El hombre hizo música porque encontró dados los sonidos de la naturaleza, que se manifestaron en el ruido del bosque, al recibir el viento; el silbido del fuego, al arder; el cantar del agua de los ríos o de los mares, al fluir, o el canto de los pájaros, en las ramas de los árboles o al cruzar el espacio, con su vuelo. En el origen de la música, nuestros antepasados, sin ninguna conciencia, al escuchar estos sonidos, secos, vibraciones y rumores, empezaron a sentir la necesidad espiritual –y acaso estética–, de imitarlos con la voz y luego con los instrumentos musicales que crearon, primero, de forma rudimentaria. Luego de convertir estos sonidos en palabras, en lenguaje verbal, que les permitió designar las cosas, los objetos y los seres, hasta que, mucho tiempo después, inventó la escritura, y creó la lengua como instrumento de comunicación, tras el desarrollo previo del pensamiento.

El hombre antiguo, al escuchar los sonidos del mundo natural, aprendió, se cultivó, después de interiorizar dicho conocimiento y asimilarlo, en su mente creativa e imaginativa. Además del ojo, el oído fue, pues, un sentido vital en la elaboración de las formas musicales y en la educación de la escucha. Mediante la audición pudo imaginar, igual que con la mirada, y este ritual fue esencial, en la creación posterior del arte musical. Sin la percepción sonora hubiera sido imposible la formación de la conciencia musical. Oír es milenario, no así escuchar, ya que el hombre tuvo que aprender a escuchar, como también a observar, más allá del mirar o del ver, puro y simple. Por lo tanto, escuchar y observar son aprendizajes evolutivos de la mente y de los sentidos. Es decir, se aprende a escuchar y a desarrollar la memoria auditiva, que son esenciales para el músico.

Música es memoria, y de ahí que exista la memoria musical o acústica. No olvidemos que memoria viene de musas. Recordar o memorizar (que también era equivalente para los antiguos a despertar del sueño) era un acto de las musas, hijas de Mnemosine, personificación de la memoria, madre de la inspiración poética, y también de la música. Musas es música. Tiene la misma raíz: las musas de la música, la música de las musas, la memoria de las musas. El músico memoriza el sonido ayudado por las musas: le sirven de inspiración. Por tanto, la música posee una poderosa facultad evocadora, que nos remite a un pasado mítico, remoto y mágico: a un tiempo sin tiempo, que contiene toda la memoria de los hombres. Por ende, la música contiene todos los tiempos porque nace del tiempo: es tiempo en movimiento, sonido en el tiempo, un arco que nos traslada al pasado y al futuro. Arte del tiempo, encarnación del sonido, sonido del mundo, la música, en efecto, nos hace imaginar el devenir y convertir a los hombres, en habitantes conscientes del mundo.

No hay pueblo ni civilización sin danza ni poesía; tampoco sin música, sin rituales ni celebraciones, que giran alrededor del canto o la fiesta (los aztecas bailaban la poesía alrededor de una hoguera). Sabemos que primero fue la poesía, y que de su seno nació la filosofía, pero de las entrañas de esta, brotó la música, quizás del número de Pitágoras y los pitagóricos. O de Euclides y las formas geométricas. De ahí que muchos teóricos musicales o filósofos de la música expliquen su origen a través de las matemáticas, acaso por su exactitud y perfección (Theodor W. Adorno fue filósofo y pianista; Hegel amaba la música, y Kant, curiosamente, la odiaba).

No pocos filósofos de la antigüedad clásica griega –y antes, los presocráticos–, vieron en la música una forma de comprensión del universo y de la vida misma. Pitágoras, por ejemplo, exploró en Babilonia y visitó a los caldeos, cuyas teorías difundió en Grecia luego, tras conocer algunos astrónomos y matemáticos, los cuales tenían ideas acerca de que el cielo poseía vibraciones, que provenían de las proporciones matemáticas y de fuerzas en movimiento que, a su vez, generaban los sonidos. Creían que los planetas emitían estos sonidos y notas musicales, al girar en el universo, en armonía. Quizás la belleza perfecta sea musical, pues es invisible, solo sonora, acústica; nunca concreta, objetiva o formal, sino abstracta o subjetiva: una forma infalible, hecha de aire y nacida de los sonidos de la naturaleza, antes de que el mundo fuera mundo, y de que hubiera sociedad y civilización. La música es un arte universal porque prescinde de las lenguas. No amerita ser traducida como las obras literarias. Es un lenguaje perfecto, que preña el mundo y las sociedades de sonidos, en armonía con la naturaleza.

Todos sabemos que la música tiene poder de consolar y aliviar males: se vuelve medicina para el espíritu y el cuerpo. Y que actúa como psicoterapia, relajación y terapia prenatal. Nos da paz, sosiego, felicidad, y hasta amansa y pone a danzar a las serpientes cobra –como hacen los encantadores de serpientes en la India.

Las sociedades primitivas eran más silenciosas; en cambio, hoy triunfa el ruido. Imperan la estridencia y la vida agitada y acelerada. La hybris, la desmesura, ha matado la paz interior, la música del corazón y la melodía del espíritu. El ruido le está ganando la batalla al silencio, espacio metafísico ideal para ejercitar el pensamiento y la meditación trascendental. El silencio es un estado del ser natural que nos separa de la barbarie y nos da salud mental: alimenta el espíritu. Por tanto, el silencio no es lo opuesto al ruido porque es el estado natural del hombre. Es, más bien, un estado mental. Aun en medio de la muchedumbre, podemos sentir una sensación de silencio interior y de soledad existencial. No un silencio religioso sino espiritual.

La idea de la búsqueda del alma de los antiguos europeos y del hombre medieval se disipó con el Humanismo, cuando el hombre racional se volvió el centro del mundo, y dios, las creencias y las supersticiones, fueron desplazados de la mente humana. El sustrato humanístico, que le dio sustentación y sentido al europeísmo ha sido reemplazado por el factor económico y el facto ideológico. La Europa, que tenía el espíritu, la razón y el pensamiento como centro de gravedad de su destino, se ha perdido en el laberinto de su propia búsqueda o en la defensa de las identidades: líquidas, múltiples o ficticias. El hombre europeo carece de utopías y ha caído en la inopia, y más que en una búsqueda de sí mismo, se ha sumergido en un círculo vicioso. Así pues, la búsqueda de la unidad cultural ha degenerado en fragmentación y dispersión. No hay un elemento que la cohesione. Acaso solo queda la música porque es un lenguaje inmune a lo ideológico, o porque es un lenguaje universal y abstracto, no hecho con la sustancia de las palabras, sino del aire que respiramos. Esto se debe, además, a que antes que la palabra (o verbo, en la leyenda bíblica) fue el sonido. Antes que letras, escritura, lenguaje doblemente articulado o grafía, hubo viento, lluvia, fuego, rayo, trueno, gritos de fieras, cantos de aves, silbidos de pájaros y sonidos de agua. De ese mundo de sonidos y ruidos nació el lenguaje humano; luego las lenguas, y su uso individual: el habla. El lenguaje de la música pues es autónomo. Antes de haber lengua hubo sonido; es decir: la música de la naturaleza.

La música actúa como antídoto frente a las fuerzas irracionales del mundo y las desdichas de la vida. Nos consuela de los avatares existenciales e interviene en las zonas en las cuales la razón no nos alivia. De ahí que la música expresa un lenguaje que es inexpresable con palabras, colores o formas. En los campos de concentración del nazismo, en los guetos judíos, la música –o el canto– sirvió de antídoto y sedante para los prisioneros y los condenados a muerte, que tarareaban canciones o susurraban una melodía para olvidar la muerte propia y ajena, el dolor y el miedo. La música da sentido, razón de ser y felicidad al que la escucha y al que la ejecuta o toca.

Poesía y pensamiento, música y pensamiento viven en habitaciones contiguas. La música busca un orden en el caos del cosmos, unas proporciones que fluyen con mesura, una simetría que suena al mismo ritmo: todo en armonía, entre cuerdas, viento y percusión. Sonido y tiempo se vuelven el arte de la música. Los instrumentos musicales imitan los sonidos del universo: se vuelven elementos intermediarios entre la naturaleza y los hombres. Los tonos del aire, los timbres del espacio, la melodía del tiempo, la armonía del viento y el ritmo de las cuerdas entran, al unísono, en concierto: se transforman en espectáculo y fiesta para el oído.