Ante los embates de inseguridad que me acorralan, de vez en cuando, me pongo a contemplar las contradicciones de las personas que se aferran a las palabras como la clave de la salvación de la humanidad. Inevitablemente, me da por cantar aquella pegajosa canción del salsero venezolano Oscar D’León:
Comunicándonos algo,
podemos vivir en paz;
si sentimos que fallamos,
comuniquémonos más.
Lo que hace, en clave salsera, “El león de la salsa” es expresar el credo fundamental del utopismo lingüístico: el cuidado de las palabras salvará el mundo. Para las y los heraldos de la comunidad, las palabras son materia de fe. Para nosotros, los escepticistas, las palabras son enigmas sin resolver, a veces hermosas, a veces peligrosas, pero dignas de mayor reflexión.
Anteriormente, con mis guantes de investigador, escruté las estrategias de la autoridad para articular violenta o consensualmente la lengua oficial con el discurso público, en determinados contextos políticos, tarea de suma importancia. Sin embargo, ahora, con mi lente de ensayista, me parece igual de importante interrogar cómo se ciñen el habla y la esperanza, lo discursivo y lo utópico. En estos tiempos turbulentos, me preocupa mucho el papel que juega la duda, si las hay, en el cuestionamiento de la realidad y en el abordaje de nuestras ilusiones compartidas.
En resumidas cuentas, el proceso de la perfección de la humanidad, ¡vaya tarea!, exige hablar de todas las cosas y con casi todo el mundo, todo el tiempo. Dedicarse seriamente al cuidado de la palabra significa ir recorriendo las cuadras del vecindario con la intención precisa de intercambiar palabras amables con la vecina, el vendedor ambulante de la esquina, la ex compañera de trabajo de tu prima y la primera persona extraña que se te arrime en el parque. Es como una abeja que se la pasa arrancando las flores de la amabilidad y esparciendo las semillas de la esperanza en su colmena. A esto se dedica con gran esmero la especialista innata en la comunicación interpersonal y comunitaria. Su mundo es un jardín que se cultiva con palabras.
En sus respectivas comunidades, el utopista se consagra como el animador de la gente y el consolador del sufrimiento humano. Promete que vendrán más y mejores cosas. En efecto, su cultura discursiva se vincula a una ética del servicio y apoyo, imposible de desplegar por igual. Precisamente, el estar tan emocionalmente presente en el día a día le impide estar presente en otros momentos, acaso más críticos. Por lo tanto, la utopista vive en una tensión locutiva, en la búsqueda del fin de perfeccionar las realidades de los interlocutores implicados, que resultan demasiados y demasiado necesitados del aliento de las palabras, entre otras penurias y escaseces.
Ese afán utópico por propagar el deleite y la salud comunicativa nos resulta extraordinario, especialmente al contrastarlo con la incapacidad expresiva de la persona tristemente aislada o subeducada que, a lo sumo, maneja dos registros, el silencio asfixiante y el grito embrutecido. El perenne nudo de garganta de este sujeto del fatalismo social es un reflejo de su condición de incomunicabilidad y aislamiento en una sociedad que lo desecha y encuentra más provechoso el parloteo sin sentido del animador o la labia ágil e implacable del político.
Por otro lado, al considerar las sociedades en las cuales la gente tiene menos contacto y se habla cada vez menos a causa de la violencia y el miedo que imperan, la práctica comunicativa-comunitaria nos resulta sumamente admirable. La intención y tensión del utopista de la palabra se pueden definir, nada más y nada menos, como el afán de comunicar su afabilidad utópica, hacerse el uno al otro más amable, es decir, poner las palabras a trabajar en la construcción de una sociedad más amorosa.
Sin embargo, ese utopismo lingüístico del comunicador amoroso, a veces, también se roza con el de otro afanoso trabajador de la palabra, tal vez más peligroso, el del tipo que utiliza la palabra exclusivamente para fortalecer su intelecto, convertirlo en un músculo hipertrofiado. Me refiero al intelectual sobreeducado, con voluntad de hierro, experto en la violencia expresiva, que, en sus incesante especulación y debate, siempre querrá tener la última palabra en todo y establecer su inteligencia superior. Se trata del intelecto que perpetuamente se autoaplaude por sus vanas presunciones. No todos, pero muchos acaban sentados en cátedras en la universidad, en sus pequeños feudos, ordenando sus subordinados y manipulando a sus acólitos, haciendo negocio. El oficio de ocupar el lenguaje o el negocio de tomar la palabra reúne a los intelectuales estereotípicos, tanto de “izquierda” como de “derecha.”
Ante la corriente portentosa de su discurso deslumbrante o su elocuencia provocativa, algunos utopistas se dejan clientelizar por los herreros de la palabra con su inteligencia totalitaria. Ojo, es totalitaria porque solo crece subordinando otras inteligencias, bajo la ilusión de que existe una inteligencia suprema. Puede que los haya reunido el azar o que hayan sido arrastrados por la maquinaria asociativa de la universidad u otra red social, pero ambos se involucran activamente en la misión sagrada de civilizar mediante la construcción de la ciudadanía letrada y el tráfico de historias y discursos. La ilusión de sumergirse en la creación y la genialidad y de ser admitidos en el divino jardín de intelecto produce una sensación de poder mágico. O sea, que el trecho entre el utopismo lingüístico y el fascismo lingüístico, a veces, resulta corto. La idea de que hay esperanza, mientras se escuchen las palabras, los liga.
Más que nada, los vincula el éxtasis de la comunicación, esa ola comunicacional intensa, compuesta de alegría y admiración por la palabra que quiere, registrarse en el archivo, sin más, hacerse oír. El sociólogo francés Jean Baudrillard se refirió a este fenómeno como “el delirio obsceno de la comunicación”, una forma singular de placer, “pero aleatoria y vertiginosa” que simula o da la sensación de compenetración de voz y oído, de la interlocución inmediata y satisfactoria. En otro contexto, el pensador y escritor puertorriqueño Julio Ramos define el fenómeno como la comunicación anclada en la ficción del signo hecho carne.
Hay muchos ejemplos históricos del éxtasis de la comunicación. Pensemos en esa fascinación ejercida por los discursos extensos y ardientes de las figuras totalitarias. ¿Qué es Trump para sus seguidores, sino la plasmación de la palabra intumescente y centellante que todos ellos quieren poseer y disfrutar? ¿Se acordarán de como Fidel Castro y Hugo Chávez competían sobre cuál de ellos tenía el discurso más largo de la historia? Elegí estos ejemplos pornográficos intencionalmente. Son ejemplos de cómo algo tan íntimo, como la comunicación humana, se convierte en algo que se puede comprar y vender, en un tipo de moneda u otra, como si fuera pornografía. Pero pensemos también en la gran cantidad de esfuerzo y tiempo que ahora le dedicamos a consumir (tal si fueran golosinas) y también producir textos, imágenes, mensajes, manifiestos, etc. en los medios de información y las redes sociales. El éxtasis de la comunicación nos arrolla a todas y todos. Nos convierte a la mayoría en procesadores de palabras (e imágenes), clientes fieles de un monopolio o sujetos de una especie de totalitarismo, en cualquier caso, presas del que tiene la palabra, ya sea criatura humana o inteligencia artificial.
Observar el comportamiento de cortejo fascista-utopista nos remite a una cuestión considerada por pocos, pero sumamente importante: la cuestión de cómo el deber y la generosidad, elevados a un tono demasiado alto, podrían desinflarse y caer convertidos en indiferencia cruel y en un egoísmo vacío. Pero, no vayamos a ser injustos, tampoco. La esperanza es algo maravilloso y ser el faro de la esperanza es una enorme responsabilidad.