Muchas iglesias, a lo largo de la historia, han sido un pilares fundamentales en la sociedad, brindando consuelo y guía espiritual a millones de personas. Muchas veces han sido baluartes de luchas populares importantes, como en el caso de la Teología de la Liberación en las luchas por los oprimidos. La historia está llena de figuras emblemáticas, en todas las religiones, que han marcado la diferencia desde su espiritualidad y sus luchas por los mejores intereses de la humanidad; me llegan a la memoria, cristianos como Óscar Arnulfo Romero, Martín Luther King Jr., Gustavo Gutiérrez, Ernesto Cardenal, Desmond Tutu, James H. Cone; musulmanes como Amina Wadud y Ziauddin Yousafzai; judíos como Michael Lerner; hinduístas como Mahatma Gandhi y budistas como Sulak Sivaraksa, entre muchos otros. Sin embargo, la historia de las instituciones religiosas en relación con la comunidad LGTB+ ha sido, en muchos casos, una mancha oscura y con sangre en su legado.
Conozco la desgarradora historia de una joven dominicana de apenas 21 años, quien, en su búsqueda desesperada de apoyo mientras cuestionaba su orientación sexual, encontró solo rechazo y discriminación. Este abismo de dolor la arrastró al suicidio. Su vida truncada es un recordatorio brutal y penetrante de la urgente necesidad de cambio. Las instituciones que deberían acoger y proteger se han convertido en verdugos silenciosos, y su influencia se extiende como una sombra ominosa hasta el Congreso Nacional de la República Dominicana, moldeando leyes arcaicas y humillantes que nos atan a un pasado opresivo e inhumano. El ejemplo más sombrío es el nuevo Código Penal propuesto.
La joven, sobre la cual hago mención, en un acto de valentía y vulnerabilidad, confió en su consejera de la iglesia, esperando encontrar comprensión y apoyo en su lucha psicológica interna. En cambio, fue expulsada de la comunidad religiosa, un acto que la sumió en una profunda depresión, para finalmente, llevarla a quitarse la vida, lanzándose al Mar Caribe.
Esta tragedia no es un caso aislado; es un reflejo de la realidad que enfrentan muchos jóvenes LGTB+ en todo el mundo, quienes son rechazados y condenados por su orientación sexual por instituciones que deberían brindarles amor y aceptación. En la República Dominicana el suicidio es la tercera causa de muerte en adolescentes de 14 a 18 años, después de los accidentes de tránsito y homicidios. En sentido general más de 670 personas se suicidan en país anualmente, lo que representa un grave problema de salud mental.
Las estadísticas son alarmantes: las personas LGTB+ tienen una mayor incidencia de trastornos de salud mental, como depresión y ansiedad, debido a la presión social y la falta de aceptación. Un estudio publicado en el Journal of Consulting and Clinical Psychology reveló que las personas LGTB+ tienen un 46% más de probabilidades de sufrir depresión en comparación con sus contrapartes heterosexuales. Estas cifras son un grito desesperado por un cambio de paradigma en la forma en que las instituciones religiosas abordan la diversidad sexual.
La presión social ejercida por las iglesias discriminatorias crea un ambiente tóxico para los jóvenes LGTB+ donde su identidad es negada y su bienestar emocional se ve gravemente comprometido.
Es imperativo, por ley, que los consejeros de las iglesias sean profesionales de la salud mental, capacitados para brindar apoyo de manera compasiva y no discriminatoria. La falta de sensibilidad y empatía por parte de instituciones religiosas hacia las personas LGTB+ no solo es moralmente reprensible, sino que puede tener consecuencias devastadoras, como lo demuestra el caso de la joven dominicana que he citado.
La discriminación hacia jóvenes LGTB+ en comunidades religiosas desencadena un complejo proceso de presión social con profundas repercusiones psicológicas. En primer lugar, se crea un ambiente de rechazo y aislamiento, donde la identidad del joven es condenada y estigmatizada. Esto socava su autoestima y sentido de pertenencia, generando sentimientos de vergüenza y culpa.
En segundo lugar, la presión social se intensifica a través de la internalización de las creencias religiosas discriminatorias. El joven, criado en un entorno donde se le enseña que su orientación sexual es "pecaminosa", "antinatural" o “sucia”, puede comenzar a creer en estas ideas, lo que lleva a un conflicto interno y una profunda angustia emocional.
La presión social se manifiesta en forma de expectativas sociales y roles de género rígidos. El joven LGTB+ se siente presionado a conformarse a las normas heterosexuales, reprimiendo su verdadera identidad por temor al rechazo y la exclusión. Esto puede llevar a la adopción de una "doble vida", donde el individuo se ve obligado a ocultar su orientación sexual, lo que genera un estrés crónico y un impacto negativo en su salud mental. Es este proceso el que hace de los abusos sexuales a menores y la pedofilia un fenómeno sistémico dentro de las instituciones religiosas, es decir producido por la dinámica de la misma institución. Al reprimir a los representantes religiosos, sacerdotes y ministros, de una sexualidad sana y de negar la Educación Sexual a los niños, las instituciones religiosas crean un entorno fértil para que esos representantes religiosos practiquen la sexualidad con personas vulnerables, niños, niñas, adolescentes o mujeres en riesgo y hacer de los menores presa fácil para sus desviaciones sexuales.
La presión social también se ejerce a través de la exclusión de actividades sociales y religiosas. El joven LGTB+ es marginado de eventos comunitarios, grupos de jóvenes y otras actividades importantes para su desarrollo social y espiritual. Esta exclusión refuerza el sentimiento de aislamiento y rechazo, lo que puede llevar a la depresión, la ansiedad y, en casos extremos, al suicidio.
La presión social ejercida por las iglesias discriminatorias crea un ambiente tóxico para los jóvenes LGTB+ donde su identidad es negada y su bienestar emocional se ve gravemente comprometido. Este proceso de presión social tiene un impacto devastador en la salud mental de estos jóvenes, generando un ciclo de vergüenza, culpa, aislamiento y angustia emocional. Es fundamental que las iglesias abandonen estas prácticas discriminatorias y adopten un enfoque inclusivo y compasivo hacia la diversidad sexual.
La Iglesia tiene la responsabilidad de abandonar las normas y creencias arcaicas que causan daño a aquellos que no se ajustan a su definición de lo que es considerado "normal". La diversidad sexual es una realidad humana natural y no debería ser motivo de discriminación y rechazo. Es hora de que la Iglesia reexamine su papel en la sociedad y tome medidas concretas para garantizar que sus consejeros sean profesionales capacitados que puedan brindar apoyo a todas las personas, independientemente de su orientación sexual.
Es crucial que el gobierno intervenga para asegurar que los consejeros de las iglesias sean profesionales de la salud mental, capaces de brindar apoyo adecuado a quienes lo necesiten. La historia de la joven dominicana es un llamado urgente a la acción. Es hora de que las instituciones religiosas y la sociedad en general trabajen juntas para crear un ambiente de aceptación y respeto hacia la comunidad LGTB+ donde todos puedan vivir libres de juicio y discriminación. La diversidad en todas sus formas debe ser celebrada y apoyada, no rechazada, ni condenada.