Estado (con sus garantías) como del derecho civil y cualquier juicio de responsabilidad del afectado.
Nuestro sistema legal tiene por centro al individuo. Gozamos de la libertad personal de hacer todo lo que no esté prohibido por la ley (nulla poena sine lege). En general, lo que puede sernos reprochable jurídicamente, es la exteriorización de nuestros actos y omisiones, de un modo tipificado por una sanción penal o que genere una reparación civil, o ambas, conforme las leyes. La Ley de ED prescinde de la conducta personal, al amparo de la ficción de un juicio a la cosa, de manera que cualquier “afectado” podría perder su “aparente derecho” sobre parte de sus bienes o todos (no está claro cómo se va a determinar la proporcionalidad), con independencia de su obrar. Un ejemplo claro de esto, es la posibilidad de extinción de dominio de bienes ilícitos transmitidos por sucesión hereditaria (11.6).
Esa fractura es de una trascendencia inmensa. En el orden legal, representa alejarse de todas las garantías del derecho penal liberal, que limitan el poder estatal para proteger al individuo como ente de derechos humanos. En el orden civil, entre otros aspectos implica que no cuenta el régimen de la responsabilidad civil y no se brinda protección a los incapaces: menores de edad, enfermos mentales, interdictos. Estos también podrán perder sus “aparentes” propiedades si están afectadas de un pecado original. Por cierto, la Ley no contempla ninguna defensoría pública para afectados en condiciones de vulnerabilidad.
Y, sobre todo, tiene un tremendo impacto sociológico-cultural. Nos creemos poseedores de nuestro libre albedrío, masters of our domain. Sin embargo, esta Ley demuestra que no necesariamente y francamente, oyendo hablar a sus defensores, no creo eso esté asimilado.
En fin, la ED luce mejor a gran escala, pensamos en el ejemplo típico de Pablo Escobar y de su gran fortuna creada al amparo de un imperio criminal. Pero, empieza pronto a distorsionarse cuando se concibe a una escala menor, donde se da la vida diaria.
Es seguro que su aplicación va a dar lugar a variopintas circunstancias, no necesariamente justas. Corresponderá a los jueces aportar el equilibrio, mediante una labor cuasi-creadora de derecho. Esa tarea judicial limitadora del poder del Estado se adivina difícil en esta sociedad mediática, de un derecho cada vez más punitivo. A mí me parece la Ley de ED harto peligrosa para el ciudadano común. Otro día escribo del Efecto Cobra.