No existe ninguna razón que nos obligue a mantener, como reliquias del pasado, las particularidades de un recurso creado hace más de doscientos años si no son útiles para resolver los problemas de la sociedad contemporánea. Nicolás GONZÁLEZ-CUELLAR SERRANO
Aproximación histórica al problema
Desde hace meses venimos postulando que la reestructuración del sistema casacional operada en la República Dominicana con la promulgación de la L. 2-23 no es casual ni mucho menos fortuita, sino que se inscribe en algo mucho más complejo y que ese “algo” tiene como punto de inflexión la reforma constitucional del año 2010 y la transición del Estado legal al Estado constitucional de derecho.
Ciertamente, el diseño del recurso de casación adoptado por el legislador dominicano desde principios del siglo XX (1908) y que, salvo ligeras modificaciones cosméticas, estuvo en plena actividad hasta enero de 2023, se corresponde, en esencia, con el patrón instaurado por los revolucionarios franceses en la efervescencia dieciochesca que antecediera al estallido de “El terror” y a la creación del Comité de Salvación Pública liderado por Robespierre. Un modelo que durante más de cien años permaneció prácticamente estático en nuestro país fruto del culto desmedido, casi devocional, a la ley escrita, en el marco de un positivismo a ultranza casi llevado al delirio y de una rígida separación de poderes en la línea más radical del pensamiento del barón de Montesquieu.
En el esquema anterior al año 2023, contraviniendo el carácter extraordinario del recurso y toda la lógica estructural del proceso, prima un acceso a la vía de la casación con muy pocas o nulas restricciones. De hecho, la realidad de tribunales inferiores propicia que, por necesidad, haya que limitar esa disponibilidad porque, como afirma BENAVENTE, de no ser así, la primera y la segunda instancia acaban convirtiéndose en torpes ensayos o meros trámites que inexorablemente hay que agotar para que el asunto pueda “por fin” escalar a la Suprema Corte de Justicia[1]. A ello se suman otras características clásicas y ortodoxas, propias del pasado régimen, tales como la prevalencia de la nomofilaxis como función casi exclusiva del recurso de casación[2], la protección a toda costa de la legalidad[3] y la prohibición de entrar a conocer el fondo del asunto[4], lo que deviene en una justicia de proyección negativa. También la posibilidad de que el Ministerio Público, sin ser parte, así fuere materia de derecho privado, se arrogara la potestad de interponer el recurso en el único interés de la ley[5].
Desde luego, tanto hermetismo y recelo en los orígenes del instituto casatorio no eran infundados, sino que obedecían a actitudes asumidas en el pasado por los jueces del ancien régime intentando colocarse por encima de la voluntad general plasmada por el legislador en el cuerpo de la norma. La meta perseguida era, ni más ni menos, que los operadores de justicia respondieran incondicionalmente, al pie de la letra, al nuevo orden de cosas, a la nueva legalidad que el pueblo en armas, con dolores de parto, había alumbrado. En respuesta, en su primera etapa, la casación es, ante todo, una instancia política y los revolucionarios instituyen el viejo Tribunal de Cassation como un gendarme para montar guardia en el pórtico del órgano judicial y mantenerlo a raya, asegurándose de que este poder “invisible y nulo” ejerciera su función mecánica, repetitiva e irreflexivamente como el eco sempiterno de lo que era para Montesquieu el “texto expreso de la ley”, sin injerencias en la esfera del legislativo —el primer poder del Estado— y como un instrumento de fiscalización a posteriori de las actuaciones del Poder Judicial. Los jueces, en el contexto sociopolítico de la Revolución francesa, son verdaderos autómatas, testigos mudos: “seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”[6]. No inventan el derecho porque el derecho ya existe. Permitirles interpretarlo sería tanto como dejarles crearlo, algo impensable por ser un atributo privativo de los representantes del pueblo. La actividad jurisdiccional solo es recognoscitiva y se reduce a un mero silogismo[7].
Ergo, como ha planteado muy certeramente BENAVENTE:
La exclusiva finalidad de defensa de la ley atribuida al Tribunal de Cassation solo puede ser entendida desde la concepción que los revolucionarios franceses tenían de la ley escrita, a la que consideraban como la sublimación del ordenamiento jurídico, hasta el punto de sostener que de la ley solo había una única interpretación posible conforme al propio texto normativo, y que era la que [ese] tribunal debía vigilar que fuera respetada[8].
El tiempo, empero, se ocupó de resituar las cosas y sacar a flote “las dificultades de la máquina”[9]; de desmontar toda aquella retahíla de sandeces, pues, la actividad jurisdiccional, de por sí, no tolera una lectura mecanicista. Muy por el contrario, requiere, para ser funcional, una intensa labor de interpretación y ponderación, de suerte que los jueces deben siempre estar prestos a enfrentar lagunas, omisiones y casos difíciles que pondrán a prueba su razonabilidad y templanza dada la imposibilidad de que el legislador sea capaz de anticiparlo todo. La ley, a fin de cuentas, no era autosuficiente como habían ensañado los enciclopedistas y la aserción de que esta era perfecta e infalible terminó desacreditada, arrugada en el zafacón de la historia. De ahí que la interpretación jurisprudencial deja de ser una calamidad o un factor de desestabilización para comenzar a verse, en palabras de CALAMANDREI, como “la más natural continuación, el más oportuno desarrollo del derecho codificado”[10] y el Tribunal de Cassation, a su vez, inicia su progresiva evolución hacia lo que sería la Cour de Cassation, pasando de carcelera de un cementerio de espectros vivientes a una jurisdicción integrada al Poder Judicial, creadora de derecho y llamada a establecer y mantener, sin renunciar a su objetivo nomofiláctico, la unidad de la jurisprudencia.
La orientación de la casación por otros rumbos ha tenido que superar aquel exaltado positivismo para dar paso a la unificación de la jurisprudencia e incitar el trasbordo, como centro de atención, de la finalidad nomofiláctica —ya obsoleta y algo cansada— a la consecución de la necesaria predictibilidad de la iurisdictio, porque la nomofilaxis solo tiene lógica cuando se la pone al servicio de este propósito superior indisolublemente ligado, en lo inmediato, al principio de igualdad en la interpretación y aplicación de la ley[11], y, a mediano y largo plazo, al principio de seguridad jurídica, como una valencia vital del Estado de derecho[12].
La casación desde dentro
La notoriedad alcanzada por la casación a través de los años le ha valido ser la herramienta más cotidiana y efectiva para el apoderamiento de la más alta instancia del Poder Judicial, en nuestro caso la Suprema Corte de Justicia, sin distinción de materias. En la actualidad, a partir de la promulgación de la L. 2-23, se le atribuyen al recurso tres funciones: la nomofiláctica, en garantía de la correcta aplicación y entendimiento del derecho —que no solo de la ley—; la dikelógica, en busca de que se dé, en la medida de lo posible, una respuesta de cierre y definitiva al caso en concreto; y, en tercer lugar, la uniformidad interpretativa de la jurisprudencia, que es la de mayor trascendencia, en aras de la certeza, la estabilidad y la previsibilidad que demanda el Estado social y democrático de derecho. Esta interpretación de la ley ordinaria, de los principios orgánicos, de las normas consuetudinarias, etc., que con vocación de permanencia realiza la corte de casación en salvaguarda de la pureza del derecho y con miras a uniformizar y estandarizar criterios, debe necesariamente ser vinculante porque se considera —y así tiene que ser— la más correcta en cada momento, según los valores y principios constitucionales, el espíritu de la ley y la época en que toque llevarla a cabo[13].
Con frecuencia, a partir de los postulados de CALAMANDREI, se distingue entre la interpretación auténtica y la interpretación verdadera. La primera plantearía, ante una multiplicidad de enfoques y exégesis, acudir a la fuente primigenia y requerir de primera mano al legislador una explicación sobre lo que él había querido decir cuando redactó el contenido de la ley. La segunda, ante la imposibilidad material de acceder con total precisión y en términos absolutos a la real interpretación de un texto caliginoso y borroso, propondría “para mantener la certeza y la igualdad del derecho, considerar oficialmente como interpretación verdadera… la que elige el órgano unificador de la jurisprudencia como interpretación única”[14].
Lo de la imposibilidad de confiar en la interpretación auténtica y optar mejor por el método de la interpretación verdadera, tiene mucho que ver, como lo explica el propio maestro florentino, con el hecho de que en los Estados modernos, la ley no es expresión de la voluntad de una sola persona que, aun después de haber alumbrado el acto legislativo, conserve memoria de cuál haya sido la intención predominante en ese complejísimo proceso[15], sino que es el resultado de múltiples voluntades y opiniones que convergen en la aprobación de un producto final al que se llega por caminos distintos y por razones diferentes.
Lo más importante, sin embargo, son dos cosas. La primera, la convicción sociológica de que, en definitiva, la interpretación verdadera adoptada por el máximo estamento del Poder Judicial no es perenne y que si con el transcurso de los años el perfil social o la evolución del pensamiento jurídico exige un cambio de criterio, se impondrán —eso sí, de manera motivada— los reajustes y correctivos pertinentes, sin que esto tampoco impida que en los lustros por venir la interpretación de hogaño pueda, por su parte, ser cuestionada, revisada o reconsiderada. La segunda, la aceptación institucional, por parte de todos los operadores del sistema de justicia, de que hay un tribunal superior al que corresponde fijar la interpretación “verdadera” y de que el disenso o la separación de ese criterio no puede ser caprichosa o antojadiza, sino rigurosamente argumentada a la luz del caso en concreto.
La buena regulación del recurso de casación aspira a un sano equilibrio entre la necesidad de una compactación o unificación de criterios, de la mano de los principios de igualdad y de seguridad jurídica, y el objetivo, como dice SIERRA GIL DE LA CUESTA, de que no accedan a la corte de casación más asuntos de los que sea capaz de acometer satisfactoriamente, en un tiempo sensato[16]. No pasemos por alto que, ante todo, hablamos de un recurso extraordinario y que, en cuanto tal, no tendría que ser accesible para todos los litigios; que su indisponibilidad debe ser la regla, no la excepción, sin descuidar que los criterios empleados en procura de una buena depuración sean razonables, jamás arbitrarios, porque de lo contrario se favorece la desnaturalización del recurso y la pérdida de su legitimidad.
Los criterios restrictivos: la summa casationis y el interés casacional
Alemania es el país, en Occidente, del que proviene la tradición más acendrada y sostenida sobre el protagonismo de la jurisprudencia uniforme y vinculante. A diferencia de lo que ocurrió en Francia, en que el énfasis, en los albores del recurso de casación, se puso en la misión nomofiláctica y el principio de legalidad, Alemania, en cambio, ha visto desde siempre a su Tribunal Federal de Justicia como un órgano natural de unificación jurisprudencial. La revisión, que es entre los germanos el recurso equiparable a la casación francesa, privilegia la noción del “especial interés público”, equivalente al mantenimiento de la interpretación unívoca del derecho, lo cual sería el germen de lo que después, en España, con la reforma procesal del año 2000, llegaría a conocerse como “interés casacional”, con las particularidades —claro está— que le ha imprimido el legislador español acorde con su idiosincrasia jurídica y las intrinsiquezas de su sistema.
En Alemania, en fin, la evolución ha culminado, a partir de 2011, con el interés casacional convertido en el único motivo válido para accionar en casación, lo que faculta al Bundesgerichtshof de ese país a identificar y ponderar, con visión holística, todos los aspectos relevantes para la evolución de la jurisprudencia y el mejor funcionamiento de la Justicia.
Así, pues, contrario a lo que es ya una tendencia en Europa de atenerse solo al interés casacional e ir prescindiendo de cualesquiera otros parámetros, la casación civil dominicana utiliza un sistema dual para la discriminación de cuáles casos merecerían la atención de la Suprema Corte de Justicia: el de la cuantía litigiosa[17] y el del propio interés casacional[18]. Admitir como quien ve llover que todo tipo de asunto sea sometido a casación, genera la falsa percepción de una justicia popular, empática o “siempre posible”, pero, en verdad, se trata de un regalo envenenado: una justicia utópica, poco menos que imposible, ante el volumen de trabajo que ello implica para un tribunal de jurisdicción nacional con apenas cinco jueces por sala.
La sanción de un límite sobre la cuantía discutida en la instancia en que se genera el fallo, a propósito de acciones personales cuyo objeto exclusivamente sea la obtención de condenas dinerarias (más de cincuenta salarios del más alto del sector privado), se entiende como la manifestación del deseo del legislador de restringir el recurso de casación a asuntos de una entidad económica significativa porque en ausencia de filtros o controles racionales la Suprema no podría humanamente hacer frente a la oleada de casos que le impactaría. Cualquier crítica populista frente a este método debiera quedar neutralizada ante la efectividad del interés casacional y la posibilidad de hacer uso de él cuando el importe debatido no confiera el acceso, además de que el quantum sugerido no repara en la pobreza o en la riqueza de los instanciados ni tampoco depende de las condenaciones retenidas por los jueces, sino que es una suma fría, fijada objetiva y anticipadamente.
En cuanto al otro criterio material de admisibilidad, el del interés casacional —sin duda, el más emblemático—, no huelga precisar que este viene a permitir la accesibilidad al recurso respecto de sentencias que, en principio, pudieran quedar fuera del radar de la corte de casación por no estar a la altura pecuniaria señalada por el legislador, lo que de paso propicia que la Suprema Corte de Justicia pueda cumplir su principal tarea: la unificación y consolidación del discurso jurisprudencial.
Las críticas, no obstante, al interés casacional no se han hecho esperar, a menudo de buena fe, en ocasiones desde la trinchera de las conveniencias personales y con argumentos insufribles que dejan al descubierto cierto desconocimiento. Habrá quienes se quejen con razón o sin ella de la terrible amenaza que representa una jurisprudencia petrificada o de una sustitución, como anticipara en su día el desaparecido jurista catalán SERRA DOMÍNGUEZ, del “imperio de la ley por la tiranía de la jurisprudencia”[19].
Bien se sabe que, por vía del recurso extraordinario de la casación, el interés del legislador no es la habilitación de un tercer grado, sino poner a disposición de los justiciables la oportunidad de que el más alto tribunal del Poder Judicial controle la sumisión a la ley de los jueces del fondo y cree derecho a través de una jurisprudencia uniforme, coherente y de vinculación “blanda”. Precisamente, lo de la vinculación “blanda” o indirecta entraña una advertencia, un recordatorio: los jueces de instancia —sea que operen en la alzada o en régimen de única y última instancia— están en el deber moral e institucional de reparar en la doctrina jurisprudencial de la Suprema, conscientes de que, al hacerlo, se alinean en la misión de llevar certeza, previsibilidad, igualdad de trato y seguridad jurídica a los usuarios del sistema y de que su discrepancia frente al criterio de esa alta corte abre el portón hacia el recurso de casación, pero sin tener la obligación de seguirlo como hechizados o sonámbulos, máxime desde el convencimiento serio de que las circunstancias del proceso examinado por ellos amerita una disidencia, una matización o la honrosa reconsideración del precedente. Todo —eso sí— en el entendido más severo de que este ejercicio de rebeldía le supone ineludiblemente la obligación de una motivación reforzada, con vistas a explicar el porqué de la disrupción.
Por esta razón se habla de una vinculación “blanda” u oblicua, porque la sola segregación de la doctrina jurisprudencial de la corte de casación por parte del juez de instancia o del tribunal de envío, si fuera el caso, no lo convierte en un prevaricador ni conlleva un halón de orejas en forma de sanción disciplinaria o que su fallo vaya a ser irremisiblemente arrasado por las bigas y cuadrigas del escrutinio casacional. Siendo así y tomando también en cuenta que la Suprema Corte de Justicia, fungiendo como corte de casación, no instruye el proceso ni define, por consiguiente, los hechos de la causa, sino que parte de los ya fijados en la sentencia impugnada, lo de la “dictadura” de la jurisprudencia no parece tener sentido. Más aún, como asegura BENAVENTE, citando a PIZZORUSSO, “la función de la casación no es impedir un cambio en la jurisprudencia cuando haya razones para discutir la bondad del precedente. Su función consiste en que los usuarios de la justicia paguen el menor precio posible por los cambios de jurisprudencia que resulten necesarios y oportunos”[20]. Y continúa expresando con marcado acierto:
La importancia de la uniformidad de la jurisprudencia en ningún caso puede llevar al extremo de impedir su evolución. La búsqueda de la igualdad en la interpretación de la ley y de la seguridad jurídica no se opone, ni a que los tribunales inferiores cuestionen la jurisprudencia del Tribunal Supremo [en nuestro caso de la Suprema Corte de Justicia] ni, por supuesto, a que el propio Tribunal Supremo considere necesario el cambio de jurisprudencia. En todo caso, tanto los tribunales inferiores como el propio Tribunal Supremo deberán justificar adecuadamente las razones del cambio[21].
Aunque sea infrecuente, para no pocos, el principal hándicap que enfrenta la aspiración de la uniformidad de la jurisprudencia es la propia credibilidad de quienes, en la Suprema Corte de Justicia, tienen el encargo de ofrecer esta garantía y demostrar con hechos, más que con palabras, que este anhelo institucional no es un poema y que entre ellos son capaces de ponerse de acuerdo. Por fortuna, entre los casos de interés casacional previstos en la L. 2-23 se contempla la contradicción de jurisprudencia “entre los tribunales de segundo grado o entre salas de la corte de casación”, situación que desborda lo que tan solo sería un propósito pacificador para ir por más y, en particular, en un escenario de salas reunidas, instituir la autoridad, así solo sea moral, del precedente horizontal.
Conclusión
El sistema adoptado por el legislador nacional en el diseño de estrategias que racionalicen la carga de trabajo de la Suprema Corte de Justicia y afiancen el efecto unificador del recurso de casación, con base en los principios constitucionales de igualdad y de seguridad jurídica, dista mucho de ser perfecto. De hecho, toda obra humana es perfectible en sí misma, pero justo es admitir que en él se percibe un esfuerzo serio por lograr su cometido y poner la dinámica casacional dominicana a la altura de estos tiempos.
Mucha gente no ha podido —o no ha querido— darse cuenta de que la reforma al más importante de nuestros recursos extraordinarios no fue cosa del año 2020 en adelante, sino que, en realidad, ese proceso comenzó desde mucho antes, en 2010, al votarse la Constitución del siglo XXI que sepulta entre nosotros el modelo del Estado legal o parlamentario para abrir camino al Estado constitucional, inspirado en la defensa de la dignidad humana traducida en principios y valores tales como la igualdad en la aplicación de la norma jurídica, la certeza del derecho y la predictibilidad de la función jurisdiccional. Pero no, como siempre el galloloquismo y el aprendizaje de oídas crecen silvestres y, a veces, como buenos discípulos del caos y la anarquía, nos resistimos al tormento de ver más allá de la superficie o de intentar comprender, como decía TAGORE, que el amor es un vagabundo cuyas flores se abren con más gracia al borde de los campos polvorientos que en los finos vasos de cristal.
Bibliografía
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“El interés casacional como sistema de contrapeso frente a las legítimas restricciones al recurso de casación”. En Gaceta Judicial, núm. 304 (marzo 2012), pp. 54-57.
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XIOL RÍOS, Juan Antonio. “El precedente judicial en nuestro derecho, una creación del Tribunal Constitucional”. En Poder Judicial, núm. 3, 1986, pp. 25-40.
[1] BENAVENTE, María Ángeles Catalina. El Tribunal Supremo y la tutela de los derechos fundamentales. Tirant lo Blanch, Valencia, 2010, p. 219.
[2] Art. 1, L. 3726-53 (derogada).
[3] Art. 3, L. 3726-53 (derogada).
[4] Art. 1, L. 3726-53, in fine (derogada).
[5] Arts. 63 y 64, L. 3726-53 (derogada).
[6] MONTESQUIEU. El espíritu de las leyes, lib. XI, cap. VI.
[7] “Un jugement est un syllogisme, dont la majeure est la loi, dont le fait test la mineure, et la décision la conséquence” (Adrien Jean-Francois DUPORT, 1759-1798).
[8] BENAVENTE, María Ángeles Catalina. El Tribunal Supremo y la tutela de los derechos fundamentales, ob. cit., p. 207.
[9] FERNÁNDEZ-VIAGAS BARTOLOMÉ, Plácido. El juez imparcial. Comares, Granada, 1997, p. 42.
[10] CALAMANDREI, Piero. La casación civil, t. I, vol. 2. Rodamillans, Buenos Aires, 1945, p. 136.
[11] CD, arts. 8 y 39.
[12] CD, arts. 40.15 y 110.
[13] Tribunal Supremo Español, auto del 6 de febrero de 1995.
[14] CALAMANDREI, Piero. La casación civil, ob. cit., p. 111.
[15] Ídem.
[16] SIERRA GIL DE LA CUESTA, Santiago. “Una nueva ley para el proceso civil”, en El proceso civil y su reforma, Colex, Madrid, 1998, p. 30.
[17] Art. 11.3, L. 2-23.
[18] Art. 10, L. 2-23.
[19] SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel. “El recurso de casación en el anteproyecto de LEC”. En Presente y futuro del proceso civil (Dir. PICO JUNOY), Bosch, Barcelona, 1998, p. 315.
[20] BENAVENTE, María Ángeles Catalina. El Tribunal Suprema y la tutela… ob. cit., p. 284.
[21] Ibid., p. 285.