La palabra revolución estuvo muy de moda en épocas no muy remotas en el siglo pasado y fue tan abusada, ha causado tantas frustraciones que, hoy en día, pocos se atreven a prometerla. Soy de las que piensan que, en estos momentos de la educación dominicana, lograr el simple prodigio de que la mayoría de los niños de nuestro país aprenda a leer y escribir bien, podría considerarse una revolución, aunque evitaría usar ese concepto tan cuestionado. El mayor problema dominicano no es la brecha digital, o algún atraso en las ciencias o en la cultura general. Si nuestros jóvenes no pueden entender lo que leen es muy difícil que avancen en los niveles científicos y tecnológicos.
Casi me conformaría con que se le pidiera a las autoridades y actores del sector educación que muestren un progreso sustancial en la lectoescritura antes de pensar en cualquier otra meta. Los resultados de las pruebas PISA y de las más recientes evaluaciones realizadas a los docentes hace ya cinco años, junto a muchos otros estudios, muestran claramente que, en la base de nuestro problema educativo, a todos los niveles, está el hecho fundamental de que los estudiantes no están aprendiendo a leer y escribir, situación que afecta profundamente a todas las demás áreas del aprendizaje, por el resto de sus vidas. Algo que se logró en generaciones pasadas, cuando los niños se alfabetizaban perfectamente con métodos simples y efectivos, hoy resulta un imposible para una gran parte del pueblo dominicano.
Hace décadas que se acordó que los niños debían ir a las escuelas a temprana edad; aunque no se han alcanzado las metas cuantitativas, se ha avanzado en la cobertura del nivel inicial. Luego se dijo que los pobres niños quedaban frustrados cuando se les obligaba a repetir cursos; entonces se decidió que serían promovidos automáticamente entre el primero y el tercer grado de primaria. Esto se cumplió, los maestros de los primeros cursos se quitaron la presión, pero ahora los niños de las escuelas públicas llegan al cuarto grado sin saber leer.
También se dijo que había que “titular” a todos los maestros; esto se ha logrado, pero no ha influido en elevar la calidad de su trabajo. Se dijo que las escuelas normales estaban obsoletas y hasta las cerraron por muchos años; que todos los maestros debían ser al menos licenciados en educación; pero resulta que las universidades no se han responsabilizado de que tengan la preparación necesaria y entonces, de buenos maestros normales pasamos a malos licenciados. Se creó un instituto superior de formación docente gratuito y de muy buena calidad, pero la cantidad de aspirantes que llenan los requisitos académicos para acceder al mismo es exigua y a los pocos graduados del programa de excelencia ni siquiera se les garantiza trabajo en el sector público, por lo que la mayoría se está yendo a escuelas privadas u otras actividades.
Tras muchos años de lucha se logró que se asignara un presupuesto adecuado a la educación pública y ya vamos en el décimo año de la conquista del cuatro por ciento. Se acordó que había que invertir más en capacitación docente; la inversión ha aumentado, quizás no en la proporción debida, pero se han gastado miles de millones y nunca se ha comprobado que esa capacitación se manifieste en los resultados educativos. Se atribuyó el bajo rendimiento de los maestros a que la mayoría trabajaban dos tandas y no tenían tiempo para preparar sus clases, pero ahora la mayoría trabajan una tanda y no hay nada que muestre un cambio en el rendimiento.
Se concluyó que, con los miserables salarios que se pagaban en el sector público no se podían obtener buenos maestros; hoy el sector público paga mejor, en promedio, que el sector privado, pero el resultado del desempeño de los docentes, formados en las mismas universidades, es diferente, en detrimento de las escuelas públicas. Se acordó que se asignarían incentivos a los docentes; esto se ha hecho de manera sustancial, pero no tiene nada que ver con sus resultados en el aula, así se produce la incongruencia de que la calidad del producto no tiene que ver con su costo.
Se dijo que los docentes tenían exceso de alumnos; esto se ha reducido sustancialmente, pero siguen sin aprender. Se dijo que los niños deben permanecer más tiempo en la escuela, que el tiempo de clases apenas llegaba a las dos horas. Ahora la gran mayoría asisten a la tanda extendida de 8 horas y resulta que las horas de clase apenas pasan de cuatro, en promedio y tampoco hay tiempo para darle apoyo a los que se quedan atrás.
Se dijo que los niños no aprendían porque el currículo estaba obsoleto, era aburrido y sobrecargado. Se pasaron más de dos años elaborando un currículo que puede competir entre los más “avanzados” del mundo, pero los maestros no lo conocen ni tienen las capacidades para aplicarlo. También se suspendió por años la entrega de los libros porque estaban pasados y no correspondían con el currículo. Ahora, en el octavo mes del presente año escolar y seis años después del currículo, los están entregando, pero tampoco son garantía de que van a mejorar el aprendizaje. Habría que capacitar a los maestros para que los entiendan y dominen y metas tan grandes como esta siempre han resultado ser imposibles para el ministerio.
Se dijo y se comprobó que las escuelas públicas estaban en condiciones desastrosas; Se han invertido alrededor de 100 mil millones en la construcción y habilitación de unas 20 mil aulas. Se dijo que las escuelas no tenían agua, sanitarios, cocinas, electricidad, internet, entre otras condiciones materiales necesarias y resulta que los niños aprenden menos que cuando iban a pequeñas escuelitas rurales.
También se afirmó que los niños de las escuelas públicas no aprenden porque son muy pobres, tienen hambre, deficiencias proteínicas, carecen de uniformes y zapatos. Actualmente el programa de bienestar estudiantil, incluyendo comidas y meriendas consume alrededor de 25 mil millones al año. No conocemos mediciones de los resultados nutricionales, aunque debemos suponer que debe haber una sustancial mejoría en este aspecto. Pero ¿Hay algún indicador de que esto ha influido en el aprendizaje?
Podríamos seguir enumerando la cantidad de justificaciones que se han dado para explicar el fracaso de la escuela pública, sin que la atención a estas carencias haya significado un cambio sustancial en el aprendizaje.
El presidente Abinader afirma que van a seguir desarrollando la nueva modalidad de educación a distancia. Las escuelas públicas son las únicas que no están recibiendo a todos sus alumnos en horario normal, la mayoría solo van dos días a la semana y en horario recortado. ¿Ha realizado el Ministerio de Educación alguna medición del aprendizaje de los alumnos en esta modalidad? ¿Va a apostar el país a una modalidad educativa que no garantiza eficacia? ¿Los funcionarios públicos y las familias pudientes escogen esta modalidad para sus hijos? ¿Con que criterio se puede esperar que un sistema educativo público que ha sido tan ineficiente, como el mismo presidente afirma, va a tener mejores resultados dejando a los niños pobres en sus casas, solos, aislados, sin interacción directa con sus pares y maestros, sin espacios para el aprendizaje, atrapados en entornos sociales riesgosos, sin padres presentes y calificados, entre otras carencias?
El presidente debería escuchar otras voces y priorizar a los niños. En la gran mayoría de los países los niños volvieron hace tiempo a sus aulas. ¿Por qué en República Dominicana los pobres deben recibir educación a distancia? ¿Esto no ampliaría más la brecha social y educativa que el presidente quiere reducir?